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Existían dos razones por las que Lillian no había renunciado a la cafetería del campus: la primera, porque el trabajo sería su excusa para salir de la casa donde viviría con Kourt cuando se casaran; la segunda, y más importante, porque así contaba con dinero propio que gastarse en lo que quisiera.

Por tanto, aunque no intercambiara más de las palabras necesarias con sus compañeras de trabajo, prefería pasar la mañana del domingo en la inmensa cafetería que en su cuarto, aburrida, pensando en qué comer después.

Era la una y diez de la tarde. Estaba rellenando de macarrones con queso la enorme bandeja de la que los estudiantes se servían cuando una figura hizo sombra frente a ella.

—En cinco minutos es tu descanso, ¿verdad?

Tobias Halacy.

Aunque al principio la desconcertó verlo en una sudadera con las letras griegas de su fraternidad y jeans, pues estaba acostumbrada a su bata blanca, tardó menos de seis segundos en reconocer su cabello negro y los lentes que se empujaba sobre el puente nasal cada vez que se ponía nervioso.

Lillian largó un profundo suspiro al asentir.

—¿Quieres comer conmigo o todavía no me has perdonado?

La chica, que se pasó el dorso por la frente, encogió un hombro.

—Supongo que hiciste lo mejor.

—No lo creo, considerando que te casas en una semana.

—Eso no es tu culpa. Yo lo decidí —se resignó; estaba cansada, pues no había desayunado más que un café negro y una manzana a las seis de la mañana—. Hoy le hacen una transfusión a Kourt.

—¿Vais juntos?

—A su hospital de ricos —masculló sin ganas—, aunque preferiría mil veces ir a la clínica.

—Intenta sugerírselo. Tal vez acepte.

Kourt nunca aceptaría nada de ella: Lillian lo sabía.

En el interior de la inmensa cocina, entre ollas gigantes y freidoras chisporroteantes, se deshizo de su gorro desechable y de los guantes, y salió por la puerta de servicio.

El comedor cerraría en treinta minutos, por lo que apenas quedaban estudiantes alrededor de las mesas: durante el verano, solo permanecían en el campus los que trabajaban y, a veces, los que también tomaban clases en línea.

Mientras que Tobias se había servido un plato completo, Lillian se acercó a la mesa con una taza de café negro. Odiaba el sabor, pero se obligaba a beberlo porque el calor la mantenía llena.

—¿Todavía quieres que vaya a tu boda?

Lillian, que había apoyado la mejilla en su puño, clavado el codo en la mesa, se encogió de hombros.

—Sí, si tú quieres.

Con cuidado, Lillian sorbió de su taza.

No habría nadie más conocido en la ceremonia: por eso, no avisó ni a su suegra ni a Kourt de que Tobias asistiría. Se sentía mejor sabiendo que nadie echaría al único amigo que tenía de la habitación donde se casarían.

Se había visto obligada a pasarle el número de teléfono de su padre a la señora Pruett, uno que tenía bloqueado desde hacía casi cuatro años. No le interesaba recibir su aprobación. Más bien, estaba convencida de que, si intentaba contactarla, sería para decirle algo parecido a "como tú no me apoyaste en mi segundo matrimonio, tampoco voy a apoyar yo el tuyo".

Había tenido que avisarles tanto a Bethany como a Jodi que esa semana se mudaría y ya no pagaría alquiler a partir de septiembre; esa misma noche, Bethany se sentó a repasar facturas, y le presentó una hoja de Excel a Lillian con los números que debía.

Hasta el último de tus latidosWhere stories live. Discover now