Epílogo

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—¿Todavía tienes miedo?

—Un poco menos.

Despacio, Lillian entrelazó sus dedos con los de Kourt, sobre el jean desteñido del chico. Lo único que tenían era el coche de Kourt, que no se destartalaría a medio camino desde Nueva York a Erie. Parándose a gastar parte de sus ahorros en comida y dormirse en moteles, tardaron más de siete horas en entrar a Pensilvania.

—¿Qué vamos a hacer? —había preguntado él.

—Empezar de cero.

—Pero no tenemos nada.

—Tenemos nuestros coches. Saldremos de la ciudad, encontraremos trabajo en donde sea.

—Pero... no tenemos suficiente para pagar una casa, Lilly. Y no quiero que vivas en un albergue.

—Va a ser difícil de todas maneras, Kourt. Pero sobreviviremos juntos.

Los pálidos ojos azules de él se clavaron en los de ella.

—¿No me odias por todo esto? —musitó—. Si yo no hubiera entrado en tu vida...

—No me importa qué hubiera pasado. Ya no podemos saberlo. Y no estoy enojada contigo.

Con suavidad, Lillian se encogió de hombros. En realidad, estaba tan acostumbrada a vivir de cheque en cheque, a dormir en su coche y a comer patatas hervidas y fideos instantáneos que no le importaba hacerlo ahora con Kourt.

La diferencia era que él nunca había vivido así antes.

—Ahorraremos —le dijo ella para tranquilizarlo— y en cuanto podamos, nos iremos del albergue.

Kourt apretó los labios.

—Siento haberte hecho esto.

Lillian se rio sin querer.

—Podrás compensármelo con una luna de miel de verdad. En el Cabo.

Si no era lo que Kourt había esperado, Lillian no había visto señal alguna de que le disgustara. Llenaron los contenedores de Lillian de sus cosas y los subieron al auto negro de Kourt, el que condujeron siete horas desde Brooklyn a Pensilvania.

Y de camino a Erie, durante el turno de manejar de Kourt, este le prometió que decorarían cualquier casa en la que vivieran por Navidad.

—Y adoptaremos un perrito.

—¿En serio?

Kourt miró a Lillian, aunque volvió los ojos a la carretera casi instantáneamente.

—¿No quieres?

—Siempre he querido uno.

—Yo también.

La vida en Erie era diferente a la de Nueva York, no sólo porque la ciudad era muchísimo más pequeña, sino porque habían iniciado de cero. No fue hasta la noche del día veintiséis, cuando Kourt llegó después de pasar todo el día trabajando en la estación de gasolina más cercana, con los jeans manchados y el cabello rubio revuelto, que se sentó frente a ella y la tomó de las manos antes de decirle que había visto algunas casas en alquiler.

—Cerca de la universidad —murmuró.

La tenue luz de la pequeña habitación, en la que dormían a oscuras, en colchones en el suelo, alumbraba lo suficiente para que ella pudiese ver que las mejillas de él estaban más sonrojadas que antes. 

Había recuperado el color, y sus iris resplandecían, como si ya no estuviese enfermo, ni nunca lo hubiese estado.

—Puedes encontrar un mejor trabajo que la tienda local —le insistió él—. Tienes tu título, has estudiado. Pregunta en un colegio.

Hasta el último de tus latidosWhere stories live. Discover now