Una noche de suerte y mucha fiebre.

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La miró desde el refugio del porche, bajo el parpadeo esporádico de la luz. La lluvia, en toneladas y luces, caía sobre la silueta de Lexa, que permanecía inmóvil a pesar del diluvio.

—¿Piensas quedarte ahí toda la noche, Lex? —preguntó con mezcla de preocupación y sorpresa.

El agua seguía corriendo por el rostro de Lexa. Tenía la mirada triste, derrotada, pero había una determinación tan característica de ella que era imposible que no intentara hacerse hueco para salir.

—No lo sé. Solo necesitaba verte.

Se recostó contra la puerta con sus ojos estudiando aquella figura empapada. Era tremendamente idiota. Es que, sin duda, era lo más idiota que se había echado a la cara.

—Estás empapada y vas a coger una neumonía —murmuró haciéndose oír sobre el estruendo del agua.

—Me da igual, después de todo lo que ha pasado solo necesitaba hablar contigo.

Desde el umbral de su casa, sintió un revuelo en su estómago, una mezcla de temor y deseo y se preguntó si siempre sería así, si siempre estarían atrapadas en este tira y afloja, entre la distancia y todo lo bueno que tenían juntas. Había algo en la forma en que la lluvia rodeaba a Lexa, como si estuviera envuelta en un halo especial, una burbuja donde todo, incluso el dolor, parecía poético.

Respiró hondo, tomando una decisión. Dio un paso hacia fuera bajo la lluvia, acercándose a Lexa. Las gotas se pegaron a su piel, pero no le importó. Bajo la persistente lluvia, la observó con los ojos llenos de asombro. Aún no comprendía del todo cómo Lexa había llegado allí, empapada, con ese brillo intenso en sus ojos que parecía desvelar un mundo interior que nunca había vislumbrado antes.

—Así que tu idea de romanticismo consiste en bloquearte cuando alguien te dice que te quiere, pero luego presentarte aquí bajo el segundo diluvio universal.

Era como observar una película, una de esas escenas melancólicas que se quedan grabadas en la memoria. A medida que Lexa se acercaba a ella, podía sentir el calor de su respiración chocando con el frío de su piel mojada. Era un contraste que la hacía sentirse viva. Sus sentidos se encontraban en alerta, allí, en pijama y descalza a riesgo de morir congelada, pero sintiéndose embriagados por la mera presencia de la abogada. Malditos traidores.

—Lo siento, solo quería decirte que eres lo más increíble que he conocido —le confesó Lexa, con una voz que parecía arrastrar toda la emoción de una vida – y que me equivocaba, Clarke.

—¿Ah sí?

—Sí. Una vez en la puerta del Atrium te dije que nunca había conocido a una persona tan observadora como tú. Me equivocaba, es que nunca he conocido a una persona como tú.

Clarke la miró con el corazón muy vivo.

—Clarke, es que me gustas, mucho. Bueno, no, es que... ¿sabes? en realidad me encantas.

—Lex...

—Clarke, sé que he sido una idiota, que he estropeado muchas cosas esta noche y que, desde luego, no ha sido mi mejor momento.  Me peleé con Echo, y eso también fue un desastre, pero tenía razón. No puedo seguir huyendo porque una vez las cosas no salieron bien, pero, escucha —Lexa hizo una pausa, intentando asegurarse de que sus palabras fueran justas— esto, lo que siento por ti, no es un error, no es un desastre. Es real. Desde el momento en que te conocí supe que eras especial, y  no en el sentido cliché. Siento algo por ti que no había sentido antes por nadie. Es como si cada vez que estamos juntas, todo encaja, todo tiene sentido. Y sé que eso suena a frase sacada de una película, pero es la verdad. No quiero seguir huyendo porque tengo miedo de lo desconocido, porque una vez las cosas no salieron como esperaba. Cuando estoy contigo, es como si todos los ruidos se silenciaran, como si el mundo entero se detuviera, solo para que podamos estar juntas y creo que eso es increíble. Creo que tú eres increíble, Clarke Griffin, y me haces serlo a mí un poquito cada vez que estamos juntas.

Quid pro quo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora