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Nunca antes se había sentido Lillian tan culpable.

Por muy complicada que le resultara la actitud de Kourt, si el tipo necesitaba una transfusión de emergencia y ella no tenía la salud suficiente como para ayudarlo, habría violado todas las cláusulas del contrato con un solo fallo.

Ninguno de los dos sabía cuándo latiría su corazón por última vez, pero cualquier estrés lo suficientemente prolongado podría acortar ese espacio de tiempo con el que contaban.

—¿Qué hospital? —le preguntó a Urijah después de que Kourt saliera, ya cuando consiguió ponerse de pie, tirar de la cadena y abandonar el baño sin que él la viera.

—Los Pruett siempre van al mismo.

—Entonces iré también.

Que se hubieran peleado no significaba que lo dejaría morirse solo en una sala de urgencias.

Una vez confirmó que se trataba del mismo hospital privado donde le habían realizado la primera transfusión gracias a ella, entró a su dormitorio a la máxima velocidad que sus piernas temblorosas le permitían, cambió el pantalón blanco de pijama por un jean y agarró su bolsito de ganchillo.

Pronto anochecería y las temperaturas bajarían. Incluso podría llover. Por eso, no dudó en llevarse también un cárdigan rosa, aunque no combinase con la vieja camiseta que usaba para dormir.

No le costó conseguir un taxi que la llevara al hospital: paraban en la esquina de la siguiente calle, por lo que esperaba no llegar demasiado tarde, aunque tardara más que el auto negro de Kourt.

De noche, Brooklyn se iluminaba. El amarillo de los taxis refulgía en los charcos de la carretera; los semáforos lanzaban destellos rojos y verdes que se recortaban contra el oscuro cielo, y miles de luces se encendían en las oficinas de los rascacielos. Algún día, si ahorraba suficiente dinero, se escaparía del penthouse para pasar la noche en un hotel lujoso, rodeada de mármol negro e iluminación dorada. Quizás entonces aprendería a disfrutar de lo que podía permitirse al vivir con Kourt.

Al pensar en él, se le aceleró el corazón sin querer.

Tendría que disculparse, aunque no quisiera, porque su corazón corría peligro por su culpa. Incluso se juró que comería lo que le sirvieran sin quejarse, que no volvería a sufrir un atracón en su vida y se tomaría sin protestar las vitaminas que Kourt le compraba.

Se esforzaría para cumplirlo.

Como ya había estado allí, conocía el procedimiento: entró con la vista fija en la recepción y, sin importarle si el viento de septiembre le había desordenado el cabello o no, lo primero que mencionó al detenerse frente al mostrador fue el apellido Pruett.

—Debe de llevar aquí unos quince o veinte minutos.

O menos, si el tráfico le había impedido alcanzar el hospital con antelación.

Sin embargo, aunque la recepcionista comprobó los últimos informes, tanto en la base de datos como en los documentos entregados, le repitió que Kourt Pruett no se encontraba ingresado.

—La única Pruett hospitalizada ahora mismo es Deborah Pruett.

Su madre.

Lillian dejó escapar un suspiro de alivio que, al instante, se transformó en un jadeo de preocupación.

—¿Por qué? ¿Puedo verla?

Solo un familiar tenía permitido acompañarla, por lo que Lillian tuvo que convencer a la recepcionista de que Kourt, si estaba con su madre, saldría en cuanto ella entrara.

Hasta el último de tus latidosWhere stories live. Discover now