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El aire acondicionado abofeteó a Lillian cuando entró al centro de donación de plasma el viernes, a las siete de la tarde. Aquella sería su tercera donación de la semana y, tras saltarse tanto el desayuno como el almuerzo, acabó comiéndose medio tarro de crema de cacahuete antes de manejar hasta el centro con tal de tener algo de energía ese día. En el fondo, sabía que no funcionaría, pero quería creer que sí.

—¿Está Tobias? —fue lo primero que le preguntó a la recepcionista.

Ya sabía la respuesta: el muchacho la esperaba en el interior, así que la recepcionista, como de costumbre, le pidió que aguardara unos minutos. Después, se puso de pie para entrar a la única sala de camillas, donde buscaría a Tobias para que recibiera a Lillian.

Lillian, de pie frente al mostrador de recepción, liberó un pesado suspiro. Le dolía la cabeza y apenas podía tenerse en pie por la debilidad de su cuerpo, pero optó por mantenerse erguida para no preocupar a Tobias, si alcanzaba a verla desde el interior.

De todas formas, ya estaba acostumbrada a sentirse así. Rara vez descansaba por las noches, sino que el dolor en los huesos le impedía disfrutar de su cama: lloraba, se giraba hasta encontrar una postura en la que sus costillas, caderas y columna vertebral no saliesen lastimadas, y usaba varias capas de ropa para no congelarse. El hambre también le impedía dormir: por eso, se encerraba en el baño y rebuscaba entre las toallas hasta hallar los suministros de alimento que escondía para aquellas noches de insomnio.

Sin embargo, no tuvo tiempo de arrepentirse, pues Tobias la llamó desde el final del pasillo y Lillian agarró su bolso de ganchillo blanco para cruzárselo sobre el pecho.

—¿Cómo estás?

—Bien.

El fino hilo de voz, mientras entraban al cuarto de donación, aunque a Lillian más bien le parecía un congelador, la delató.

—Sabes que esto es riesgoso para...

—Sí —lo interrumpió Lillian— y no me importa. Si me muero, solucionaré todos mis problemas de golpe. Pero por ahora, necesito al menos diez dólares extra o no tendré para pagarle a Bethany la renta.

Tobias resopló. A pesar de sus mil razones para oponerse, debatir con Lillian no funcionaría, en especial si ya lucía irritada. Lo que no sabía era que ella no había comido más que crema de cacahuete y los pocos minutos que llevaba de pie empezaban a sentirse como horas.

Siguió a Tobias al interior de la sala.

Él la ayudó a recostarse en la camilla blanca, medio sentada, e inició el proceso para conectar la intravenosa al separador celular. Apretó el brazo de Lillian con una cinta de goma, le recordó que las agujas eran nuevas y le mostró los guantes que usaba: Lillian, aunque asentía, comenzaba a aletear los párpados por el cansancio.

En cuanto él se fue, dejándola sola con el equipo, cerró los ojos para hundirse en la camilla. Quería poner la mente en blanco, olvidarse de la sensación de hambre y náuseas en la boca, y esperar la hora y veinte minutos que tardaría el plasma en despegarse de su sangre.

Le dolían los huesos por culpa del helor.

Odiaba perder casi dos horas en donar plasma, pero no tenía otra cosa que hacer por las tardes. De haber dependido de ella, habría donado plasma todos los días; sin embargo, Tobias le había hecho prometer que no excedería las tres visitas semanales que tenía permitidas por seguridad.

Un suspiro de resignación escapó de sus labios.

Y de repente, abrió los ojos.

El aire acondicionado continuaba prendido a una temperatura tan baja que debería helarle los huesos, pero, en realidad, comenzaba a sofocarse. No quería socializar, ni tenía fuerzas para tragar; con el transcurso de los minutos, la debilidad se apoderaba de su cuerpo, de los pies a la cabeza, y al parpadear, la imagen de las paredes blancas y la bolsa de plasma se dobló.

Hasta el último de tus latidosWhere stories live. Discover now