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Al domingo siguiente, Lillian no regresó al hospital hasta las seis. Durante la semana, había estado pendiente de que Kourt pudiese respirar con normalidad y no se sintiera peor, pues incluso el médico dijo que los efectos secundarios del trasplante solían ser leves, y hasta ese día, lo único que había oído de él era que estaba aburrido.

Por eso, ella acababa cruzada de piernas en el sofá y Kourt, a su lado, leía sus apuntes antes de ayudarla a resolver cualquier tarea que Lillian tuviese que subir al portal universitario. Hasta que llegó el domingo y, considerando que en su último ensayo de Historia había obtenido una C, le avisó a Kourt que, después de su turno de trabajo, pasaría la tarde en la biblioteca.

—Comerás, ¿verdad? —le preguntó él antes de que se fuera, y Lillian asintió.

—Y estaré aquí para cenar contigo.

Su cuerpo dudó antes de separarse de Kourt. Él la miró a los ojos, a la espera de alguna acción más, y al final Lillian se inclinó a besarle la frente antes de desaparecer a toda velocidad, recurriendo a la escalerilla al otro lado de la puerta del pasillo.

Aunque el muchacho ya había recuperado las fuerzas para estar de pie y sentarse en el mismo sofá que Lillian, comer con ella e incluso ducharse por sí mismo, todavía no le quitarían el CVC, lo cual le dificultaba dormir. Tampoco soltaba su inhalador. Y si hubiera podido irse a su casa, lo habría hecho.

Allí no sentía que tuviera el control sobre nada, sino que se había visto en la obligación de confiar en que Lillian prepararía su propia comida y se encargaría de llevar y traer ropa. Y a pesar de que relegar nunca había sido una de sus virtudes, cada vez que comenzaba a estresarse, se callaba, porque ya sabía lo que diría Lillian:

—¿Puedes confiar en mí? Sé lo que estoy haciendo.

Era mentira: Lillian no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. No sabía cuidar de otra persona, porque nunca había tenido a nadie de quién cuidar, y Kourt podía convertirse en un ser tan reacio y amargado que la hacía dudar de sus propias capacidades.

Por tanto, fingía seguridad porque no quería que él notara que le preocupaba hacerlo mal.

Lo que Lillian no sabía era que Kourt se sentía exactamente igual. También tenía miedo, y odiaba estar solo, y la ansiedad le estrujaba los pulmones cuando alguien más se encargaba de lo que él quería manejar. Y en cuanto supo que Lillian no estaría ese día con él, avisó a Kenneth, que no tardó en presentarse allí.

—Me dieron todo tu trabajo —le explicó mientras cerraba la puerta tras de sí—. No sabía que hacías tantas cosas.

Kourt no dijo nada.

Estaba sentado a la orilla de la camilla, con una sudadera verde oscura en la que se leía el nombre de la mascota universitaria en letras amarillas. Lillian se la había regalado hacía unos días porque, según dijo, habían ganado el campeonato nacional de fútbol.

—¿Cuándo fue? —había preguntado él, pero Lillian se encogió de hombros.

—Me lo perdí —dijo, encogiéndose de hombros—, pero no pasa nada. No quería ir de todos modos.

No sin él, pero no lo añadió, sino que repuso que Tobias le había dicho que el partido no se vivió con la intensidad del año pasado. A Lillian no le importó si era verdad o lo decía para hacerla sentir mejor: en realidad, lo que había echado de menos eran las cajitas con hamburguesas que regalaban la noche del partido. Lo compensó el sábado, cuando saliendo del trabajo, le compró aquella sudadera a Kourt porque, aunque Brooklyn ya hubiese entrado en las suaves temperaturas de primavera, el pasillo del hospital seguía tan helado como un congelador.

Hasta el último de tus latidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora