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El viernes, Lillian le envió a Kourt el corte de su tarjeta de crédito y, unos cinco minutos después, recibió una captura de pantalla de la primera transferencia. Un cuarto de su préstamo había sido cubierto. Y cuando Lillian vio los números en la pantalla, sobre los datos bancarios del chico, el asfixiante peso que antes le aplastaba los hombros comenzó a elevarse.

Quizá no era tan mala idea, después de todo, si alguien que detestaba cancelaba sus deudas.

Le recordó que necesitaba enviar un estado de cuenta y, a cambio, él le exigió que seleccionase las clases en línea.

Aunque no quería, Lillian se vio obligada a obedecer: no sabía qué le depararía aquel año, pero, por lo pronto, se imaginaba que pasaría el día encerrada en un apartamento, estudiando y realizando proyectos, excepto los fines de semana, cuando trabajaba en la cafetería del campus. No había renunciado aún porque sería una de las pocas cosas que podría seguir controlando.

Preferiría soportar a sus compañeras que soportar a Kourt todos los días.

Cruzada de piernas sobre su cama, con una caja de chocolates negros entre las manos, desvió la mirada hacia la ventana: en cualquier momento, el auto negro de Kourt bajaría la calle en dirección a su apartamento y, como odiaría que tocase el timbre, estaba atenta para salir a toda velocidad del edificio. 

Si Bethany o Jodi veían el coche, pensarían que en realidad era millonaria y solo les debía dinero por tacaña. O por el contrario, supondrían que se había buscado un novio con el dinero suficiente para rescatarla de la miseria.

Y si bien no le importaba que la juzgaran, odiaría que le reclamaran una explicación.

Demasiadas veces les había tomado cantidades prestadas sin saber por cierto cuándo podría devolverlas, así que se propuso que ninguna de sus compañeras supiera jamás de la existencia del chico.

Por fin apareció el auto, con las luces delanteras encendidas, y la muchacha casi brincó de su cama: agarró su bolsito de ganchillo, apartó la caja en la que quedaban tres chocolates envueltos y salió de la casa sin pasar por la cocina.

Kourt no se había movido de su asiento.

Estaba escribiéndole un mensaje para avisarle de que había llegado cuando vio el portal abrirse y a Lillian salir, con un vestido floreado que transparentaba los huesos de su clavícula y un cárdigan beige en una mano. Por mucho que intentó peinarse, sus puntas castañas seguían abiertas, a ras de los hombros; se apartó el flequillo de las cejas, aunque volvió a tapárselas, antes de dejarse caer en el asiento de copiloto.

—¿Tanta prisa tenías?

Más bien, no podía esperar a terminar con aquel día, pero no lo dijo en voz alta.

Era más fácil comunicarse con Kourt a través de mensajes que en persona. Ver su expresión amarga, los labios fruncidos y la frente arrugada, como si viviera asqueado las veinticuatro horas del día, le estrujaba los pulmones al punto de provocarle ganas de llorar.

Kourt la intimidaba.

Solo había tenido una relación en su vida que no duró más de un año. Estaba en primero de carrera y en su peor etapa mental y física: restringía demasiados alimentos y esperaba al fin de semana para perder el control sobre la comida. El que entonces era su novio, Bricen, no lo sabía, así que, una mañana, durante el descanso laboral de Lillian, se sentaron juntos a desayunar en la cafetería y, al ver él su taza de chocolate caliente, soltó: "¿Eso vas a desayunar?"

A partir de ese momento, Lillian entendió que ni ella misma, ni otra mujer, la juzgaría tan duramente como un hombre.

—Aquí está mi información.

Hasta el último de tus latidosWhere stories live. Discover now