CAPÍTULO II. PAULINA

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 Transcurrieron varios días y no parecía que la niña fuera a cobrarle afecto a nadie de la casa. No es que fuera rebelde u obstinada; no era desobediente en absoluto, pero difícilmente podía existir una persona menos dispuesta a buscar consuelo, o al menos a serenarse. Estaba triste y cabizbaja: ningún adulto habría representado mejor su alicaído papel; ningún rostro surcado de arrugas, suspirando por Europa en las antípodas, habría expresado jamás la nostalgia con más claridad que aquel semblante infantil. Parecía cada vez más vieja y etérea. Yo, Lucy Snowe, me declaro inocente de esa maldición, una imaginación encendida y desbordante, pero siempre que abría una puerta y la encontraba sola en un rincón, con la cabeza apoyada en su mano diminuta, tenía la sensación de que aquel cuarto no estaba habitado sino embrujado por algún fantasma. Y cuando en las noches de luna me despertaba y contemplaba su figura, destacando en medio de la oscuridad con su camisón blanco, arrodillada y erguida en la cama, rezando como una ferviente católica o metodista —al igual que una fanática precoz o una santa prematura—, ni siquiera sé qué pensamientos acudían a mi cabeza, pero corrían el riesgo de ser tan poco racionales y sensatos como los de la niña. Raras veces lograba oír sus oraciones, pues las pronunciaba en voz muy baja. De hecho, a veces ni siquiera las decía en susurros, sino que eran plegarias mudas. Las escasas frases que llegaban a mis oídos tenían siempre el mismo estribillo: «¡Papá, mi querido papá!». Me di cuenta de que la suya era una naturaleza de ideas fijas, que delataba esa tendencia monomaníaca que siempre he considerado la mayor desgracia que puede abatirse sobre hombre o mujer. Sólo cabe conjeturar cómo habría acabado semejante estado de ánimo de haber continuado así; mas éste sufrió un cambio repentino. Una tarde, la señora Bretton consiguió que abandonara su rincón, la subió al asiento de la ventana y, a modo de distracción, le pidió que observara a los transeúntes y contara cuántas damas pasaban por la calle en un momento determinado. Allí seguía Paulina, toda lánguida, sin mirar apenas y sin contar, cuando yo, que tenía los ojos puestos en ella, percibí en su iris y en su pupila una sorprendente transformación. Las naturalezas impulsivas, peligrosas —sensibles las llaman—, ofrecen a menudo un curioso espectáculo a quienes un temperamento más frío impide participar en sus tortuosos caprichos. La mirada fija y apagada vaciló, y luego ardió en llamaradas; la pequeña frente nublada se despejó; las facciones diminutas y abatidas se iluminaron; la tristeza de su rostro se esfumó y en su lugar apareció una repentina alegría, una intensa expectación. —¡Ahí está! —exclamó. Salió de la habitación como un pájaro o una flecha, o cualquier cosa igualmente veloz. No sé cómo consiguió abrir la puerta de la calle; es probable que estuviera entornada, o Warren al lado y obedeciera su petición, sin duda imperiosa. Mirando tranquilamente desde la ventana, la vi, con su vestido negro y su diminuto delantal bordado (odiaba los que tenían peto), corriendo veloz por la calle. Estaba a punto de darme la vuelta y anunciar con calma a la señora Bretton que la niña había salido como una exhalación y había que ir inmediatamente tras ella, cuando vi que alguien la cogía en brazos, apartándola al mismo tiempo de mi fría observación y de la mirada sorprendida de los transeúntes. Un caballero había hecho esta buena obra y, tras cubrirla con su capa, se disponía a devolverla a la casa de donde la había visto salir. Deduje que la dejaría en manos de algún criado y se marcharía, pero el caballero entró en la casa y, tras entretenerse un momento en el vestíbulo, subió la escalera. Por cómo fue recibido se vio en seguida que no era un desconocido para mi madrina. Ella lo reconoció y le saludó; y, sin embargo, pareció agitada, perpleja, como si aquella llegada la cogiera desprevenida. Su mirada y sus maneras fueron incluso de reconvención; respondiendo a ellas, más que a sus palabras, el caballero dijo: —No he podido evitarlo, señora Bretton. No podía irme sin ver qué tal estaba con mis propios ojos. —Pero va usted a alterarla. —Espero que no. Y ¿cómo está la pequeña Polly de papá? Dirigió esta pregunta a la niña, al tiempo que se sentaba y la dejaba suavemente en el suelo. —¿Y cómo está el papá de Polly? — respondió ella, apoyándose en sus rodillas para mirarle a la cara. No fue una escena ruidosa ni pródiga en palabras, lo cual agradecí; pero sí una escena de sentimientos demasiado intensos, tanto más opresiva porque la copa no hizo espuma ni se desbordó. Siempre que se producen expansiones violentas e irrefrenables, cierto desdén o sentido del ridículo viene a aliviar al fatigado espectador; aunque siempre me ha parecido de lo más irritante esa clase de sensibilidad que se doblega por voluntad propia, como un esclavo gigante dominado por el sentido común. El señor Home era un hombre de facciones severas, incluso duras, debería decir tal vez: el ceño fruncido y los pómulos, marcados y prominentes. Tenía un rostro típicamente escocés, pero, en su agitado semblante, sus ojos reflejaban una profunda emoción. Su acento del norte armonizaba con su fisonomía. Era un hombre de aspecto a la vez orgulloso y hogareño. El señor Home puso la mano sobre la cabeza que la niña levantaba hacia él. —Dale un beso a Polly —dijo ella. Él la complació. Yo deseaba que la niña rompiera a llorar histéricamente para sentirme cómoda y aliviada. Aunque resulte asombroso, apenas hizo el menor ruido: parecía tener lo que quería, todo lo que quería, y hallarse extasiada. Ni la expresión ni los rasgos de la criatura se parecían a los de su padre, y, sin embargo, era de su sangre: el espíritu del padre había llenado el de la niña, como una jarra llena la copa. Era indiscutible que el señor Home tenía un dominio de sí mismo muy masculino, fueran cuales fueran sus sentimientos íntimos con respecto a ciertos asuntos. —Polly —exclamó, mirando a la niña—, baja al vestíbulo; verás el abrigo de papá sobre una silla. Mete la mano en el bolsillo y encontrarás un pañuelo. Tráemelo. Ella obedeció; salió del cuarto y desempeñó su cometido con habilidad y diligencia. Su padre estaba hablando con la señora Bretton cuando volvió, y Paulina esperó con el pañuelo en la mano. En cierto modo era todo un espectáculo contemplar su figura diminuta, pulcra y atildada, de pie, delante de su padre. Al ver que él seguía hablando, sin ser consciente de su regreso, le cogió una mano, abrió sus dóciles dedos, colocó el pañuelo entre ellos y los cerró uno a uno. Aunque aparentemente él seguía sin verla ni percibir su presencia, no tardó en colocarla sobre sus rodillas. Paulina se acurrucó contra él y, aunque ni se miraron ni se hablaron durante la hora siguiente, supongo que ambos estaban felices. Durante el té, los movimientos y el comportamiento de la pequeña atrajeron todas las miradas, como de costumbre. Primero, dio instrucciones a Warren cuando éste colocaba las sillas. —Ponga la de papá aquí, y al lado la mía, entre la señora Bretton y él; tengo que servirle el té. Paulina se sentó e hizo una seña a su padre con la mano. —Siéntate a mi lado, papá; como si estuviéramos en casa. Y después, cuando interceptó al pasar la taza de su padre, y la removió y puso ella misma la leche, dijo: —En casa siempre te lo preparaba yo, papá. Nadie lo hace mejor, ni siquiera tú mismo. Mientras estuvimos en la mesa, ella siguió con sus atenciones, bastante absurdas, dicho sea de paso. Las pinzas para el azúcar eran demasiado grandes y tuvo que usar las dos manos para manejarlas; el peso de la jarrita de plata para la leche, de las bandejas del pan y la mantequilla, e incluso de la taza y el platillo, pusieron a prueba su fuerza y su habilidad, a todas luces insuficientes; pero, levantando esto y ofreciendo aquello, se las arregló felizmente para no romper nada. Para ser sincera, a mí me parecía un poco metomentodo; pero su padre, ciego como todos los padres, estaba encantado de que le sirviera; las atenciones de su hija parecían tranquilizarle sobremanera. —¡Ella es mi consuelo! —le dijo a la señora Bretton, sin poder evitarlo. Dicha dama tenía, y a una escala mayor, su propio «consuelo» sin par, ausente por el momento; de modo que se mostró comprensiva con su debilidad. Ese segundo «consuelo» apareció en escena en el transcurso de la velada. Yo sabía que se esperaba su regreso aquel mismo día, y durante todas sus horas había visto expectante a la señora Bretton. Estábamos sentados junto al fuego, después de tomar el té, cuando Graham se unió a nuestro círculo; aunque más bien debería decir que lo rompió, pues, como es natural, su llegada ocasionó cierto alboroto, y, como venía hambriento, tuvieron que servirle un refrigerio. El señor Home y él se saludaron como viejos conocidos; pero tardó algún tiempo en prestar atención a la niña. Después de comer y de responder a las numerosas preguntas de su madre, se volvió hacia la chimenea. Frente a él, se encontraba el señor Home, y junto a éste, la niña. Cuando digo niña, utilizo un término inapropiado y nada descriptivo, un término que sugiere una imagen muy distinta de la criatura de aspecto grave, vestida con un traje negro y una blusa blanca que le habrían valido a una muñeca grande; sentada ahora en una silla alta al lado de una mesita, sobre la que descansaba un costurero de juguete de madera blanca barnizada; sujetando entre sus manos un trozo de pañuelo al que pretendía hacer un dobladillo traspasándolo tenazmente con una aguja que en sus manos parecía casi un espetón, pinchándose a cada momento, dejando en la batista un rastro de minúsculos puntos rojos, y dando a veces un respingo cuando el arma aviesa escapaba a su control y le infligía una puñalada más profunda de lo habitual; pero siempre callada, diligente, absorta, femenina. En aquella época, Graham era un joven de dieciséis años, guapo y con aspecto de no ser de fiar. Y no digo esto porque fuera malvado, sino porque la expresión me parece adecuada para describir la hermosa naturaleza céltica (no sajona) de su físico: sus cabellos ondulados de color caoba claro, la fina simetría de sus rasgos, su frecuente sonrisa, no desprovista de fascinación ni de sutileza (en el buen sentido). Era, por entonces, un joven mimado y caprichoso. —Madre —exclamó después de mirar un rato en silencio a la pequeña figura que tenía delante, cuando la ausencia temporal del señor Home le liberó de la discreción, en parte burlona, que era en su caso cuanto conocía de la timidez—. Madre, veo a una joven dama en esta habitación a la que no he sido presentado. —Supongo que te refieres a la hija del señor Home —dijo su madre. —Creo que no se ha expresado usted con la debida ceremonia —replicó el joven—. La señorita Home, habría dicho yo, al aventurarme a hablar de la dama a la que aludo. —Graham, no permitiré que te burles de la niña. No dejaré que la conviertas en el blanco de tus bromas. —Señorita Home —prosiguió Graham, sin inmutarse por la reconvención de su madre—, ¿puedo tener el honor de presentarme yo, ya que nadie más parece dispuesto a hacernos ese servicio? Su esclavo, John Graham Bretton. La pequeña lo miró; Graham se levantó y se inclinó con gravedad. Ella dejó lentamente a un lado dedal, tijeras y labor, se bajó con precaución de su asiento y, tras hacer una reverencia con indescriptible seriedad, exclamó: —¿Cómo está usted? —Tengo el honor de hallarme bien de salud, tan sólo un poco fatigado tras un viaje demasiado rápido. Espero, señora, que usted se encuentre bien. —Razo... nable... mente bien —fue la ambiciosa respuesta de la mujercita; e intentó recobrar su anterior posición, pero al ver que no podía hacerlo sin trepar y un considerable esfuerzo —un sacrificio del decoro de todo punto impensable—, y como no podía permitirse que nadie la ayudara en presencia de un joven caballero desconocido, renunció a la silla alta en beneficio de un pequeño escabel, al que Graham acercó su silla. —Espero, señora, que su actual residencia, la casa de mi madre, sea de su agrado. —No ezpe... cial... mente; quiero volver a mi casa. —Un deseo natural y encomiable, señora; pero al que, no obstante, me opondré con todas mis fuerzas. Creo que podré extraer de usted un poco de ese preciado bien llamado diversión, que mamá y la señorita Snowe no consiguen proporcionarme. —Tendré que volver muy pronto con papá. No me quedaré mucho tiempo en casa de su madre. —Sí, sí, se quedará conmigo, estoy seguro. Tengo un poni en el que podrá montar, y un sinfín de libros para enseñarle las ilustraciones. —¿Va a vivir usted aquí? —Sí. ¿Le parece bien? ¿Le gusto? —No. —¿Por qué? —Lo encuentro extraño. —¿Por mi rostro, señora? —Por su rostro y por todo lo demás. Tiene el pelo largo y rojo. —Color caoba, si no le importa. Mamá dice que es de color caoba o dorado, y también todos sus amigos. Pero, incluso con el «pelo largo y rojo» —y agitó su cabellera con una especie de gesto triunfal; sabía perfectamente que era leonada, y estaba orgulloso de su color—, no soy más extraño que usted, señora. —¿Está diciendo que me encuentra extraña? —Desde luego. —Creo que me iré a la cama — exclamó la niña, tras una pausa. —Una personita como usted debería haberse ido a la cama hace horas, pero probablemente se habrá quedado porque quería conocerme. —De ningún modo. —Sin duda deseaba disfrutar del placer de mi compañía. Sabía que volvía a casa y ha querido conocerme. —Me he quedado porque quería estar con papá, no con usted. —Muy bien, señorita Home. Me convertiré en su amigo predilecto; me atrevo a decir que pronto me preferirá a su papá. Paulina nos deseó buenas noches a la señora Bretton y a mí, y parecía dudar de si Graham tenía derecho a recibir la misma atención cuando él la cogió con una mano y, valiéndose de ella, la levantó por encima de su cabeza. La pequeña se vio a sí misma aupada en alto en el espejo que había sobre la chimenea. Lo inesperado de aquella acción, la libertad que se había tomado Graham y la falta de respeto que suponía, fueron demasiado para ella. —¡Qué vergüenza, señor Graham! —protestó indignada—. ¡Bájeme! —y cuando estuvo de nuevo en el suelo, agregó—: Me gustaría saber qué pensaría usted de mí si lo tratara de esa forma, y lo levantara con una mano — alzó esa poderosa extremidad— como Warren levanta al gatito. Y después de decir estas palabras, se retiró.

VILLETTEWhere stories live. Discover now