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Era de madrugada cuando Lillian abrió los ojos y, al estirar el brazo, descubrió que el lado de la cama de Kourt estaba vacío. Y al notar el frío, se levantó como impulsada por un muelle.

No se había despertado por sentir el peso de él alzarse del colchón, sino porque alcanzó a escuchar las arcadas en el pasillo; luego, la puerta del baño se abrió de un empujón.

Aquel día, Kourt recibiría su última radiación. Después de algunas sesiones, se sentía bien, e incluso tenía ganas de comer, pero las últimas tres habían dejado secuelas que pagaba durante la madrugada. Esos días, apenas comía, y aunque le decía a Lillian que no tenía hambre, en realidad las náuseas no se lo permitían. Lillian, que imaginaba que no quería preocuparla, no insinuaba nada, sino que le llevaba galletas saladas, yogur o gelatina, e incluso pudding, al trabajo, porque eran las pocas cosas que no empeoraban su malestar.

Pero no fue hasta esa noche, cuando con sus propios ojos lo vio vomitar, que entendió lo que él sentía cada vez que descubría que ella había vuelto a purgarse.

—¿Estás bien?

Tocó suavemente antes de presionar la puerta, justo cuando Kourt se arrastraba contra la pared, de rodillas, para recargarse y recuperar el aliento.

Vio entrar a Lillian, con su camiseta blanca puesta y el inhalador en una mano, y se odió por haber tenido que recurrir a ese baño. De haberse ido al de su dormitorio, al fondo del pasillo, ella no le habría escuchado.

—Sí.

—¿Es por el tratamiento?

Kourt asintió varias veces.

—Vete a dormir, Lilly —murmuró—. No te preocupes.

—No puedo dormir sin ti.

Sin fuerzas, él rodó los ojos a medias.

—Lo has hecho veintiún años.

—Ya no quiero hacerlo.

Y a pesar de que no era lo que Lillian esperaba, lo vio sonreír delicadamente.

—De verdad, estoy bien —murmuró.

Quería estarlo cuanto antes. Eran casi las cuatro de la mañana y apenas dormirían, y él no solo tendría que presentarse a trabajar en un nuevo caso, sino que también recibiría su última radioterapia. Y la idea de pasar allí sentado más de diez minutos le estresaba. Necesitaba juntar fuerzas, ponerse en pie, tomar aire...

—No te preocupes. Tenemos todo el tiempo del mundo.

Lillian se cruzó de piernas a su lado y, antes de que Kourt pudiera negarse, enredó el brazo alrededor del suyo. Kourt cerró los ojos.

No podía rendirse. No en ese momento. Debía mantenerse erguido, no jadear, ni quejarse del dolor de espalda por forzarla al vomitar.

Durante largos y tensos minutos, mientras se concentraba en inhalar y exhalar pausadamente, guardó silencio, perdido en sus pensamientos. Pero al cabo de un rato, cuando se disponía a abrir la boca para decirle que estaba listo para regresar, la oyó sorberse la nariz.

—Lilly...

—Lo siento, estoy triste.

Lloraba por él, porque ahora entendía lo frustrante que debía ser para Kourt intentar ayudarla sin conseguirlo.

—Hoy es la última —repitió, tragándose los quejidos—. No hay nada por lo que estar triste.

—Pero tú siempre me animas —murmuró—. Has hecho tanto por mí y yo... Yo ni siquiera sé cómo estar ahí para ti.

Hasta el último de tus latidosWhere stories live. Discover now