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Cuando Kourt salió de su dormitorio al día siguiente, se encontró a Lillian en la sala, acurrucada contra uno de los brazos del sofá y con un libro de la escuela contra las piernas, aunque no alcanzó a reconocer cuál. No eran aún las ocho de la mañana, pero ya estaba repasando para su parcial de aquel día.

—¿Has desayunado?

Lillian giró la cabeza hacia él.

Como siempre que se marchaba a trabajar, Kourt llevaba puesta una camisa negra, aunque en una de sus manos cargaba un jersey oscuro que seguramente se pondría después, en el coche; en la otra, sujetaba el portafolios impermeable, y para sorpresa de Lillian, su pequeña jirafita de ganchillo colgaba de una de las cremalleras, atada con un lazo negro.

—No tengo hambre —se atrevió a contestar ella, y él arqueó las cejas.

Se preguntó entonces si era el único que recordaba la conversación de la noche anterior o lo había soñado todo, porque Lillian parecía tan cohibida e insegura como siempre.

—¿No vas a desayunar? —repitió, perplejo, y soltó el portafolios contra la pared para dirigirse a la cocina—. No me refiero a ahora, sino a cuando tengas hambre.

—Entonces comeré cuando tenga hambre.

—Seguro.

Lillian se había incorporado en el sofá, pero como no alcanzaba a verle, tuvo que apartar el libro para ponerse de pie y seguirlo hasta la cocina. Confundida, lo contempló remangarse la camisa blanca, tras soltar el suéter sobre la única silla que había en la cocina, antes de abrir el frigorífico.

—¿Qué haces?

—Me da miedo irme al trabajo y que no comas en todo el día —explicó.

—No voy a hacer eso, Kourt.

—Solo quiero que tengas algo para desayunar —replicó él, volviéndose hacia ella, y Lillian replicó que podía pedírselo a Urijah—. Me dijo que nunca tienes hambre. Pero ya le encargué hacerte la comida. Y si no quieres comer sola, ven a la oficina. Sabes cuándo es mi descanso. Y me gusta que vengas a la oficina.

Lillian resopló.

No sabía que él estaba tratando con toda su alma no sonar autoritario, dado que no quería estresarla más, pero le costaba no dar órdenes tanto como a ella seguirlas. Cederle a alguien el control de su comida sería el paso más difícil que daría en su vida, si no imposible.

—No puedo, Kourt.

—Sí puedes.

—Voy a engordar.

Kourt resopló.

—Lo dices como si fuera algo malo —repuso— en lugar de algo que necesitas. No vas a ganar peso eternamente, si eso te preocupa.

—En serio no puedo controlarlo.

—Porque te asusta, pero cuando le pierdas el miedo, podrás controlarlo. —Y al verla rendir los hombros, sin ganas, él hizo una mueca—. Sé que no te gusta que te diga qué comer, pero confía en mí. Ya no tienes que preocuparte por la comida porque yo me preocuparé por ti.

Lillian lo vio desbloquear su teléfono, de pie ante los fogones de la cocina; no pensaba irse, pero Kourt, que no soportaba que lo vigilase, la miró de reojo antes de volverse hacia ella.

—¿Puedes irte a estudiar? Yo me encargo.

—Vas a llegar tarde.

—Llevo seis semanas trabajando en el mismo caso y hoy pospusieron el juicio otra vez. No creo que nadie me llame a primera hora de la mañana.

Hasta el último de tus latidosWhere stories live. Discover now