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—¿Cómo te fue en la prueba del vestido?

Lillian se encogió de hombros, a pesar de que Tobias no la veía. Cruzada de piernas sobre la cama, había pausado la predecible película romántica que veía en su laptop para responder la llamada del chico.

Eran las once menos cuarto de la noche, la hora a la que Tobias salía de trabajar, y Lillian acababa de recibir su pedido a domicilio: hamburguesa, refresco y patatas francesas. Probablemente se arrepentiría en cuando hubiese acabado de comer, porque era incapaz de detenerse a respirar mientras tragaba, hasta que la melodía de su teléfono la interrumpió.

—Horrible —confesó, y se recogió un mechón de cabello castaño tras la oreja—. Mi cuñada preferiría mil veces que Amelie fuera la novia, por lo visto. Pero Kourt lo está pagando, así que eso me hace sentir mejor.

—¿El vestido entraba en el trato?

—No, él quería pagarlo a plazos para demostrarle a su madre que proveería para mí el resto de su vida —respondió con cierto desdén—, lo cual los dos sabemos que no va a pasar. Los tres, si contamos contigo. Delante de ella, incluso juraría que me quiere. Pero en cuanto nos quedamos solos, le cambia la cara. Por eso, hice que me pagara la cena. Por su culpa casi muero hoy del estrés.

Kourt no la había acompañado a la prueba de vestidos. Por la ventana, Lillian nunca vio llegar el coche del chico, así que, cuando recibió un mensaje para decirle que bajara, se extrañó.

Fuera del edificio, en un auto plateado, la esperaba la señora Pruett. Y si hubiera sido ella solamente, se atrevería a decir que se habría sentido cómoda. Pero vio entonces a Savannah de copiloto y, en los asientos de atrás, a Amelie.

Y quiso morirse.

—Kourt está en la oficina —le avisó Amelie en cuanto Lillian se acomodó a su lado; había desbloqueado su teléfono casi a propósito para que la chica viera de soslayo que estaba sosteniendo una conversación con él en ese instante—. Saldrá tarde.

—Eso me dijo.

Era mentira, pero no permitiría que Amelie creyera que ella y Kourt no hablaban. Nadie debía descubrir que su matrimonio era falso, y a Lillian empezaba a darle la impresión de que Amelie sospechaba de la veracidad de su relación. Probablemente, dado que era su mejor amiga, estaría extrañada, o indignada, porque Kourt nunca le había escondido nada, mucho menos un asunto tan importante como una novia.

Después de agarrar otra patata frita, Lillian abrió la galería de su teléfono para enviarle a Tobias la foto del vestido que había elegido.

—¿Crees que me queda bien? —quiso saber.

—Creo que es perfecto.

Por la calma con la que lo dijo, Lillian supo que era honesto.

Sin darse cuenta de que había estado aguantando la respiración, dejó escapar un suspiro tan largo que los pulmones comenzaron a quemarle en el pecho. De hecho, habría llorado de alivio de no ser porque Tobias añadió que el diseño del escote, bordado en la pieza transparente que rodeaba su cuello y se ajustaba a sus hombros, parecía imitar las alas de un cisne.

—No creo que me ponga la diadema —admitió Lillian— porque es demasiado brillante para este vestido.

Quizá la habría usado con un vestido de princesa y no uno liviano con el que podría haberse casado en un granero en Erie, Pensilvania, entre caballos y decoraciones al estilo country, como soñaba de pequeña. De depender de ella, tejería una pequeña corona de lirios del valle.

—¿Kourt lo ha visto? —quiso saber el chico.

Lillian negó con un sonido gutural. Comía lo más rápido que podía para llegar cuanto antes al helado extragrande que aguardaba junto a la hamburguesa.

Hasta el último de tus latidosWhere stories live. Discover now