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—¡Ya no quiero seguir con esto! ¡No quiero tener nada que ver con él!

Sentada en su cama, ahogándose en sus propias lágrimas, Lillian se dejó estrechar por Tobias.

Aunque en principio el plan había sido que él la acompañara para no sentirse fuera de lugar, rodeada por todos los amigos de Kourt, cambió de idea en cuanto estuvo parada en plena calle, de noche, y el frío se deslizó bajo su sudadera de colores. Lo vio llegar en su auto verde oscuro y, sin pensarlo dos veces, se subió al asiento de copiloto y cerró de un portazo.

—¿Qué ha pasado?

—Solo quiero irme a casa —había musitado ella.

Y de camino al apartamento, Tobias resolvió que cenarían juntos. Vio a Lillian sacar la caja de chicles del bolsillo de su pantalón para llevarse uno a la boca y supo que no había tenido tiempo de comer nada.

Ni siquiera cuando llegaron a casa se enteró de lo que había ocurrido: Lillian repitió que no quería ver ni saber nada de Kourt, que no quería necesitarle ni hablar con él, y por más que Tobias le pidió una explicación, ella se negó a dársela. Encerrados en el dormitorio de ella, el chico le preguntó si quería comer algo y Lillian juró que se mataría de hambre.

—No puedes hacer eso solo porque estás enojada —protestó Tobias—. La que va a sufrir eres tú, no él. Tienes que comer algo.

Pero Lillian no podía dejar de llorar, así que Tobias, que rara vez se equivocaba, pidió a domicilio sin esperar que ella aportase alguna idea. Tan solo le pidió la dirección del penthouse y apartó el teléfono para sentarse a su lado, a la orilla de la cama.

—Es un idiota —fue todo lo que le dijo—. No sabes cuánto le odio. Todos me juzgaron como si yo fuera la persona más patética de esa mesa. Y lo peor es que creí que de verdad podríamos ser amigos, pero tenía que arruinarlo. Porque solo sabe arruinar las pocas cosas buenas que podríamos tener.

—¿Tiene que ver con tu peso?

Lillian se sorbió la nariz otra vez. Balanceaba las delgadas piernas sobre el suelo, sin ganas.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque es lo que me ha estado preguntando de ti.

Al alzar la cabeza para contemplar a Tobias, Lillian frunció el ceño. ¿Kourt había estado hablando con él de ella?

—¿De qué hablas?

—Te dije que estaba preocupado, y no por tu sangre —insistió—. Aunque no me creas, se da cuenta de que... has perdido mucho peso desde que vives con él.

—No lo entiende —masculló—. No entiende nada. No cuida sus palabras, no se toma en serio nada. Y esto ya es bastante duro para mí como para que él finja preocuparse por mí para luego... exponerme delante de todo el mundo.

—Me dijo que vio tus piernas.

Lillian chasqueó la lengua.

—¿Qué le molesta de mis piernas? —se quejó—. No sabe preocuparse por nadie. Y yo soy quien tiene que aguantarle. Si no fuera porque estoy a punto de terminar el primer semestre... no estaría dispuesta a soportar el segundo.

Para cuando llegó la pizza, Lillian ya se había calmado; sin embargo, quiso llorar cuando el aroma la alcanzó antes de que Tobias atravesara la puerta de su dormitorio otra vez y cerrara tras de sí. No se creía capaz de comer con normalidad, no después de lo ocurrido aquella noche.

Moría de hambre, pero le faltaba el valor de comer frente a Tobias. Lo único que deseaba era que se fuera para calmar la ansiedad de otra manera. Nadie entendía que no podía controlarse, que perdía el juicio cuando el estrés la golpeaba. Sentarse a comer porciones normales, a una velocidad normal, era utópico. Pero explicarlo era imposible, porque nadie lo comprendía.

Hasta el último de tus latidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora