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ESTOY CANSADA

Sentía mi cabeza apretada y las rodillas me ardían. Manuel se apresuró a levantarme y llevarme a su habitación, la preocupación en su rostro se notaba a kilómetros de distancia, movía la boca sin cesar, pero no entendí ni media palabra, lo único que podía escuchar eran los latidos de mi corazón, fuertes y acelerados.

Lo único en lo que no podía parar de pensar era en el rostro de mi tío José junto al de mamá, la sonrisa y los gestos tan amorosos que siempre tuvo con ella y con nosotros. Lo considerábamos como un segundo padre, gracias a él nos sentimos menos solos cuando mis padres trabajaban lejos, por él supimos apreciar las pequeñeces de la vida y sin él tal vez Fabricio se hubiera muerto a los tres años.

Entonces comencé a sentir punzadas en mi vientre. El ginecólogo fue claro, dijo que mi embarazo se volvió en uno riesgoso y debía guardar el mayor reposo posible, pero, al no tener más apoyo que el de papá, me era difícil ignorar la situación de mi hermano. Si perdía a mi hijo, yo sería la asesina y el dolor y la culpa terminarían de sepúltarme en esta vida mierda que me ha tocado enfrentar.

Ya no quería vivir. Ya no, ya no. Estaba cansada y las puertas se me cerraban, sin importar cuál abriera.

La situación actual, aunque más esclarecida, se volvió más penumbrosa que nunca. ¿Qué podríamos hacer para librarnos de gente poderosa e importante en el país? Huir, nada más, pero hasta esa opción quedaba descartada, porque, con mi hermano detenido, resultaba imposible. Y la impotencia era peor. Abracé mi estómago con las mejillas empapadas de lágrimas. Daría todo por volver al tiempo en que éramos una familia feliz, donde podíamos disfrutar de las tardes soleadas en el patio en medio de tierra y juguetes, donde la mejor de las melodías era el canto de los pájaros mezclados con las risas de mamá, papá, el tío, Fabricio y yo.

Mis oídos comienzan a percibir la histeria en la voz de Manuel a lo lejos, hablaba con alguien por teléfono y unos minutos después escuché el chirrido de la puerta. Estaba mal, pero las alertas de mi cabeza volvieron a encenderse, era consciente de la presencia de Manuel y lo que esta significaba para mí, más cuando mi guardia había bajado de un momento a otro. Me limpié los ojos para ver con mayor claridad.

—Tranquila, Mariana, ya viene Anabel —dijo angustiado.

Asentí y le pedí que me dejara sola, que necesitaba espacio, pero no me hizo caso, permaneció a mi lado, sosteniendo una de mis manos y dándome palabras de aliento; sin embargo, la poca contención que me quedaba se esfumó en cuanto sentí descender líquido por mi entrepierna. De un jalón, me senté en la cama y me revisé con las manos temblorosas.

Sangre. ¡Estaba sangrando!

Me giré hacia Manuel y lo tomé de la camisa.

—¡Haz algo! Estoy perdiendo a mi bebé —grité llorando.

Me levantó en brazos y salimos del apartamento. Era mi culpa, era una asesina, era una egoísta. Pues, claro, nadie podía ser tan terca como para dejar de lado su propia salud y la de su bebé, como lo fui yo. Dentro del coche, Manuel aseguró el cinturón de seguridad y corrió a subirse a mi lado, no esperó a que el motor se calentara, arrancó y aceleró, produciendo un sonoro chirrido de las llantas contra el pavimento. Me aferré al cinturón, mordiendo y apretándolo.

Bien, pensé, si te quieres llevar a mi hijo, entonces llévame a mí también. Ya viví lo suficiente, Dios, no seas tan frívolo, ¿por qué debemos sufrir tanto?, ¿acaso debemos de padecer como tu hijo en la cruz para recibir alguna especie de recompensa? Pues no la quiero. Ya no quiero seguir sufriendo.

Al llegar al hospital el médico y las enfermeras me rodearon con expresiones preocupadas, para luego trasladarme alguna de sus salas. Observé en silencio, ida, como me quitaban la ropa, me ponían la bata azul típica del lugar y alzaban la jeringa que pronto surtiría efecto, todo en cámara lenta. Ni el piquete sentí, sólo escuché a la enfermera encargada que pronto dejaría de doler, pero ella no sabía que mi alma estaba más desgarrada que la piel de los animales en el matadero. Poco a poco la luz del foco en el techo fue incrementado de tamaño, hasta que todo se volvió blanco y luego negro...


Desde la punta de los dedos de mis pies hasta la última hebra de cabello me dolía, las ganas de abrir los ojos era mínima y mis pensamientos estaban colmados de fuego intenso entre la oscuridad más amarga en la que nunca me había visto envuelta. No obstante, la necesidad por cerciorar la seguridad de mi pequeño, me forzó a pestañear consecutivamente hasta que logré enfocar los objetos dentro de la habitación que me asignaron.

El color de las paredes hasta brillaban de tan blancas que eran, a excepción de los marcos de madera de las pequeñas ventanas; volví a parpadear y, tras reprenderme por cobarde, miré mi estómago. Ya no había nada. Acerqué mis manos y sólo sentí una masa flácida. Los ojos se colmaron de lágrimas hasta desbordar.

Asesina me repetí una y otra vez. Yo lo maté. Mi falta de sentido común y por creerme la toda poderosa en la familia acababa de perder al único individuo que me consideraría su mundo entero, su heroína y razón de vivir. Lloré en silencio, ahogando los sollozos en mi garganta, quería sentir mi dolor sin interrupciones, sin preocuparme por recibir esa sarta de mamadas que todos dicen cuando pierdes un ser querido. No lo necesitaba. Lo único que podría ayudarme es que Dios me regresara a mi bebé, que me diera otra oportunidad de ser una buena madre.

Quizá pasaron minutos u horas cuando llegó un enfermero a revisar mis signos vitales, para ese momento, ya no hubo más lágrimas que derramar ni quejidos provenientes de mi despedazado corazón, sólo mi fija mirada a la nada. Parecía una muñeca, inerte y sin vida. Escuché las preguntas del sujeto, pero no respondí. Tampoco lo hice cuando llegó An y trató de animarme, mucho menos al escuchar la voz de Marcos lamentando la pérdida de "nuestro" hijo, lo raro fue que tampoco me enfurecí con sus palabras huecas.

An le exigió desaparecer y jamás volver, ella usó las palabras que yo habría dicho cuando tuve las primeras amenazas de aborto. Ahora ya no me servía de nada. Una vez solas, se sentó en la orilla de la cama, cerca de mí y me abrazó. Respiré pausadamente, dejándome apapachar por la única persona incondicional a mi lado.

Esos desgraciados habían conseguido lo que querían: ver a la familia de mi tío en el fondo del barranco más profundo del mundo. Sin embargo, dicen que el que ríe al último, ríe mejor.

~*~

Dicen que cuando comienzan a llover penurias no paran hasta que cae la más mortífera, ¿acaso Mariana la acaba de experimentar?

Y recuerden, en la guerra y en el amor todo se vale, a Mariana le tocó aprenderlo a la mala, pero créanme cuando les digo que para aprender, ella es la mejor.

Cuéntenme qué les pareció el capítulo, los leo... 🐥✨

Entre amargo y dulce es mi café (borrador)Where stories live. Discover now