Treintaiséis futuros diferentes.

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Era febrero y podría ser el febrero más largo o el más corto, eso dependía de cómo se mirara, porque para Clarke estaba siendo el mejor puto mes de febrero de los últimos años. Miraba a Lexa como si mirándola continuamente fuera a hacer que no se separaran después de aquel fin de semana. Porque también era domingo. Sí, un domingo. Era el domingo que precedía al lunes y le seguiría otro domingo, todo en un ciclo infinito, como una canción en bucle. Era el JFK y era Lexa ajustando la correa de su bolso sobre su hombro mientras el aeropuerto se desplegaba ante ella y Clarke. "La última vez que viajé, me perdí, pero al perderme, me encontré", pensó mientras se abrazaba fuertemente al brazo de Lexa.

No buscaron destinos en aquel New York en aquel fin de semana, porque era bastante más fácil cuando tenías todo lo que necesitabas entre cuatro paredes. Las calles y los restaurantes de cinco estrellas de la gran ciudad se situaban en mapas con un idioma que no deseaban aprender. Apagaron sus teléfonos como quien desenchufa un reloj que ya no marca el tiempo y Clarke sabía que se quitaron la ropa y algo más. Porque Clarke se sentía que con Lexa empezaban a asomar partes de ella misma que no habían visto nunca la luz, esquinas olvidadas cubiertas de un polvo que era más añoranza que abandono.

Había habido pizza y mucha más comida basura y películas que ya nadie recuerda, pero que la abogada le descubría al mismo tiempo que le revelaba partes de ella misma que Clarke se moría por conocer. Su ático en New York había sido isla desierta y su cama un refugio de tablas. Un fin de semana que parecía un mes y que sabía a años. Eso es lo que sucede cuando te enamoras en momentos efímeros: todo es eterno y todo es fugaz.

-¿Lista para volver? – preguntó Lexa mientras besaba su mejilla.

A la realidad, al mundo, a la vida. A todo lo que era y no era al mismo tiempo. Lexa parpadeó y en ese parpadeo Clarke vio treintaiséis futuros diferentes, pero junto a ella. Su primera palabra hubiera sido "no", pero entonces Clarke posó sus ojos en Lexa, y en esos iris encontró un reflejo de su propio laberinto emocional: el deseo de perpetuar ese estado de euforia y la inevitabilidad aciaga de que la realidad siempre cobra su peaje. Ambas lo sabían. El reloj del mundo real había comenzado a correr de nuevo hacia aquel San Francisco donde les aguardaba el mayor reto profesional de sus vidas.

—Si en esa realidad estoy contigo, es suficiente —articuló Clarke, como quien cierra la puerta de una habitación llena de luz, pero se guarda la llave.

Porque había algo en la seguridad de la mano de Lexa, un anclaje, que hizo pensar a Clarke que tal vez, solo tal vez, cualquier bomba podría ser desactivada.

—¿Qué vamos a hacer?

—Ser. Juntas – respondió Lexa y lo dijo mientras enseñaba su tarjeta de embarque y le sonreía. Como quien suelta un 'Hace sol' o 'El cielo es azul'. Así que sí, era así de fácil.

El despegue las llevó más allá de los rascacielos, más allá de lo familiar. Clarke miraba por la ventanilla, como si quisiera atrapar cada pedazo de ciudad antes de que se volviera una mancha difusa, porque no sabía si volvería alguna vez a ser la misma ciudad en la que se crió. Su único 'Hasta pronto' había sido para su madre, la única figura permitida en este viaje espontáneo que resultó ser más que un viaje.

Durante el vuelo, las manos de Lexa y Clarke se encontraban, se entrelazaban, en distintos momentos, como si estuvieran recogiendo instantes en el aire para más tarde. "¿Puedes concentrarte cuando lo único que quieres hacer es recordar?". Después de esa pregunta quedaba solo silencio para Clarke. Porque quizás lo que le dijo a Lexa sobre engancharse mutuamente le estaba sucediendo con ella más rápido de lo habitual y se agarraba a sus dedos sin querer soltarlos al llegar a San Francisco.

Lexa agarró con su mano libre su móvil y abrió la bandeja de correo electrónico, tan rápido como volvió a soltarlo.

-No puedes evitarlo, ¿verdad? Estás pensando en mí, Griffin.

Quid pro quo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora