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No eran las vacaciones de Pascua que había imaginado. De hecho, ese fin de semana distaba mucho de ser los cuatro días que había visualizado al lado de Kourt, ayudándolo a comer y a bañarse, y acariciándole el cabello para que se durmiera, aunque lo hizo.

Después de evitarlo una tarde entera y de mala gana instalarse en el cuarto de hospital donde él se quedaría, Lillian no volvió a mencionar el tema. Ahora que el trasplante era una decisión tomada, cuando Kourt le preguntó al doctor que lo atendería si podía saber quién era su donante, este le dijo que su esposa se había ofrecido a donar su médula ósea.

Y tan pronto como Kourt la vio entrar al cuarto a cambiar sus libros, pues pasaba la mayor parte del tiempo estudiando en la sala de espera, frunció el ceño.

—No tenías que donarme nada.

Lillian puso los ojos en blanco.

—Jamás dejará de sorprenderme lo orgulloso que eres.

—No es orgullo. Es no querer deberte nada.

—Tampoco quiero deberte nada, Kourt.

Y volvían a caer en la misma encrucijada, donde ella tenía miedo de que él la chantajeara y él se culpaba por haberle infundido esa actitud.

De hecho, ya no sabía cómo dirigirse a ella. Al principio, creyó que la solución sería mostrarse tan reacio y antipático como antes, para de algún modo equiparar la actitud de Lillian, pero al día siguiente cambió de parecer. No la recuperaría dándole la razón.

Lillian ni siquiera lo estaba intentando. Una mitad de ella le gritaba que lo abandonara una noche sin previo aviso y lo bloqueara de todas partes, y la otra le insistía que hiciera de sus últimos meses con él la miseria más grande que Kourt hubiese vivido: vaciaría sus tarjetas de crédito, saldría con alguien más mientras aún estuvieran casados y escondería las llaves del auto.

Pero no actuaba sus pensamientos porque era consciente de que se haría más daño a sí misma que a él si llevaba esas ideas a cabo.

Antes de la hora del almuerzo, una enfermera entró a la habitación de Kourt para entregarle a Lillian toallas y un apósito impermeable para el CVC. Le explicó cómo Kourt debía bañarse, a la hora que él prefiriese, y mientras Lillian dejaba las toallas en el baño y estudiaba cómo lo convencería de entrar, tocaron a la puerta otra vez.

—¿Podemos hablar?

Tobias Halacy, con sus uñas pintadas de negro y sus lentes, metido en una sudadera azul, la esperaba al otro lado, contemplándola con tantas ansias que Lillian, tras echarle un rápido vistazo a Kourt, salió al pasillo para cerrar tras de sí.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Quería disculparme —murmuró el chico— por haber usado tu sangre para el examen de ALH. Debí avisarte.

Antes de responder, Lillian lo recorrió con la mirada, y se detuvo sin querer en la caja que sostenía entre sus manos. Traía pizza y, por muy molesta que Lillian estuviera, no negaría que era la comida perfecta para aplacar su ira. Así que regresó a sus ojos.

—¿Es tu ofrenda de paz?

Tobias hizo amago de sonreír, pero se contuvo.

—¿La aceptas?

—Sí. Pero sigo enojada.

A pesar de que el cielo estaba nublado, Lillian lo guió a la terraza del hospital, para sentarse juntos en uno de los bancos rojizos y comer, contemplando los altísimos edificios negros de Brooklyn. Fue una de las primeras veces que Tobias la vio comer sin prisa, ni ansiedad, ni preocupada por si alguien la observaba.

Hasta el último de tus latidosDove le storie prendono vita. Scoprilo ora