La mismísima Adrienne Laurent.

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Traspasando el umbral de la entrada, en una luz casi onírica, se encontraba Adrienne Laurent. Es que era la mismísima Adrienne Laurent, reconocida por tantos rumores que corrían por la ciudad, la abogada que no dejaba piedra sin mover, que arrasaba por donde pisaba y dejaba rastros de sus victorias legales en el aire y en los cadáveres de sus enemigos destrozados, jurídicamente hablando, claro. Su pelo rubio, con reflejos dorados que brillaban con una intensidad poco natural, estaba sujeto en una cola alta que parecía más una obra de arte que un simple peinado. El traje que llevaba era como una segunda piel, tejida de poder y confianza, abrazando su figura. Sus tacones, oscuros y afilados como la noche, resonaban con una cadencia que prometía determinación y desafío. La habitación retuvo su aliento, esperando, adivinando. Y entonces Ben rompió el encanto. Cómo no.

—Creo que ya se conocen, pero permítanme presentar a la señorita Adrienne Laurent —la introducción parecía innecesaria; todos sabían quién era, pero a aquel hombre le encantaba incordiar —, la mente más brillante que jamás haya cruzado un juzgado en esta costa. Y mi nueva abogada.

El momento, congelado en el tiempo, se desvanecía lentamente mientras Adrienne ofrecía una sonrisa helada y segura, consciente del revuelo que había causado con su mera presencia.

A Clarke, la aparición de Adrienne le resultó familiar y lejana, como una melodía a la que alguna vez en su vida intentó ponerle letra. La familia Laurent se difuminaba en la bruma de los recuerdos de su infancia y su adolescencia, esas cenas de gala donde su padre le susurraba anécdotas sobre las viejas fortunas de la ciudad. A veces, en el trasfondo de esas historias, se alzaba el nombre de Adrienne. Los fragmentos de aquella familia flotaban en el aire para la fiscal. Se transportó a los truenos de una tarde lluviosa de verano donde se podía escuchar el eco de las risas y los susurros sobre ellos. Clarke recordaba esos cuchicheos entre su padre y sus amigos en el jardín, con el mismo tono que usaban cuando hablaban de las bodas de la alta sociedad o del precio de las acciones de las empresas. Recordaba a François Laurent, a su esposa y, por supuesto, a su hija. Adrienne.

Los Laurent eran un eco constante que resonaba en las esquinas más antiguas y las calles más majestuosas de Estados Unidos. Siempre estaban ahí, como los cimientos en los que San Francisco se asentaba. Hablar de la familia Laurent era hablar de generaciones de influencia, de una riqueza que trascendía más allá del dinero, de un linaje que se enraizaba profundamente en la historia urbana desde que, según ellos, habían desembarcado desde Francia hacia ya unas cuantas generaciones. Ese era el mundo en el que los Laurent se movían, un mundo que parecía un sueño perpetuo de verano, interminable e inalcanzable para muchos. Y lo peor es que no todo era lujo y risas. Los Laurent también eran conocidos por su astucia en los negocios y su habilidad para mantenerse en la cúspide, a pesar de las tormentas económicas o políticas que azotaban la ciudad y el país de vez en cuando. Había una fortaleza en ellos, una resiliencia que los hacía casi intocables.

Y en la cúspide de todo estaba Adrienne, la brillante abogada de Yale, que había dejado su marca en la neblina de San Francisco y que se había trasladado a Chicago hacía un par de años, coincidiendo con la apertura de una nueva sucursal. Dos años, había escuchado, dos años batiéndose entre rascacielos y juicios, según recordaba. También recordó a Octavia, un día mientras se reían con Queen de fondo, contándole un rumor que había escuchado de sus padres: que Adrienne le había gritado a su padre, el patriarca de los Laurent, en su propia puesta de largo. En ese momento Clarke la admiró, porque se lo tomó no como si quisiera desafiarlo, sino porque le pasaba lo mismo que le sucedía a ella: quería ser vista, realmente vista, no como una sombra de un legado, sino como una persona.

Un hecho que le confirmó cuando por fin pudo mantener una conversación con ella, durante el aniversario de boda de unos amigos de sus padres. "Eres Clarke Griffin", le había dicho Adrienne en aquella ocasión con aquella sonrisa gélida y aquella mirada observadora. "Estrellita Griffin ¿No?. Tú también sabes lo que es vivir bajo el yugo de expectativas. En Yale, todos esperaban que fuera la mejor simplemente porque era una Laurent, pero quiero ser reconocida por mi esfuerzo, no por mi apellido. Cuando salgas de Harvard nos cruzaremos en un tribunal y ese día solamente seamos reconocidas por nuestro trabajo". Ser simplemente Adrienne. Ser simplemente Clarke. Y ese momento había llegado.

Quid pro quo.Where stories live. Discover now