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Había una sola cosa que Lillian Mckinley detestaba más que a sí misma, y era el olor a desinfectante de las clínicas médicas. Sin embargo, ahí estaba por segunda vez en la semana, tendida en una estúpida camilla de un banco de sangre, en una sala congelada, donde apenas había dos personas más.

Era miércoles por la noche, y si no se encontraba planeando irse a casa ese verano, como sus compañeras de apartamento, se debía a que hacía menos de una semana que había sufrido una crisis existencial de madrugada.

Por culpa de las lágrimas que la ahogaban, se encerró en el baño del piso que compartía con dos chicas más, a las que no consideraba sus amigas. Incluso si la escuchaban sollozar hasta carraspear, ninguna se acercaría a preguntarle cómo estaba, o qué le ocurría, porque a ninguna le importaba.

Y aunque Lillian fingiese no necesitar atención, en el fondo, llevaba años intentando dejar las suficientes señales como para que alguien se preocupase, o por lo menos, aparentase un mínimo de interés en ella.

No obstante, aquella triste noche de junio en un pequeño apartamento de Nueva York, Lillian había abierto la alacena de su lado del largo mueble bajo el lavabo, que ocupaba el espacio de una pared a otra. De entre las toallas y los paquetes de toallitas sanitarias, sacó la caja de galletas de chocolate de tamaño familiar que esa misma mañana había comprado y escondido, y rasgó el envoltorio.

—Ochenta y siete dólares es lo mínimo que puede pagar al mes.

La voz del asistente por teléfono del Banco de América daba vueltas en su cabeza.

Había terminado la carrera y, con tal de continuar su máster en Artes Liberales, tendría que comprometerse a destinar, por lo menos, ochenta y siete dólares de lo que ganaba en la cafetería del campus para pagar el crédito bancario.

Pero empezaba a pesarle sobre los hombros.

Sus compañeras de cuarto no le prestarían dinero y ella no se lo pediría a su padre: en cuanto pudo irse a la universidad, abandonando su diminuto pueblo en Pensilvania por la universidad de Brooklyn, aprovechó para no regresar a casa. No soportaba tener ocho años menos que la nueva esposa de su padre, una que había conseguido apenas dos meses después de la muerte de su madre. Dado que su padre no entendía qué le molestaba a Lillian, ella resolvió vivir en el campus e ignorar sus llamadas.

No tenía dinero suficiente para pagar la carrera, pero era su culpa: cometió el error de tampoco sentarse a calcular cuánto tardaría en pagar o cómo debería empezar a ahorrar.

El crédito que había pedido llegó a su fecha de corte y la única solución de Lillian para ahorrar su estancia en el campus fue buscar un apartamento cercano, partir el alquiler con más estudiantes y destinar una parte de su sueldo a la deuda con el banco.

No tardó en darse cuenta de que apartar ochenta y siete dólares mensuales implicaría no tener suficiente para cubrir el alquiler y su propia despensa. Hablar con Bethany, la chica que rentaba el piso, no serviría: no le perdonaría unos cuantos dólares porque eso significaría subir tanto su propia parte del alquiler como la de Jodi, su mejor amiga, y probablemente las dos la odiarían hasta el final de sus vidas.

Así que había regresado al banco de sangre al que acudió en su primer año de carrera para solventar los pequeños gastos extra que tenía al mes: recibiría diez o quince dólares por donar plasma, y quizá, si era capaz de ahorrarlo, podría costear su despensa sin afectar su sueldo.

El verano había empezado: Lillian envió la solicitud del máster, pero la oficina administrativa de la universidad le requería presentar un estado de cuenta para demostrar que pagaría el año. Por tanto, contaba con tres meses antes de poder pagar el primer semestre, además de que el banco había comenzado a presionarla por culpa de sus números negativos.

Hasta el último de tus latidosWhere stories live. Discover now