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—¿Planear la boda?

La idea que Lillian se había hecho de aquella boda falsa era una sencilla y rápida firma en el Registro Civil, sin invitados ni familiares de por medio, pero Kourt, en cambio, parecía haber urdido un plan mucho más complejo que ella.

En cuanto hubieron acabado de comerse los pasteles, Kourt alzó la mano y pidió la cuenta.

—Pero... yo creí...

—Mis padres quieren una boda religiosa. Si podemos casarnos en un mes o dos...

—La fecha de corte de mi préstamo debería estar más cerca que la fecha de la boda.

Él gruñó con fastidio. Sacó la tarjeta de crédito de su cartera y, sin quitar la vista de Lillian, la deslizó sobre la pantalla de la terminal que la mesera había acercado.

—Mándame las facturas. Pagaré la mitad antes del viernes.

Escéptica, Lillian acomodó los papeles sobre su regazo.

—¿Me juras que no te debo nada?

—Debes una firma el día de nuestra boda —repitió, y con brusquedad volvió a guardar la tarjeta en la billetera—. Yo me encargaré de todo, así que no tienes de qué preocuparte.

Lillian frunció el ceño.

—¿Qué es todo?

—Del apartamento, los anillos, los...

—Creía que tenías tu propio apartamento.

Kourt inclinó la cabeza. Aunque no había querido admitir que llevaba toda la vida bajo el techo de sus padres, en ese momento se encogió de hombros.

—Estaba esperando a casarme para mudarme —espetó—. Tienes suerte de que te haya elegido para venir conmigo.

Lillian no contestó: él ya se había puesto de pie, remetiendo la camisa, y fue entonces cuando ella recorrió sus largas piernas con la vista hasta los brazos. Estaba tan delgado que las venas azuladas sobresalían en los dorsos de sus manos y desaparecían bajo las mangas.

—¿Qué miras tanto?

—Perdón —susurró a toda velocidad—. No quería...

—Si no vienes conmigo, tendrás que pedir un taxi —le resumió, abrupto—, así que decide o volveré tarde al trabajo.

—¿Sabías que puedo aceptar sin que me amenaces?

De mala gana, Lillian se levantó para cruzarse de nuevo el bolso sobre el pecho y, con la carpeta amarilla entre las manos, siguió a Kourt hasta la salida. Él no se molestó en sujetar la puerta, por lo que la chica tuvo que detenerla con una mano antes de que se le estampara contra la nariz y se la rompiera.

No dijo nada ni aun cuando se subió al resplandeciente auto del año Kourt Pruett. El interior aún olía a nuevo y a coco, como él, aunque Lillian no lo notó hasta que se hubo sentado de copiloto. Habría apostado cualquier cosa a que aspiraba ese coche todos los días, sin excepción, y abrillantaba las puertas, porque ella jamás se había subido en un vehículo que no tuviese ni una mota de polvo.

Sin mirarla, Kourt le ordenó que se abrochase el cinturón de seguridad, aunque ella planeaba hacerlo de todos modos. Después, le pidió la dirección de su apartamento.

—Ninguno de mis padres espera que me case —le recordó él durante el trayecto—, así que no sé cómo reaccionen.

—¿No sería más fácil si buscaras a una testigo?

Kourt no respondió de inmediato. Primero se humedeció los labios; luego, desvió la mirada por la ventanilla, asegurándose de que tenía suficiente espacio como para incorporarse al tráfico del carril izquierdo.

Hasta el último de tus latidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora