CAPÍTULO XVII. LA TERRAZA

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   Esas luchas con mi carácter, con las fuertes inclinaciones de mi corazón, pueden parecer
infructuosas o triviales, pero al final resultan beneficiosas; pues tienden a dar a las acciones, a la
conducta, ese rumbo que la Razón aprueba y al que el Sentimiento, quizá, se opone con demasiada
frecuencia: sin duda influyen en el tenor general de una vida, y permiten regularla mejor, y volver más
tranquila y estable su superficie; y es sólo en la superficie donde se posa la mirada del común de los
mortales. En cuanto a lo que queda debajo, será mejor dejarlo en manos de Dios. El hombre, tu igual,
tan débil como tú, e indigno de juzgarle, no debe entrar jamás allí: abre la puerta al Creador, muéstrale los secretos del espíritu que Él te dio, pregúntale cómo sobrelleva las penas que Él te envía, arrodíllate en Su presencia, y reza con fe para tener luz en la oscuridad, fuerza en la debilidad y paciencia en la extrema necesidad. Ten la seguridad de que llegará la hora, aunque quizá no sea tu hora, en que las aguas se agitarán; y de alguna forma, aunque no sea la que tú soñabas, o la que tu corazón quería y por la que sangraba, descenderá el heraldo de la salud. Los tullidos, los ciegos, los mudos y los endemoniados serán bañados en el agua. ¡ Heraldo, apresúrate a venir! Cientos de ellos yacen alrededor de la piscina, llorando de desesperación al ver sus aguas inmóviles durante tantos años. Largos son los «tiempos» del Cielo: las órbitas de los mensajeros del ángel parecen infinitas a los ojos mortales;
pueden durar varios siglos, y el ciclo de una de esas idas y vueltas puede prolongarse innumerables
generaciones; y el polvo, tras despertar a una breve existencia de dolor y convertirse otra vez en polvo,
puede entretanto desaparecer de la memoria, y volver a hacerlo de nuevo. ¡ A cuántos millones de
lisiados e infelices el primer y único ángel que los visitará es aquel que en Oriente llaman Azrael!
Intenté levantarme al día siguiente, pero, mientras me vestía, bebiendo de vez en cuando agua
fresca de la carafe(garrafa) para combatir aquella debilidad que tanto me dificultaba la tarea, apareció la señora Bretton.
—¡Esto es absurdo! —fue su saludo matinal—. De ningún modo —añadió, y, tratándome con la
firmeza y brusquedad que la caracterizaban (y que antaño tanto me complacía ver aplicadas a Graham, que se resistía enérgicamente a ellas), en dos minutos me devolvió a mi cautiverio de la cama francesa—. Te quedarás ahí hasta esta tarde —dijo—, son las órdenes que ha dejado mi hijo antes de salir; y puedo asegurarte que es el amo y hay que obedecerle. Ahora tomarás el desayuno.

Y lo trajo ella con sus propias manos, siempre activas, sin dejarme al cuidado de ninguna criada. Se sentó en la cama mientras yo comía. No hay muchas personas, ni siquiera entre nuestros amigos más respetados y queridos, que nos agrade tener cerca, vigilándonos y cuidándonos tan estrechamente como una enfermera a su paciente. No siempre la mirada de un amigo es una luz, ni su presencia un alivio: pero la señora Bretton era todo eso para mí; y siempre lo había sido. Nunca disfrutaba tanto de comer y de beber como cuando ella me lo daba. No recuerdo ninguna ocasión en que su entrada en una estancia no alegrara el ambiente. Nuestros caracteres, preferencias y antipatías tenían poco en común.

Hay personas a las que tememos secretamente, a las que tratamos de evitar, aunque la razón nos diga
que son buenas: hay otras llenas de defectos, junto a las que vivimos felices, como si nos sentara bien
el aire que respiran. Los alegres ojos oscuros de mi madrina, su tez morena, su mano cálida y
diligente, sus modales decididos, su carácter resuelto, eran tan beneficiosos para mí como la
atmósfera de un clima muy saludable. Su hijo solía llamarla «la Anciana Dama»; me maravillaba ver
en ella la vivacidad y la energía de los veinticinco años.
—Traería mis labores —exclamó, al retirar mi taza de té vacía— y pasaría todo el día contigo si
ese despótico John Graham no lo hubiera prohibido expresamente. «Mamá», me dijo antes de partir,
«escúchame bien, no quiero que fatigues a tu ahijada con chismorreos»; y luego añadió que prefería
que me quedase en mis habitaciones y te privara de mi magnífica compañía. Cree que has tenido unas fiebres nerviosas, Lucy, a juzgar por tu aspecto. ¿Es cierto?
Le respondí que desconocía cuál había sido mi enfermedad, pero que había sufrido mucho, sobre
todo anímicamente. No me pareció conveniente profundizar más en ese asunto, pues los detalles de
cuanto había padecido concernían a una parte de mi existencia que no esperaba que mi madrina
compartiera. ¡A qué regiones nuevas para su naturaleza juiciosa y serena la habría conducido
semejante confidencia! La diferencia entre ella y yo se asemejaba a la de un majestuoso barco que
navega seguro por un mar bonancible —con una buena tripulación y un capitán risueño, valiente,
aventurero y prudente— y un solitario bote salvavidas, casi todo el año en seco en su oscuro galpón,
que sólo echan al agua cuando estalla la tempestad y el mar se enfurece, cuando las nubes se
encuentran con las olas, cuando el peligro y la muerte se reparten el dominio de las grandes
profundidades. No, el Louisa Bretton jamás abandonaba el puerto en una noche así, ni en una escena
semejante: su tripulación no podía siquiera imaginarlo; así que el marinero medio ahogado del bote
salvavidas guarda silencio y se niega a inventar excusas.
La señora Bretton se despidió de mí y yo me quedé feliz en la cama: ¡qué amable había sido
Graham al acordarse de mí antes de su marcha!
Mi jornada fue solitaria, pero la perspectiva de la próxima velada hizo sus horas más cortas y
animadas. Además, me sentía muy débil y me alegraba poder descansar. Cuando transcurrieron las
horas de la mañana —esas horas que producían, incluso a los desocupados, la sensación de tener
muchos asuntos que dirimir y muchas tareas que realizar, la vaga impresión de tener que atender
ciertas obligaciones—, cuando pasaron esas horas de agitación y el silencioso atardecer acalló los
pasos de las criadas en habitaciones y escaleras, me sumí en una especie de ensueño muy agradable.
Mi pequeño y tranquilo cuarto parecía en cierto modo una cueva en medio del mar. No había más
colores en él que el blanco y el verde pálido, que recordaban la espuma y las profundidades marinas;
la cornisa blanquecina estaba decorada con ornamentos en forma de concha, y había molduras blancas
semejantes a delfines en las esquinas del techo. Incluso el toque de color en el alfiletero de raso rojo
guardaba afinidad con el coral; y el oscuro y brillante espejo podría haber reflejado la imagen de una
sirena. Cuando cerraba los ojos, oía el fuerte viento, que al fin parecía amainar, estrellándose contra la
fachada de la casa como el oleaje contra las rocas. Sentía cómo se acercaba antes de volver a retirarse
lejos, muy lejos, como una marea que se alejara de la costa en el mundo sobrenatural: un mundo tan
elevado que el embate de las enormes olas, la violencia de los rompientes, sólo resonaban en aquella
casa submarina como unos murmullos o una canción de cuna.
En medio de aquellos sueños llegó el anochecer, y apareció Martha con una luz; me vestí
rápidamente con su ayuda y, sintiéndome mucho más fuerte que por la mañana, bajé sola al salón azul.
El doctor John, al parecer, había terminado su ronda de visitas antes de lo habitual; su silueta fue
lo primero que vi al entrar en la estancia; se hallaba en el hueco de la ventana que había frente a la
puerta, leyendo detenidamente el periódico bajo la luz agonizante del crepúsculo. El fuego ardía en la
chimenea, pero la lámpara de la mesa seguía apagada y todavía no habían traído el té.
En cuanto a la señora Bretton, mi diligente madrina —que, según me enteré después, había pasado
todo el día al aire libre—, estaba ahora recostada en su sillón, durmiendo una pequeña siesta. Cuando
su hijo me vio, vino a mi encuentro. Reparé en lo cuidadosamente que andaba para no despertar a su
madre; también me habló susurrando: su voz siempre resultaba melodiosa, pero modulada así parecía
destinada a calmar más que a interrumpir un sueño.
—Éste es un pequeño y tranquilo château —dijo, después de pedirme que me sentara junto a la
ventana—. No sé si en sus paseos se habrá fijado en él; aunque, en realidad, no puede verse desde la
chaussée(calzada). Una milla después de la Porte de Crécy, se coge un camino que no tarda en convertirse en una avenida que conduce, entre prados y sombras, hasta la puerta de esta casa. No es un edificio moderno, está construido según el viejo estilo de la BasseVille. Es más un manoir(casa solariega) que un château; lo llaman La Terrasse porque su fachada se alza en un terreno elevado cubierto de hierba, desde el que se baja a la avenida por unos escalones. ¡ Mire allí! Está saliendo la luna: ¡ qué hermosa parece entre los troncos de los árboles!
¿Dónde no parece hermosa la luna? ¿Cuál es el escenario, grandioso o limitado, que su esfera no
glorifica? De un rosa encendido, se elevaba ahora por encima de una ladera cercana. Mientras
observábamos su ascenso purpúreo, se volvió dorada y, en muy poco tiempo, flotó inmaculada en un
cielo ya tranquilo. La luz de la luna, ¿alegraba o entristecía al doctor Bretton? ¿Despertaba su
romanticismo? Creo que sí; pues, aunque no era de naturaleza melancólica, se le escapó un suspiro: un suspiro apagado, casi inaudible. No era difícil ver cuál era el motivo o qué buscaba; yo sabía que la
belleza lo había hecho brotar y que su ideal era Ginevra. Consciente de eso, empecé a pensar que era,
en cierto modo, mi deber decir el nombre que le obsesionaba. No hay duda de que él estaba preparado para oírlo: su rostro reflejaba un intenso anhelo de verter comentarios, hacer preguntas y manifestar
interés, una necesidad apremiante de expresar con palabras sus sentimientos; y sólo le contenía la
turbación de no saber cómo empezar. Evitar que pasara ese mal rato era lo mejor, por no decir lo
único, que yo podía hacer. Sólo tenía que pronunciar el nombre de su ídolo, y fluiría la tierna letanía
del amor. Acababa de encontrar una frase adecuada: «¿Sabe usted que la señorita Fanshawe está de
viaje con los Cholmondeley?», y me disponía a abrir los labios para decirla, cuando él desbarató mis
planes sacando otro tema.
—Lo primero que he hecho esta mañana —exclamó, guardando sus sentimientos en el bolsillo y
tomando asiento después de volver la espalda a la luna— ha sido ir a la rue Fossette y comunicar a la
cuisinière que se encuentra usted sana y salva, y en buenas manos. ¿Sabe que aún no había descubierto
su ausencia? Creía que estaba usted en el dormitorio grande. ¡ Con cuánto esmero debe de haberla
cuidado!
—¡Oh! Todo eso es muy comprensible —afirmé—. Lo único que Goton podía hacer era traerme
una pequeña tisane(infusión) y un trozo de pan, y los he rechazado tan a menudo durante la última semana que
la buena mujer se cansó de hacer viajes inútiles de la cocina de la casa al dormitorio del internado; al
final, sólo venía al mediodía para hacerme la cama. Le aseguro, sin embargo, que es una criatura
bondadosa, a la que habría encantado preparar unas côtelettes de mouton(chuletas de cordero) si yo hubiera podido comérmelas.
—¿Qué pretendía madame Beck al dejarla sola?
—Madame Beck no podía prever que yo caería enferma.
—Creo que su sistema nervioso ha sufrido mucho...
—No sé muy bien en qué consiste mi sistema nervioso, pero me he sentido terriblemente
desgraciada.
—Lo que me impide ayudarla con pócimas o píldoras. Los medicamentos no pueden animar a las
personas. Mi arte se detiene en el umbral de la Hipocondría: se limita a mirar en su interior y
contemplar una cámara de tortura; pero no puede decir ni hacer casi nada. Le sentaría bien disfrutar de una compañía alegre, no estar casi nunca sola, hacer mucho ejercicio.
Mi conformidad y un largo silencio siguieron a sus comentarios. Pensé que sonaban muy bien, y
venían respaldados por la costumbre y el uso habitual.
—Señorita Snowe —prosiguió el doctor John (ahora que mi salud y mi sistema nervioso se habían
convertido, creo que por fortuna, en tema de discusión)—, ¿me permite preguntarle cuál es su
religión? ¿Es usted católica?
Alcé la cabeza sorprendida.
—¿Católica? ¡No! ¿Por qué se le ha ocurrido semejante idea?
—El modo en que me fue confiada ayer por la noche me hizo dudar.
—¿Me confiaron a usted? Pero, es cierto, lo había olvidado... Todavía desconozco cómo acabé en
sus manos.
—Pues en unas circunstancias que me dejaron perplejo. Había estado todo el día atendiendo un
caso especialmente interesante y realmente crítico; la enfermedad era rara y su tratamiento, dudoso:
había visto un caso similar y todavía más llamativo en un hospital de París; pero ¿qué puede eso
importarle a usted? Cuando, finalmente, los síntomas más alarmantes del paciente remitieron (el dolor
agudo es uno de ellos), pude regresar a casa. El camino más corto atravesaba la Basse-Ville y, como la
noche era terriblemente oscura, llovía y soplaba un fuerte viento, decidí ir por él. Al pasar junto a una
vieja iglesia de la comunidad de las Beguinas, vi, bajo la farola del porche o del profundo arco de
entrada, a un sacerdote levantando algo en sus brazos. Había suficiente luz para distinguir sus
facciones, y yo lo reconocí; es un hombre que he encontrado a menudo a la cabecera de mis pacientes,
ricos y pobres, sobre todo de estos últimos. Creo que es un buen anciano, mucho mejor que la mayoría
de los de su clase en este país; superior en todos los sentidos: más culto y más consagrado a su deber.
Nuestros ojos se encontraron, me pidió que me detuviera; lo que sostenía era una mujer, no sé si
desvanecida o agonizante. Me bajé del carruaje.
»—Es compatriota suya —me dijo—; sálvela si todavía sigue con vida.
»Mi compatriota, tal como descubrí al examinarla, resultó ser la profesora de inglés del internado
de madame Beck. Estaba completamente inconsciente, increíblemente pálida, casi fría.
»—¿Qué ha pasado? —pregunté al sacerdote.
»Su explicación fue muy extraña: que había estado usted aquella tarde en su confesionario; que su
aspecto extenuado y afligido, unido a algunas cosas que usted le había dicho...
—¿Que yo le había dicho? ¡Me gustaría saber qué cosas!
—Algo espantoso, sin duda; pero no me lo contó: el secreto de confesión selló sus labios y
contuvo mi curiosidad. Sus confidencias, sin embargo, no le habían indispuesto con usted; parecía tan impresionado, y lamentaba tanto imaginarla sola por las calles en una noche semejante, que consideró su deber cristiano vigilarla cuando saliera de la iglesia, y no perderla de vista hasta que llegara a casa.
Es posible que el buen sacerdote, medio inconscientemente, mezclara con ese proceder un poco de la
sutileza que caracteriza a los de su clase: tal vez quisiera saber dónde vivía... ¿Se lo dijo usted al
confesarse?
—No: por el contrario, evité cuidadosamente darle la menor indicación; en cuando a lo de
confesarme, doctor John, supongo que pensara que estoy loca por haber dado ese paso, pero no pude evitarlo: imagino que fue culpa de lo que usted llama mi «sistema nervioso». Soy incapaz de
expresarlo con palabras, pero mis días y mis noches se habían vuelto insoportables; me embargaba un sentimiento terrible de desolación: pensaba que, si no lo arrancaba de cuajo, seguiría creciendo hasta matarme... Del mismo modo (y esto lo comprenderá usted muy bien, doctor John) que la sangre que pasa por el corazón busca otra vía de escape cuando un aneurisma u otra causa patológica obstruyen sus cauces naturales. Necesitaba compañía, necesitaba amistad, necesitaba el consejo de alguien. No podía encontrarlos en una alcoba ni en un dormitorio, así que los busqué en una iglesia y en un confesionario. En cuanto a lo que dije allí, no fue ninguna confidencia, ningún relato. No he hecho nada malo: mi vida ha sido demasiado monótona para perpetrar alguna oscura acción, real o imaginaria; todo cuanto revelé fue una queja sombría y desesperada.
—Lucy, debería pasar seis meses viajando; ¡su naturaleza reposada se está volviendo tan
excitable! ¡Maldita sea madame Beck! ¿Acaso esa rolliza viuda no tiene entrañas? ¿Cómo ha podido
condenar a su mejor profesora a semejante reclusión?
—No es culpa de madame Beck —exclamé—, ningún ser viviente tiene la culpa, no quiero que
acuse a nadie.
—Entonces, ¿quién ha obrado mal, Lucy?
—Yo, doctor John, yo; y una gran abstracción sobre cuyos anchos hombros me gusta lanzar
montañas de reproches, como si los hubieran esculpido para soportar su carga: yo y el Destino.
—Pues ese «yo» debe cuidarse mejor en el futuro —dijo el doctor John, sonriendo—. Un cambio
de aires, un cambio de escenario; eso es lo que prescribo —continuó el joven y práctico doctor—. Pero
volvamos a lo nuestro, Lucy. Père Silas, con todo su tacto (dicen que es jesuita), no le dio un consejo
demasiado atinado; pues, en vez de regresar a la rue Fossette, sus febriles vagabundeos... Debía de
tener una fiebre muy alta...
—No, doctor John, la fiebre había remitido aquella noche... no finja que deliraba, sé que no es
cierto.
—¡Muy bien! ¡No hay duda de que estaba usted tan serena como yo en estos instantes! Sus
vagabundeos la llevaron en dirección opuesta al internado. Cerca de la iglesia de las Beguinas, bajo
una lluvia torrencial y un fuerte viento, perdida en medio de la oscuridad, se desvaneció y cayó al
suelo. El sacerdote se apresuró a socorrerla y el médico, como ya sabemos, pasó por allí. Entre los dos
conseguimos un coche de punto y la trajimos a La Terrasse. A père Silas, a pesar de su edad, le habría
gustado subirla personalmente en brazos y acostarla en ese sofá. Y se habría quedado con usted hasta
que recobrara el conocimiento; yo también lo hubiera hecho, pero, en ese momento, llegó un
mensajero de la casa del paciente moribundo que yo acababa de dejar. Se requerían nuestros últimos
servicios: la última visita del médico y el último sacramento del sacerdote; la extremaunción no podía
aplazarse. Père Silas y yo nos marchamos juntos y, como mi madre estaba pasando la tarde fuera, la
dejamos al cuidado de Martha, a quien di unas instrucciones que, al parecer, siguió con éxito. Y ahora,
dígame, ¿es usted católica?
—Aún no —respondí, sonriendo—. Espero que père Silas no se entere nunca de dónde vivo o
intentará convertirme; pero dele las gracias más efusivas y sinceras cuando le vea, y, si algún día soy
rica, le mandaré dinero para sus obras de caridad. Mire, doctor John, su madre está abriendo los ojos;
debería pedir el té.
Cosa que hizo; y, mientras la señora Bretton se incorporaba, sorprendida e indignada consigo
misma por haberse permitido aquel lujo, y dispuesta a negar en redondo que se hubiera quedado
dormida, su hijo se lanzó alegremente al ataque:
—¡Chist, mamá! No te despiertes. Eres la imagen de la inocencia cuando duermes.
—¿Cuándo duermo, John Graham? ¿De qué estás hablando? Sabes que nunca duermo de día: sólo
echaba una pequeña cabezada.
—¡Exactamente! Un dulce lapso de serafín... un sueño de hada. Mamá, en esas circunstancias,
siempre me recuerdas a Titania.
—Porque tú eres igual que Bottom.
—Señorita Snowe, ¿ha conocido usted a alguien tan ingenioso como mamá? Es la mujer más sagaz
de su talla y de sus años.
—Guárdate esos cumplidos, caballero, y vigila tu propia talla: parece haber aumentado mucho.
Lucy, ¿no crees que empieza a tener el aire de un John Bull? Estaba en los huesos, y ahora adivino
en él las inclinaciones de un dragón... cierta propensión a devorar carne. ¡ Ten cuidado, Graham! Te
repudiaré si engordas.
—¡Como si pudieras repudiarte a ti misma! Soy indispensable para la felicidad de la Anciana
Dama, Lucy. Languidecería de tristeza si no pudiera regañar a mis seis pies de iniquidad. Eso la anima
de tal modo, le proporciona tanta energía...
El uno estaba frente al otro, cada uno a un lado de la chimenea; sus palabras no parecían amables,
pero sus miradas subsanaban cualquier deficiencia verbal. El mayor tesoro de la señora Bretton estaba encerrado en el pecho de su hijo; su pulso más querido latía con fuerza en el corazón de Graham. En cuanto a él, otro amor, como es natural, compartía sus sentimientos con el amor filial; y, como la nueva pasión era la más reciente, le asignó en sus emociones la ración de Benjamín. ¡Ginevra! ¡Ginevra! ¿Sabía ya la señora Bretton ante qué joven ídolo se había postrado su hijo? ¿Le parecería bien a ella esa elección? Yo no podía decirlo; pero estaba segura de que si hubiera visto el
comportamiento de la señorita Fanshawe con Graham, la alternancia entre frialdad y zalamería,
rechazo y seducción; si hubiera podido sospechar hasta qué punto le ponía a prueba y le hacía sufrir; si hubiera podido ver, al igual que yo, su ánimo apagado y maltrecho, y cómo ella prefería a un ser muy inferior, y lo humillaba ante él... entonces a la señora Bretton Ginevra le habría parecido estúpida o inmoral, o las dos cosas. Bueno... lo cierto es que yo también pensaba eso.
Aquella segunda velada transcurrió tan agradablemente como la primera... no, más
agradablemente, en realidad: disfrutamos de una grata conversación, evitamos hablar de dificultades
pasadas, fortalecimos nuestra amistad; me sentí más dichosa, más a gusto, más en casa. Aquella
noche, en lugar de dormirme llorando, entré en el país de los sueños por un sendero rodeado de
pensamientos felices.

VILLETTEWhere stories live. Discover now