29

1.2K 138 108
                                    

Los cables eléctricos se estrechaban de una calle a otra como líneas grabadas en el cielo negro. Contra las ventanillas, empezaban a estrellarse las primeras gotas de lluvia y, lentamente, las ocupadas carreteras cambiaban el bullicio de pisadas y bocinas de taxis por charcos en los que se reflejaban los letreros de neón y las luces delanteras de los coches.

Otra vez, Kourt le echó un vistazo a Lillian, que no había abierto la boca desde que salieron del hotel.

Ella había perdido la mirada por la ventanilla, ignorando el vaho que se había formado, porque en realidad estaba llorando. Y cuando él vio una lágrima gotear silenciosa de su barbilla, respiró hondo.

No sabía qué decirle. Tampoco sabía qué había molestado más a Lillian, por lo que prefirió callarse a adivinarlo. Más tarde llamaría a Amelie para pedirle una explicación. Ni siquiera él entendía a qué se debía, aunque empezaba a sospechar que Lillian tenía razón: dudar de ellos la empujaba a averiguar qué tan real era su relación.

Y sin previo aviso, aparcó el auto en una húmeda calle que Lillian tardó unos segundos en reconocer.

—¿Ya hemos llegado?

No era la zona en la que vivían. Kourt se desabrochó el cinturón de seguridad y quitó el seguro de las puertas.

—Sí —murmuró—. Quizá quieras entrar antes de que llueva.

—¿Dónde estamos?

—Estaba pensando en que quizá no te conozco tanto como me gustaría —musitó, mirándola a los ojos para evitar fijarse en los hilos de lágrimas en sus mejillas—. No sé si sea muy tarde para preguntarte si quieres tener una cita conmigo.

Lillian no contestó de inmediato. Apretó los labios, tratando de recordar en qué momento Kourt se había dejado afectar también por las palabras de Amelie, y al enfrentar sus ojos celestes, leyó en esa limpieza que estaba preparado para el rechazo.

Como había pensado que regresarían a casa y fingirían que nada había pasado, decidió encoger un hombro.

—Supongo.

Lo siguiente que supo fue que Kourt se había bajado del auto para rodearlo y abrirle la puerta antes de que ella se hubiese desabrochado el cinturón. Le ofreció una mano y ella se agarró a él con fuerza.

—¿Adónde vamos?

—A comer. Tengo hambre.

También Lillian, pero si le preguntaba, diría que no porque estaba enojada.

A pesar de que sintió las gotas de lluvia, cada vez más insistentes, golpear su abrigo, no valía la pena subirse la capucha si inmediatamente entrarían.

Kourt había aparcado a unos metros de una pastelería. Una campanita tintineó cuando tiró del agarre para abrirle la puerta a Lillian, que entró de brazos cruzados, todavía húmedos los ojos de llorar. De las tazas de café, se elevaba un rizo de vapor que la barista ignoraba mientras limpiaba el mostrador por quinta vez en su turno. Kourt se acercó primero a la caja, aislados del rumor de la lluvia, y Lillian lo siguió.

—Un latte y un chocolate caliente, por favor.

Lillian lo miró de reojo. Todavía le dolía el corazón pero ahora, al menos, lo sentía envuelto en cálidos vendajes.

Despacio, Kourt volteó hacia la chica, que apartó la mirada por la vergüenza de que viera sus labios enrojecidos.

—¿Dónde quieres sentarte?

Aunque Lillian se vio tentada a encogerse de hombros, distinguió a tiempo una mesa circular cerca de la ventana, oscurecida esta por una cortina de lluvia que empañaba el cristal.

Hasta el último de tus latidosWhere stories live. Discover now