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Desde que era un niño, sabía que había algo fallando dentro de él, pero nunca lo dijo. Siempre creyó que todos se sentían igual, que también se quedaban sin aire cuando corrían hasta el punto de no poder respirar, que les dolía el pecho o les costaba coagular cuando sangraban.

Pero después del intento de suicidio, descubrió que no era normal. No era normal que se fatigara tanto, que no durmiese por asfixiarse, que sufriera arritmias, igual que tampoco era normal que su hermana tuviera ataques de ansiedad tan fuertes que le provocaban tics nerviosos. La diferencia fue que sus padres prestaron atención a la terapia psicológica de su hermana pero se negaron a solucionar la anemia de él.

—Hay otros tratamientos. Existe la medicina alternativa. Ora. Oraremos para que sanes.

Pero nunca sanó; antes bien, se sentía peor conforme el tiempo pasaba. Y quizá cometió el peor error de su vida al decidir acudir al hospital, sabiendo que ponía en riesgo todas sus relaciones, pero creía estar mentalizado para el rechazo, para el silencio y las miradas frías.

A lo largo de un tiempo, lo toleró. Sabía que pasaría, y lo esperaba de algunas personas, pero cuando su hermana, a la que siempre había apoyado, dejó de dirigirle la palabra un día, sin previo aviso, se dio cuenta de que verdaderamente dolía.

Y el golpe más duro fue el desprecio de su propio padre. Sabía que esperaba mucho más de él, y aunque su madre siempre se quedó a su lado, tratando de sostenerlo sin involucrarse en ninguna de sus decisiones, jamás pudo darle una razón lo suficientemente buena como para que Kourt entendiera por qué.

Durante cinco años, pensó que, por lo menos, existía una forma de seguirse viendo, a pesar de que no hablasen. Así, los dos sabrían cómo estaba el otro sin preguntar. Hasta que cometió el peor pecado de todos, y fue enamorarse de alguien que nunca lo juzgaría.

Y ahora entendía lo que realmente significaba perderlo todo, incluyendo la poca cordura que le quedaba.

Había sufrido crisis asmáticas, pero supo lo que era un ataque de pánico cuando, dos días después, poco después de haber llegado a la oficina, Kenneth entró, temprano por la mañana, y en voz baja le dijo que mantuviese la calma.

—¿Qué pasa?

—Están considerando tu desempeño y... Bueno, puede que te llamen. Pronto.

—¿Para qué?

No había hecho mal su trabajo.

A veces tardaba en llegar a una conclusión con los clientes a los que defendía, pero había ganado varios juicios, tanto largos como cortos, e incluso recurría a la prensa en ocasiones para recibir apoyo ciudadano. No podían quejarse de que hubiese sido un mal abogado, aun sin tener más estudios que un curso en Derechos Humanos.

—Creo que tu padre ya lo sabe. 

Si le quedaba algún rastro de sospecha, ya se le había resuelto. Y si su madre había creído en él, ahora no respondería sus mensajes.

Por eso Amelie no había contestado el teléfono. Por eso no había visto sus mensajes. Por eso su madre no le había llamado. Por eso había sentido la indiferencia al atravesar el pasillo.

Al sentir cómo se le disparaba el ritmo cardiaco, le preguntó a Kenneth si podía entrar primero al cuarto de almacenaje, y en cuanto obtuvo un sí, salió al pasillo, directo al pequeño trastero donde se almacenaban cajas, archiveros rotos y equipo de limpieza, y sin molestarse en encender la luz, pegó la espalda a la puerta.

Y entonces llegó el ataque de pánico.

Jadeaba, incapaz de tomar el aire que necesitaba; una punzada le atravesó el pecho, empezó a acariciárselo para que dejara de doler. Ya sabía lo que iba a pasar. Resoplando, se obligó a sentarse en el suelo y, a toda velocidad, agarró una de las toallas blancas del carrito ante él para taparse la cara.

Hasta el último de tus latidosWhere stories live. Discover now