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—El lunes le harán el trasplante a Kourt.

—¿Estás nerviosa?

Lillian miró a Tobias.

Estaba cruzada de piernas en uno de los sofás verdosos de la sala de espera, luchando por ignorar los timbres de teléfonos de las recepciones y los ruidos metálicos de los carritos de limpieza al pasar.

Había dejado a Kourt durmiendo en el cuarto, porque otra vez la dosis de quimioterapia había sido demasiado alta, y apenas podía moverse sin sentir que el mundo se le desplomaba sobre los huesos, mientras que ella llevaba cuarenta minutos leyendo el mismo párrafo de su libro de Ciencias de la Religión sin memorizar ni una palabra.

—¿Está mal decir que sí?

Fija la vista en su enorme libro de alguna asignatura de enfermería, Tobias negó.

—Estaría mal que no lo estuvieras.

—Le quiero.

Por fin el chico alzó la vista hacia ella, y en lugar de resentimiento o enojo, halló dolor. Preocupación. Pesar.

Pero no se apresuraría en las palabras: bajó el subrayador naranja con el que iluminaba las preguntas más importantes del examen y se empujó las gafas sobre el puente nasal.

—¿Y por qué te obligas a lo contrario?

—No quiero que gane —masculló ella en voz baja—. Él se equivocó, él me usó. No debería ser yo la que ceda y haga todo para que esto funcione.

—Si Kourt no sabe que quieres que funcione...

—Es que no quiero que funcione. Odio querer que funcione. Hace lo que le da la gana conmigo, no me dice la verdad hasta que la descubro y... no le importo en lo más mínimo, Tobias. Si es capaz de engañarme así, ¿cómo sé que no lo hará con cualquier tipo de cosas?

Y Tobias no supo qué responderle.

Por más que Lillian repitiera que le odiaba, que no le interesaba él ni su salud, los dos sabían que mentía. No podía evitarlo: lo guiaba a respirar profundamente cuando Kourt confesaba que quería vomitar, lo ayudaba a bañarse y a caminar por el dormitorio o el pasillo, si se lo permitían, y le escribía los fines de semana para preguntarle cómo se sentía mientras ella trabajaba.

Si hubiera sido más fuerte, y pensara primero en ella, no se habría quedado.

Pero aquel mismo martes, en lugar de ignorarle, se había levantado de un salto del sofá en cuanto oyó a Kourt toser.

Eran las cinco de la mañana, pero Lillian, sin saber si soñaba o estaba despierta, corrió a agarrar su inhalador y dárselo. Y cuando Kourt lo agitó para llevárselo a la boca, aún tiritando e inflando el pecho salvajemente, bajó la baranda de la camilla para tomarlo de un brazo y ayudarlo a incorporarse.

—Respira, por favor. ¿Quieres que llame a un enfermero?

—No puedo, Lilly. No puedo.

Estaba tan abrumado que se le inundaron los ojos de lágrimas.

—¿Qué no puedes?

—No puedo con todo esto.

Era demasiado.

El mundo se le estaba cerrando ante sus propios ojos: los medicamentos dolían, la sensación del CVC en el pecho lo asfixiaba, detestaba dormir porque se sentía enredado, y le daba pánico tirar de alguno de los tubos y arrancarlo. Sus miedos se habían infiltrado en su subconsciente para atacarlo con pesadillas en las que pesaba diecisiete kilos, y se le caía el cabello, no volvía a comer en su vida, y dependía de una máquina de oxígeno, y Lillian se iba.

Hasta el último de tus latidosWhere stories live. Discover now