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A las tres menos veinte de la mañana, Lillian se despertó. Hacía meses que su cuerpo se había acostumbrado a sufrir atracones a esa hora, pero no siempre contaba con comida cerca de ella que devorar por ansiedad.

Como en aquella ocasión.

A pesar de la oscuridad, distinguió entre las sombras a Kourt en el sofá frente a ella. Se había quedado dormido con la misma ropa puesta, medio recostado contra el respaldo, aunque las largas piernas se le deslizaban conforme su cuerpo resbalaba. Ni siquiera había sacado la manta totalmente del empaque en el que se la entregaron los enfermeros, tal vez debido al cansancio.

Cenaron a las nueve: él le había comprado un sándwich y un jugo en la cafetería, y permaneció sentado en el sillón junto a la camilla, acariciando el dorso de Lillian con su pulgar, hasta que una enfermera entró a tomar sus signos vitales. Y en algún momento debió dormirse, porque no recordaba cuándo se había separado él de ella.

—Kourt.

Escuchaba su respiración.

Quizás era una terrible idea despertarle, en especial si le costaba dormirse porque la idea de dejar de respirar o de tener un ataque al corazón le robaba el sueño, pero su estómago daba vueltas por culpa del hambre.

Otra vez lo llamó, un poco más alto, y casi al mismo tiempo, él enderezó el cuello, alarmado.

—¿Qué pasa? ¿Estás bien?

—Tengo hambre.

Kourt se frotó la cara. Apartó la manta, que crujió por la electricidad, para agarrar su teléfono y comprobar la hora. Al ver la luz de la pantalla, Lillian rezó para que no la ignorase por ser de madrugada.

El chico tragó para humedecerse la garganta.

—Creo que te traen el desayuno entre las ocho y las nueve —murmuró, ronco, y ella hizo una mueca.

—Pero falta mucho para eso —se quejó—. Tengo hambre de verdad.

Aún semidormido, él hizo el esfuerzo de ponerse de pie. Resopló, sin oxígeno en los pulmones, y se revolvió el cabello rubio. Arrastraba los pies hacia la camilla, demasiado cansado como para alzarlos.

—¿No es ansiedad?

Apenas podía abrir los ojos, pero Lillian, que contempló su camisa por primera vez arrugada, pudo enfocarse en sus labios entreabiertos antes de sostenerle la mirada.

—De todos modos no se me quitará hasta que coma algo —admitió en un murmullo.

—Se irá si esperas —repuso él con suavidad—. Tu cuerpo se acostumbrará al horario que le pongas y no creo que sea buena idea...

—¿En serio me vas a regañar?

Y Kourt rodó los ojos.

—Como quieras —soltó al fin, y se alejó de la camilla.

Una mitad de él estaba convencida de que, si se tardaba el tiempo suficiente, Lillian volvería a dormirse y su cuerpo olvidaría el hambre hasta que despertara al amanecer; su otra mitad, sin embargo, como si se hubiera grabado la voz de Kenneth en un disco que se reproducía en bucle en su cabeza, le recordaba no ser demasiado duro con ella.

Al final de cuentas, no tenía ni idea de la lucha que suponía para Lillian contar únicamente con él.

Regresó al cabo de media hora; guardaba barritas de cereal en el coche, pero se quedó un par de minutos en el asiento del conductor, tratando de no dormirse mientras meditaba cómo le explicaría que lo hacía por su bien.

Hasta el último de tus latidosWhere stories live. Discover now