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MARIANA, ABRE

La sangre de mi cuerpo comenzó a calentarse, provocando que mis oídos se colmarán del ruido martilleante de mi corazón. Quise ser prudente, Dios lo sabía, pero la vida no se trata de eso, sino de constantes decisiones, las cuales te van moldeando como persona. Esa noche decidí dos cosas: La primera fue dejarme arrastrar por esas turbulentas emociones una vez más, y la segunda, irme, poner fin al círculo vicioso en el que vivía.

Traté de empujar a Marcos, pero fue más rápido, atrapando mis muñecas en el acto. Las estrujó sin piedad.

—¡Suéltame! —grité, forcejeando y conteniendo las lágrimas.

Me lanzó a la cama, posicionándose sobre mí sin rozar mi estómago abultado. Me retorcí tratando de soltarme, pero su fuerza era avasalladora.

—Dije que te controlaras —escupió.

—Eres un hijo de la chingada. ¡Déjame, me lastimas!

—¡Y tú lastimarás a nuestro hijo!

Me detuve. La sensación de dolor me pinchó sin control por todo el cuerpo y el nudo en la garganta se hizo cada vez más grande. Entonces lo dejé salir entre lágrimas y sollozos que me desgarraron a su paso, porque seguir reteniéndolo suponía marchitarme más por dentro. Poco a poco Marcos fue soltando mis muñecas para envolverme en un abrazo, como si ese gesto fuese suficiente para borrar sus acciones, aun así, no lo rechacé. Nos quedamos allí, acurrucados en la cama como solíamos hacerlo en el pasado, con la diferencia que ahora me susurraba palabras tranquilizadoras y yo no dejaba de llorar.

Dentro de mi cabeza se formó un mar de dudas, conjeturas y temores. Creía fielmente en la inocencia de Fabricio, las pruebas mismas lo determinaban, pero cada día la posibilidad de comprobarlo se iba alejando y ser consciente de ello me llenaba de angustia. Quitarme la duda sobre la participación del bufete JM fue un paño de agua sobre mi cuerpo hirviendo; sin embargo, enterarme de la participación de Marcos en esa farsa acusatoria me creaba una mezcla de rabia e incertidumbre, acabando con la recién frescura que comenzaba a sentir. Estaba al límite. Y lo peor de todo era saber que la montaña de emociones envenenaba a mi bebé, al ser que con tanto esmero trataba de proteger, provocándome culpa.

Cuando por fin logré calmar la congoja en mi interior, aparté los brazos de Marcos y me levanté, lo miré por el rabillo del ojo, estaba pálido y en sus ojos la única emoción latente era de lástima. Sin notarlo, había pisoteado otra vez mi corazón, ese mismo corazón que juró proteger. Solté el suspiro más largo de mi vida y me dirigí a la habitación principal, escaleras arriba. No permanecería un minuto más allí. Escuché sus pasos detrás mío, obligándome a cerrar la puerta en su cara y asegurarla antes de encender los focos y bajar una de las maletas de la repisa derecha, dentro del pasillo.

—Mariana, abre —dijo seguido de un golpe.

Comencé a quitar mi ropa de los ganchos y amontonarla dentro de la maleta, lo mismo con la ropa interior, hasta llenarla. El proceso duró alrededor de media hora, no cupo todo, pero sí lo suficiente para sobrevivir dos semanas completas. Cambié mis tacones por unos botines negros, ya que era el único par de zapatos que podia llevarme y debían ser cómodos, además de combinar con cualquier tono de ropa. Agradecí a Dios haber guardado el teléfono en la bolsa del palazzo y no en la cartera; lo saqué asustada por los cambios de actitud de Marcos, a veces daba pequeños toques a la puerta y su voz era queda, pero en otras, taladraba mis oídos a punta de gritos y golpes que parecían estar cerca de tirar la puerta, ambas formas evocaban frustración y ponzoña. Busqué el nombre de An entre los contactos y llamé.

—¿Qué pasó, chula? —contestó al segundo tono.

De fondo se escuchaba el motor del carro, seguro volvía a casa, lo que me hizo titubear un poco.

Entre amargo y dulce es mi café (borrador)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora