CAPÍTULO XXX. MONSIEUR PAUL

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No obstante, aconsejo al lector que no se apresure a sacar conclusiones, o a suponer con impetuosa generosidad que, a partir de ese día, monsieur Paul se convirtió en una persona diferente, con la que fuera fácil convivir, y que hubiera dejado de sembrar el temor y la inquietud a su alrededor. No; era por naturaleza un hombrecillo muy poco razonable. Cuando tenía demasiado trabajo, lo que ocurría con frecuencia, se volvía sumamente irritable; y, además, sus venas estaban oscurecidas con una tintura púrpura de belladona, la esencia de los celos. No me refiero sólo a los tiernos celos del corazón, sino a ese sentimiento más rígido e intolerante que se alberga en la cabeza. Cuando observaba a monsieur Paul, con el ceño fruncido o sacando el labio inferior, mientras corregía algún ejercicio mío donde no encontraba tantas faltas como él deseaba (pues le gustaba que yo me equivocara: un puñado de errores le sabía tan dulce como un racimo de uvas), yo a veces pensaba que tenía algunos puntos en común con Napoleón Bonaparte. En su cínico desprecio de la magnanimidad, se parecía al gran Emperador. Monsieur Paul habría discutido con veinte mujeres instruidas, habría mantenido sin rubor un sistema de mezquinas discusiones y reproches con todo un capital de coteries(mundo de camarillas), haciendo caso omiso de la pérdida o la falta de dignidad. Habría desterrado a cincuenta madames de Staël si le hubieran molestado, ofendido, superado, o se hubieran enfrentado a él. Recuerdo bien un acalorado incidente que protagonizaron él y cierta madame Panache, una señora contratada temporalmente por madame Beck para dar lecciones de historia. Era una mujer inteligente, es decir, sabía mucho; y, además, tenía el arte de sacar el máximo provecho de sus conocimientos; su dominio de las palabras y su confianza en sí misma eran ilimitados. No podía decirse que su físico careciera de encantos; supongo que a mucha gente le habría parecido «hermosa» y, sin embargo, había algo en sus sólidos y abundantes atractivos, así como en su presencia alegre y efusiva, que el gusto caprichoso y refinado de monsieur Paul no podía soportar. Su voz, resonando en el carré, ejercía una extraña influencia sobre él; su paso largo y desenvuelto (casi una zancada) en el pasillo solía empujarle a recoger sus papeles y esfumarse. Cierto día, monsieur Paul decidió entrar en su clase con muy malas intenciones; rápido como el viento, captó su método de enseñanza, que no podía ser más distinto del suyo. Con muy poca ceremonia, y menor cortesía, le señaló lo que consideraba sus errores. No sé si esperaba sumisión e interés; lo que encontró fue una agria oposición, acompañada de una fuerte reprimenda por su ciertamente lamentable intromisión. En lugar de marcharse con dignidad, como podría haber hecho aún, arrojó el guante del desafío. Madame Panache, belicosa como una Pentesilea, lo recogió en seguida. Dejó la marca de sus dedos en el rostro del entrometido, y vertió sobre él un torrente de palabras. Monsieur Emanuel era elocuente; pero madame Panache era locuaz. De ahí surgió un feroz antagonismo. En lugar de reírse de su hermosa enemiga, de su exagerado amour propre, y de su fuerte presunción, monsieur Paul la detestó con inusitada intensidad; la honró con su furia desenfrenada; la persiguió rencorosa e implacablemente, negándose a descansar tranquilo en su lecho, a sacar el debido provecho de sus comidas, o incluso a disfrutar de su cigarro, hasta que ella fuera expulsada del establecimiento. El profesor se salió con la suya, pero no puedo decir que los laureles de la victoria ensombrecieran

graciosamente sus sienes. Una vez me aventuré a insinuárselo. Con gran sorpresa mía, reconoció que podía tener razón, pero aseguró que, cuando trataba con hombres o mujeres tan vulgares y pagados de sí mismos como madame Panache, era incapaz de dominar sus pasiones; un odio desenfrenado lo empujaba a una guerra de exterminio. Tres meses después, al enterarse de que su antigua enemiga pasaba dificultades, y se encontraba prácticamente en la penuria por falta de trabajo, olvidó su aversión y, tan diligente en el bien como en el mal, removió el cielo y la tierra hasta encontrarle un empleo. Cuando madame Panache fue a hacer las paces con él, y a agradecerle su amabilidad, la vieja voz —algo más fuerte—, la vieja actitud — algo más desenfadada—, ejercieron tal efecto sobre él que a los diez minutos se puso en pie y se fue del cuarto presa de la irritación. Para establecer un audaz paralelismo, en su amor al poder, en su impaciencia por alzarse con la supremacía, monsieur Paul Emanuel se parecía a Bonaparte. Uno no debía someterse siempre a él. A veces era necesario oponer resistencia; convenía quedarse quieto, mirarle a los ojos y decirle que sus exigencias eran absurdas, que su absolutismo rayaba en la tiranía. Los albores, las primeras señales de un talento peculiar, dentro de su círculo y bajo su dominio, curiosamente le excitaban, incluso le molestaban. Contemplaba con el ceño fruncido su lucha por cobrar vida; apartaba la mano, tal vez decía: «Adelante si tienes fuerzas», pero no ayudaba a su nacimiento. Cuando el dolor y el peligro del primer obstáculo terminaban, cuando el aliento de la vida triunfaba, cuando veía que los pulmones se contraían y dilataban, cuando oía los latidos del corazón y descubría el soplo vital en la mirada, continuaba aún sin ofrecer amparo. 

VILLETTEWhere stories live. Discover now