12

1.2K 131 97
                                    

Hasta que no pisó el penthouse por primera vez con intenciones de quedarse a dormir allí esa noche, Lillian no comenzó a asimilar la realidad de la boda.

Hacía cinco días que Kourt mismo se había personado en su apartamento para ayudarla a trasladar sus cosas: la primera en verlo fue Bethany, cuando tocaron al timbre y descubrió a un chico de metro ochenta y cinco en el portal, metido en una camisa verde oscura, remangada, que se le ajustaba a los hombros, y jeans negros.

—¿Está Lillian?

Lillian hubiera dado cualquier cosa por haber visto la expresión de Bethany en ese momento.

Estaba tan ocupada cerrando la cremallera de su vieja maleta azul que solo se dio cuenta de que Kourt había llegado cuando Bethany se detuvo bajo el marco de su puerta y le preguntó si esperaba a alguien.

—¿Ese es tu novio?

Sin saber si estaba sorprendida o desconcertada, Lillian asintió. Tampoco ella se lo habría creído si se hubiese visto a sí misma de la mano de Kourt por la calle.

—Sí, ha venido a ayudarme a empacar.

—¿De dónde lo has sacado?

Aunque abrió la boca para responder que se trataba del abogado que le había enviado el citatorio, su cerebro rápidamente la interrumpió:

—De una pastelería.

Dos contenedores de objetos y dos maletas de ropa fue todo lo que Lillian se llevaría consigo. Había guardado sus hilos y agujas de ganchillo, las prendas y peluches que había creado hasta ese día y el álbum donde quedaban las últimas fotos de su madre en una caja aparte, una que cargaría ella misma hasta el coche.

Kourt se encargó de colocar un contenedor sobre otro y arrastrarlos hacia el ascensor; después, tomó una de las maletas. Lillian bajó la otra y la caja, y las acomodó en los asientos traseros, a su lado.

El penthouse ya estaba amueblado. Cuando Kourt me mostró la terraza desde la que se veían los rascacielos entre la niebla, Lillian supo que estudiaría allí la mayoría de las noches. Tanto la sala como el comedor, de muebles en tonos crema y blancos, estaban conectados; las persianas tapaban las cristaleras que tenían por ventanas. La cocina, al otro extremo de la planta, cerca del cuarto de lavandería, era más grande que la del apartamento anterior de Lillian.

—Tu dormitorio está de ese lado del pasillo —le dijo Kourt, apuntando la dirección.

Lillian, aferrada a la caja como si fuera un bebé, asintió.

—¿Y el tuyo?

—Más al fondo. Todavía no he traído mis cosas.

—¿Cuándo lo harás?

—Cuando nos casemos —sentenció, y hundió las manos en los bolsillos del jean—. Pero recuerda que no entraremos a la habitación del otro jamás.

—No pensaba hacerlo.

Aquella noche, durmió sola en el penthouse, con el cabello recién lavado y una vieja camiseta para dormir, manchada de pintura desde hacía años.

No sentía que nada le perteneciera, pese a ser consciente de que, a partir de ese día, aquella sería su nueva casa: al meterse en la ducha, tuvo miedo de abrir el grifo o de usar el gel corporal por la novedad de la habitación. Más bien, le daba la impresión de que aquella era la casa de alguien más y ella solo se quedaría unos días para cuidarla.

Por eso, no se atrevió a tocar el frigorífico ni a salir a la terraza, ni mucho menos entrar al supuesto dormitorio de Kourt, aunque aún no estuviera preparado.

Hasta el último de tus latidosWhere stories live. Discover now