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—¿Qué?

¿Casarse?  ¿Ella? Ni siquiera sabía quién era o de qué se conocían.

Parpadeó, insegura. ¿Le había entendido bien? Se señaló, todavía atónita, pero no le brotó la voz para repetir la pregunta. No obstante, Kourt pareció entender lo que la preocupaba, puesto que dio un paso al frente, tan descontento que volvió a pasarse la mano por el cabello, arrugada la frente.

—¿Estás loco?

—Sé que no nos conocemos, pero...

—No nos conocemos en lo absoluto.

—Apenas nos veremos de todos modos.

—¿De qué hablas? No tengo ni idea de quién eres.

La idea la aterraba. Cruzada de brazos, se giró, dispuesta a marcharse, cuando de repente él volvió a llamarla por su nombre:

—Sé de tus donaciones, Lillian.

Petrificada ante la puerta, Lillian detuvo su mano antes de rozar el pomo con las yemas. Voltear hacia él sonaba tan inseguro como permanecer de espaldas, porque entonces vería en su rostro que tenía miedo. La llamaba por su nombre como si la conociera, y no había nada que ella detestara más en ese momento.

Lo oyó avanzar dos pasos en su dirección.

—Y de tu hemoglobina baja y de lo que hacía tu amigo el enfermero para que pudieras donar plasma. Y nada de eso suena legal.

—¿Me estás amenazando?

Lillian había girado la cabeza hacia Kourt, muy lentamente, porque ni ella misma se creía lo que escuchaba.

¿Él lo sabía? ¿Tobias se lo había dicho? ¿Lo había amenazado a él también? ¿Qué tipo de persona tenía ante sí?

Kourt, sin embargo, no pareció inmutarse, sino que se mantuvo hierático, frunciendo los labios con esa amargura que la chica empezaba a reconocer.

—No, simplemente declaro lo que podría pasar. Y una irresponsabilidad de esa magnitud no implicaría solo una multa.

—No tengo para pagar una multa —repuso ella, a pesar de que le vibraba la voz—. Si quieres meterme en prisión, está bien. Ahí por lo menos no se paga nada. Pero con Tobias no te metas. Yo lo convencí. Él no tiene la culpa de nada.

Sus ojos picaban por las lágrimas. Se sentiría estúpida si lloraba ante él, pero la impotencia la obligaba.

Carecía de argumentos, de fortaleza para defenderse, de estabilidad en la voz. Nunca había sido una chica fuerte. Se rompía y lloraba, y optaba por esconderse cuando algo se salía de su control. Por eso, si no guardaba la compostura, Kourt tendría toda la ventaja para ganar aquel debate: ella saldría perdiendo, como de costumbre, y sintiéndose tan impotente y atrapada que no le quedaría más remedio que ceder.

—Estoy buscando un donante.

Lillian sacudió la cabeza.

—¿Por eso el chantaje? Hay montones de hospitales privados donde...

—Mi hospital es privado  —la interrumpió él, torciendo la boca con desprecio— y requiere un donante. ¿O crees que esa clínica sería mi primera opción? Nadie me ofrecía donantes comprometidos, hasta que tu amigo me dio tus datos.

—¿Qué te dijo Tobias?

—Que no tienes los mejores niveles de hemoglobina —contestó—, pero que harías cualquier cosa por dinero.

Perpleja, Lillian parpadeó.

Cualquier cosa no incluye casarme con un desconocido.

Kourt encogió los hombros, clavados los gélidos ojos azules en los marrones de ella. Había tenido tiempo suficiente de echarle otro vistazo igual de juzgador y despectivo que el anterior.

Hasta el último de tus latidosOnde histórias criam vida. Descubra agora