CAPÍTULO VI. LONDRES

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 Al día siguiente era uno de marzo, y cuando me desperté, me levanté y descorrí la cortina, vi el sol naciente luchando con la niebla. Por encima de mi cabeza, sobre los tejados de las casas, casi a la altura de las nubes, divisé una masa imponente y esférica de color azul oscuro: LA CÚPULA. Mientras la contemplaba, sentí cómo me embargaba la emoción, y las alas de mi espíritu, siempre encadenadas, parecieron desplegarse casi libres; me invadió una extraña sensación, como si yo, que jamás había vivido de verdad, estuviera finalmente a punto de saborear la vida; aquella mañana, mi alma creció tan deprisa como la planta de ricino de Jonás [9] . «He hecho bien en venir —pensé, antes de vestirme con prontitud y esmero —. Me gusta la energía que rodea esta gran ciudad». ¿Quién sino un cobarde pasaría toda su vida en la aldea y abandonaría para siempre sus facultades en la voraz herrumbre de la oscuridad? Una vez vestida, bajé sin el desaliño y el cansancio del viaje, fresca y aseada. Cuando el camarero me trajo el desayuno, logré dirigirme a él con aplomo y serenidad, pero en tono alegre; conversamos durante diez minutos, en los que llegamos a trabar un provechoso conocimiento mutuo. Era un hombre mayor de cabellos grises y, al parecer, llevaba veinte años trabajando allí. Al enterarme, tuve la certeza de que recordaría a mis dos tíos, Charles y Wilmot, que habían frecuentado aquella posada quince años antes. Mencioné sus nombres; se acordaba muy bien de ellos, y con respeto. Después de explicarle nuestro parentesco, mi posición quedó clara para él, y sobre una buena base. Señaló que me parecía mucho a mi tío Charles; supongo que era cierto, porque la señora Barrett solía decir lo mismo. Una cortesía atenta y servicial reemplazó su actitud anterior, desagradablemente dubitativa; a partir de entonces no volvió a faltar una respuesta amable a una pregunta sensata. La ventana de mi saloncito daba a una calle estrecha y muy tranquila, bastante limpia; los escasos transeúntes eran iguales a los de cualquier ciudad de provincias: no había nada que pudiera intimidarme; supe que podía aventurarme a salir sola. Abandoné la posada después de desayunar. Me sentía radiante: pasear sola por Londres era toda una aventura. No tardé en encontrarme en Paternoster Row, uno de los lugares más típicos. Entré en la librería de un tal Jones y compré un pequeño libro, un despilfarro que no podía permitirme; pero pensé que algún día podría regalárselo o enviárselo a la señora Barrett. El señor Jones, un adusto comerciante, atendía tras el mostrador. Parecía uno de los seres más extraordinarios del mundo, y yo uno de los más felices. Aquella mañana viví un sinfín de experiencias prodigiosas. Al encontrarme ante la catedral de St Paul, decidí entrar y subir a la cúpula. Desde allí vi Londres con su río, sus puentes y sus iglesias; y contemplé el antiguo Westminster, y los verdes jardines del Temple bañados por la luz del sol. Una débil neblina se interponía entre ellos y el resplandeciente cielo azul de los primeros días de primavera. Cuando descendí, continué deambulando al azar en un sereno éxtasis de alegría y libertad, y llegué... todavía no sé cómo, al corazón de la ciudad. Vi y sentí Londres por fin: recorrí el Strand; subí por Cornhill; me mezclé entre el bullicio; arrostré los peligros de cruzar la calzada. Hacer todo eso, y hacerlo sola, me proporcionó un placer tal vez irracional, pero muy auténtico. Desde aquellos días he visitado el West End, los parques, las elegantes plazas, pero la City me gusta mucho más. La City parece mucho más real: su actividad, sus prisas, su estruendo, son dignos de ser vistos y oídos. La City se gana la vida, el West End se limita a disfrutar de sus placeres. En el West End podemos divertirnos, pero es en la City donde con más fuerza palpitan nuestros corazones. Extenuada y hambrienta (hacía años que no tenía tanto apetito), regresé hacia las dos a mi vieja, oscura y tranquila posada. Comí dos platos: un sencillo asado y verduras; ambos me parecieron excelentes (mucho mejores que las escasas y delicadas raciones que la cocinera de la difunta señorita Marchmont solía prepararnos a mi bondadosa señora y a mí, y que apenas despertaban nuestro apetito). Deliciosamente cansada, me tendí a lo largo de tres sillas durante una hora (no había ningún sofá en la habitación). Me quedé dormida y, tras despertarme, pasé dos horas meditando. Mi estado de ánimo, así como las circunstancias que me rodeaban, resultaban de lo más favorables para que adoptara una nueva pauta de conducta, decidida, temeraria, tal vez desesperada. No tenía nada que perder. Una aversión indescriptible a la tediosa existencia que había llevado antes me impedía volverme atrás. Si fracasaba en los pasos que planeaba dar, ¿quién sufriría aparte de mí? Si moría lejos de... del hogar iba a decir, pero yo no tenía hogar..., lejos de Inglaterra, ¿quién me lloraría? Es posible que sufriera; pero estaba acostumbrada al sufrimiento: la muerte misma no me aterrorizaba tanto como a quienes han vivido de forma placentera. Hasta entonces, había pensado en ella con serenidad. Preparada, pues, para cualquier eventualidad, concebí un plan. Ese mismo día, obtuve información de mi amigo el camarero sobre los barcos que zarpaban rumbo a un puerto del Continente: Boue-Marine. Descubrí que no tenía tiempo que perder, pues aquella misma noche debía ocupar mi camarote. Podría haber esperado a la mañana para embarcar, pero no quería correr el riesgo de llegar demasiado tarde. —Será mejor que suba a bordo cuanto antes, señora —me aconsejó el camarero. Me mostré de acuerdo con él y, tras pagar la factura, agradecí los servicios de mi amigo con una propina que ahora sé principesca, y que a sus ojos debió de parecer absurda (de hecho, al embolsarse el dinero, esbozó una leve sonrisa que reflejó su opinión sobre el savoir-faire de la donante); el camarero procedió entonces a buscarme un coche de punto. También me encomendó al cuidado del cochero, conminándole a llevarme hasta el muelle, según creo, y a no abandonarme en manos de los barqueros; el hombre así lo prometió, pero no cumplió su palabra. Muy al contrario, prefirió inmolarme, servirme como un jugoso asado, obligándome a descender en medio de una multitud de barqueros. Me encontré en una situación muy desagradable. Era noche cerrada. El cochero desapareció en cuanto cobró el importe del trayecto; los hombres empezaron a pelearse por mi baúl y por mí. Oí entonces sus juramentos, que hicieron flaquear mi entereza más que la noche, el aislamiento o lo extraño de la escena. Uno de ellos se apoderó de mi baúl. Yo lo observé y aguardé en silencio, pero cuando otro me puso las manos encima, alcé la voz, me desasí, salté a una barca y pedí con severidad que colocaran el baúl a mi lado —«Aquí mismo»—, lo que hicieron al instante, pues el dueño del bote elegido se convirtió en mi aliado: se alejó remando. El río era negro como un torrente de tinta: en él se reflejaban las luces de los edificios que había en sus orillas, las embarcaciones se mecían en sus aguas. Pasamos varios barcos; a la luz de los faroles leí sus nombres pintados en grandes letras blancas sobre fondo oscuro. El Ocean, el Phoenix, el Consort, el Dolphin quedaron atrás, pero el Vivid [10] era mi barco y parecía hallarse más lejos. Nos deslizamos por la corriente azabache; pensé en la laguna Estigia y en Caronte llevando en su barca a algún alma solitaria rumbo al Reino de las Sombras. En medio de aquella extraña escena, con un viento helado azotándome el rostro y las nubes de medianoche derramando su lluvia sobre mi cabeza, sin más compañía que aquellos dos rudos remeros, cuyos enloquecidos juramentos resonaban aún en mis oídos, me pregunté si estaba afligida o aterrorizada. Ninguna de las dos cosas. A lo largo de mi vida, he sentido con frecuencia mucho más temor o desolación en circunstancias relativamente más seguras. «¿Cómo es posible? —me decía—. Estoy alegre y animada, en lugar de triste y asustada». No acertaba a adivinar por qué. El Vivid apareció al fin, blanco y resplandeciente, en medio de la oscuridad. —¡Ya hemos llegado! —exclamó el barquero, e inmediatamente exigió seis chelines. —Pide usted demasiado —protesté. Él alejó la barca del Vivid y juró que no me dejaría embarcar hasta que no cobrara. Un joven —el sobrecargo, según supe después— nos contemplaba desde la borda, sonriendo ante la disputa que se avecinaba; para defraudarle, pagué el dinero solicitado. Aquella tarde había dado tres veces coronas en vez de chelines, pero me consolé pensando que era el precio de la experiencia. —¡La han engañado! —exclamó el sobrecargo, exultante, cuando subí a bordo. Respondí flemática que ya lo sabía y me dirigí al interior del barco. En el camarote de señoras había una mujer corpulenta, hermosa y llamativa. Le pedí que me indicase cuál era mi litera; ella me miró con severidad, musitó que los pasajeros no solían embarcarse a aquellas horas, y pareció dispuesta a mostrarse de lo más descortés. ¡Qué rostro tenía! ¡Tan atractivo, egoísta e insolente a la vez! —Ahora que ya estoy a bordo, pienso quedarme —fue mi respuesta—. Le ruego que me indique cuál es mi litera. Ella obedeció, pero con expresión hosca. Me quité el sombrero, coloqué mis cosas y me acosté. Había vencido varias dificultades; en cierto modo, había obtenido una victoria: mi espíritu sin hogar, sin ancla y sin apoyo había vuelto a ganar un breve reposo. Hasta que el Vivid llegara a puerto, no tendría que actuar ni tomar decisiones, pero después... ¡Ay! No podía anticipar el futuro. Exhausta, angustiada, me sumí en una especie de trance. La camarera pasó la noche hablando; no conmigo, sino con el sobrecargo, que, además de hijo suyo, era su vivo retrato. Éste entraba y salía continuamente del camarote: hasta que amaneció, madre e hijo discutieron, se pelearon, volvieron a discutir e hicieron las paces más de veinte veces. Ella se jactó de estar escribiendo una carta a casa... a su marido, según dijo; y, creyéndome tal vez dormida, leyó algunos fragmentos en voz alta sin prestarme la menor atención; éstos parecían encerrar secretos familiares y se referían especialmente a una tal «Charlotte», una hermana menor, que, por el tono de la misiva, estaba a punto de contraer un romántico e imprudente matrimonio; airadas eran las protestas de la madura señora contra aquella desagradable unión. El buen hijo ridiculizaba la correspondencia de su madre. Ella la defendía y despotricaba contra él. Formaban una extraña pareja. La mujer debía de rondar los treinta y nueve o cuarenta años, tenía mucho busto y estaba fresca y lozana como una joven de veinte. Ruda, estridente, vanidosa y vulgar, su cuerpo y su espíritu parecían tan descarados como imperecederos. Supongo que había vivido en lugares públicos desde la infancia, y es probable que en su juventud hubiera sido moza de taberna. Antes del alba, la camarera derivó la conversación hacia un nuevo asunto: «los Watson», una familia de pasajeros a los que se esperaba y que ella, al parecer, conocía y apreciaba por las buenas propinas que obtenía al servirlos. Dijo que «ganaba una pequeña fortuna siempre que aquella familia cruzaba el Canal». Toda la tripulación se puso en movimiento con las primeras luces del día, y los pasajeros embarcaron al salir el sol. La camarera dispensó una efusiva bienvenida a «los Watson» y se armó un gran bullicio en su honor. Eran cuatro, dos hombres y dos mujeres. Además de ellos sólo había otra pasajera, una joven que subió acompañada de un hombre de aspecto distinguido aunque lánguido. Los dos grupos ofrecían un marcado contraste. Los Watson eran sin duda gente adinerada, pues su porte confiado era un reflejo de su riqueza; las mujeres —jóvenes ambas y una de ellas sumamente hermosa— vestían con ostentación, en tonos alegres y, dadas las circunstancias, de un modo muy absurdo. Sus sombreros adornados con vistosas flores, sus capas de terciopelo y sus vestidos de seda resultaban más apropiados para un jardín o un paseo que para la cubierta de un húmedo paquebote. Los hombres eran de baja estatura, feos, gordos y vulgares; no tardé en comprender que el más viejo, grasiento y rechoncho era el marido — reciente, supuse, pues ella era muy joven — de la beldad. Grande fue mi asombro al descubrirlo, y mayor aún cuando reparé en que, en lugar de mostrarse terriblemente desdichada por la unión, la alegría de ella era desbordante. «Su risa debe de ser mera histeria provocada por la desesperación», pensé. Y en el momento en que esta idea cruzaba por mi cabeza, mientras estaba apoyada, silenciosa y solitaria, en el costado del barco, aquella completa desconocida se acercó a mí dando traspiés con un taburete plegable en la mano y, sonriendo con una frivolidad que me desconcertó —aunque dejara ver unos dientes perfectos—, me ofreció el cómodo asiento. Lo rechacé, naturalmente con toda la cortesía de que fui capaz; ella se alejó bailando, grácil e indiferente. Debía de tener un carácter afable, pero ¿qué podía haberla inducido a contraer matrimonio con aquel individuo más parecido a un tonel de aceite que a un hombre? La otra pasajera, la que venía acompañada de un caballero, era una joven rubia y muy bonita; su sencillo vestido estampado, su sombrero de paja sin adornos y un gran chal que llevaba con gracia, resultaban casi tan sobrios como los de una mujer cuáquera: y, sin embargo, a ella le sentaban bien. Antes de despedirse de la joven, el caballero inspeccionó con una mirada a todos los viajeros, como si quisiera averiguar en qué compañía la dejaba. Con enorme desagrado, apartó los ojos de las damas de floridos sombreros y los clavó en mí; luego habló con su hija, sobrina o lo que fuera; ella me miró y frunció levemente sus finos y bonitos labios. Tal vez fuera yo, o mi vestido de luto, lo que suscitó aquella mueca de desprecio; probablemente las dos cosas. Sonó una campana; su padre (después supe que se trataba de él) le dio un besó y regresó a tierra. El paquebote zarpó. Los extranjeros dicen que sólo a las jóvenes inglesas se les permite viajar solas y es grande su asombro ante la temeraria confianza de sus padres y tutores. En cuando a las jeunes Miss, mientras unos juzgan su intrepidez inconvenant y masculina, otros las consideran víctimas pasivas de un sistema educativo que prescinde sin ningún miramiento de la debida surveillance [11] . No sé si aquella señorita en particular era de las que se pueden dejar tranquilamente sin vigilancia: o, mejor dicho, no lo sabía entonces; pero muy pronto se hizo evidente que la digna soledad no era de su gusto. Recorrió un par de veces la cubierta de un extremo a otro; miró con cierto aire avinagrado de desdén la exhibición de sedas y terciopelos, y a los dos osos que los rondaban, y finalmente se acercó a mí. —¿Le gusta a usted viajar por mar? —inquirió. Le expliqué que era algo que debía ponerse aún a prueba, pues aquélla era mi primera travesía. —¡Oh, qué encantador! —exclamó —. Le envidio la novedad; las primeras impresiones son tan agradables... Yo he hecho tantos viajes que casi he olvidado el primero. Estoy blasée [12] del mar y todo eso. Sonreí sin poder contenerme. —¿Por qué se ríe de mí? —preguntó con una sincera irritación que me complació más que el resto de su charla. —Porque es usted demasiado joven para estar blasée de algo. —Tengo diecisiete años —contestó, herida en su orgullo. —Pues no parece que tenga más de dieciséis. ¿Le gusta viajar sola? —¡Bah! Me da igual. He cruzado diez veces el Canal, yo sola; pero procuro no estar sin compañía mucho tiempo: siempre hago amistad con alguien. —No creo que encuentre muchos amigos en este viaje —exclamé mirando al grupo de los Watson, que en ese momento reían y armaban bastante alboroto en cubierta. —Desde luego no serán ésos tan odiosos. Esa clase de gente tendría que viajar en la bodega. ¿Va usted a algún colegio? —No. —¿Adónde va? —No tengo la menor idea... sólo sé que desembarcaré en el puerto de BoueMarine. Ella me miró fijamente y luego siguió hablando con indiferencia. —Yo voy a un colegio. ¡He ido a tantos colegios extranjeros en mi vida! Y, a pesar de ello, soy una completa ignorante. No sé nada... nada de nada... se lo aseguro; sólo toco el piano y bailo estupendamente; y, por supuesto, sé hablar francés y alemán, aunque no leo ni escribo bien estos idiomas. ¿Sabe que el otro día me pidieron que tradujese al inglés una sencilla página de alemán y fui incapaz de hacerlo? Papá se sintió muy avergonzado; dijo que parecía como si monsieur de Bassompierre, mi padrino, que es quien paga mis gastos escolares, hubiera tirado el dinero. Y en lo que se refiere a otras materias, historia, geografía, aritmética, etcétera, soy como un recién nacido; y escribo muy mal el inglés... con una ortografía y una sintaxis terribles, según dicen. Además, parezco haber olvidado mi religión; me consideran protestante, ¿sabe?, pero lo cierto es que no estoy segura de si lo soy o no: no recuerdo muy bien la diferencia entre católicos y protestantes. Sin embargo, no me importa lo más mínimo. En una ocasión fui luterana en Bonn... ¡querido Bonn!, ¡encantador Bonn! ¡Cuántos estudiantes apuestos había allí! Todas las muchachas bonitas de nuestro colegio tenían un admirador; sabían a qué hora salíamos a pasear y casi siempre se cruzaban con nosotras. Schönes Mädchen [13] , les oíamos decir. ¡Fui sumamente feliz en Bonn! —¿Y dónde se dirige ahora? — pregunté. —¡Oh! A... chose —respondió. El caso es que la señorita Ginevra Fanshawe (que era el nombre de la joven) sustituía con la palabra chose [14] todos los términos que olvidaba. Era una costumbre: chose aparecía cada dos por tres en su conversación como oportuno sustituto de cualquier palabra de cualquier lengua que casualmente hablara en ese momento. Las jóvenes francesas suelen hacer lo mismo; de ellas había adquirido la costumbre. En esa ocasión descubrí, sin embargo, que chose se refería a Villette, la gran capital del gran reino de Labassecour [15] . —¿Le gusta Villette? —inquirí. —Bastante. Los nativos son terriblemente estúpidos y vulgares, pero hay algunas familias inglesas muy respetables. —¿Está usted en un colegio? —Sí. —¿Y es bueno? —¡Oh, no! ¡Es horrible! Pero salgo todos los domingos y no me importan nada ni las maîtresses, ni los professeurs, ni las élèves, y mando las clases au diable. Una no se atreve a decir eso en inglés, ¿sabe?, pero en francés suena muy bien. Así que llevo una vida de lo más agradable... ¿Vuelve a reírse de mí? —No, sólo me río de mis propios pensamientos. —¿Cuáles son? —y sin esperar respuesta, añadió—: Y ahora dígame dónde va usted. —Donde me lleve el Destino. Pretendo ganarme el sustento donde pueda. —¡Ganarse el sustento! —repitió, consternada—. Entonces ¿es usted pobre? —Tan pobre como Job. —¡Bah! ¡Qué fastidioso! —exclamó tras una pausa—. Pero yo sé lo que eso significa; en casa todos son pobres: papá, mamá y todos los demás. Papá es el capitán Fanshawe, un oficial retirado; aunque es de buena familia, y algunos de nuestros parientes son muy distinguidos, mi tío y padrino De Bassompierre, que vive en Francia, es el único que nos ayuda: se encarga de la educación de las chicas de la familia. Tengo cinco hermanas y tres hermanos. Al final nos casaremos... supongo que con caballeros ya mayores y con dinero. Papá y mamá se ocupan de eso. Mi hermana Augusta se ha casado con un hombre que parece mucho más viejo que papá. Augusta es muy guapa, no de mi estilo, sino morena; su marido, el señor Davies, contrajo la fiebre amarilla en la India y aún conserva el color de una guinea, pero es rico, y Augusta tiene su propio carruaje y una buena posición, y todos pensamos que ha hecho una boda inmejorable. Eso es mejor que «ganarse el sustento», como usted dice. Por cierto, ¿es usted inteligente? —No... en absoluto. —¿Sabe tocar el piano, cantar, hablar tres o cuatro lenguas? —Qué va... —Aun así creo que es usted inteligente —comentó, antes de detenerse a bostezar—. ¿Se marea? —¿Y usted? —¡Muchísimo! En cuanto veo el mar. Lo cierto es que ya empiezo a sentirme indispuesta. Bajaré al camarote y no pararé de dar órdenes a esa camarera gorda y odiosa. Heureusement je sais faire aller mon monde [16] —y, diciendo estas palabras, se marchó. Al poco rato la siguieron los demás pasajeros; yo pasé la tarde sola en cubierta. Cuando recuerdo la tranquilidad y la dicha de aquellas horas, y evoco al mismo tiempo la situación en que me hallaba, incierta... desesperada, dirían algunos..., rememoro estos versos: Stone walls do not a prison make, Nor iron bars — a cage [17] . Y siento que los peligros, la soledad y un futuro incierto no son males abrumadores mientras el cuerpo esté sano y las facultades en uso, y sobre todo, mientras la Libertad nos preste sus alas [18] y la Esperanza nos guíe con su estrella. No me mareé hasta mucho después de pasar Margate, y fue grande el placer con que respiré la brisa marina, y divino el gozo que sentí con el balanceo de las olas del Canal, con las aves marinas en sus arrecifes, con las blancas velas en la oscura lejanía, con el cielo sereno y nublado dominándolo todo. En mi ensoñación, creí ver el continente europeo como una inmensa y lejana tierra de promisión. Los rayos de sol caían sobre él, convirtiendo la larga costa en una línea dorada; y, en aquel panorama que refulgía como el metal, las líneas borrosas de los pueblos de casas apiñadas, de las torres blancas como la nieve, de los bosques frondosos, de las cumbres desiguales, de los suaves pastos y de los arroyos veteados parecían grabadas en relieve. Al fondo, se desplegaba un cielo majestuoso de color azul oscuro; y, solemne como su imperial promesa, mágico en sus suaves tonalidades, se extendía un arco iris de norte a sur, inclinado ante Dios, al igual que un arco de esperanza. Olvídalo todo, te lo ruego, lector, o más bien déjalo estar y extrae de ello una moraleja, una versión aliterada en letras de molde: Las fantasías son engaños de Satanás. Llegué a sentirme muy mareada, y bajé al camarote con paso vacilante. Casualmente, la litera de la señorita Fanshawe estaba al lado de la mía, y lamento decir que esa joven me atormentó con su despiadado egoísmo mientras estuvimos indispuestas. Su agitación y su impaciencia eran difícilmente superables. Las Watson, que también estaban muy mareadas, y a las que la camarera atendía con descarada parcialidad, eran realmente estoicas comparadas con ella. Desde entonces, he observado a menudo en personas como Ginevra Fanshawe, de temperamento frívolo e indolente y belleza frágil y rubia, una total incapacidad para soportar el sufrimiento: son personas que parecen agriarse con la adversidad como la cerveza barata cuando truena; el hombre que toma a una de esas mujeres por esposa debería estar dispuesto a garantizarle una existencia en la que sólo brille el sol. Su insoportable malhumor me hizo perder la paciencia, y le pedí en tono cortante que «cerrara la boca». Mi rudeza le sentó bien, y me di cuenta de que no me guardaba ningún rencor por ella. Al caer la noche, el mar se encrespó: olas cada vez más grandes azotaban con fuerza el costado del barco. Era extraño pensar que sólo nos rodeaban el agua y la oscuridad, y sentir que la nave avanzaba sin perder el rumbo, a pesar del ruido, el oleaje y el creciente temporal. Algunas piezas del mobiliario empezaron a caerse y fue necesario trincarlas para que no se movieran de su sitio; los pasajeros estaban cada vez más mareados; la señorita Fanshawe declaró entre gemidos que se moría. —Todavía no, querida —dijo la camarera—. Acabamos de llegar a puerto. En efecto, un cuarto de hora más tarde se hizo la calma; nuestro viaje concluyó en torno a la medianoche. Yo lo lamentaba; sí, lo lamentaba. Mi descanso había llegado a su fin; mis problemas —mis acuciantes problemas — volvían a comenzar. Cuando subí a cubierta, el aire glacial y el oscuro ceño de la noche parecieron reprocharme la osadía de haber viajado hasta allí; las luces de aquel pueblo extranjero de la costa, brillando con luz trémula alrededor del puerto, me recibían al igual que cientos de ojos amenazadores. Unos amigos subieron a bordo para dar la bienvenida a los Watson; un numeroso grupo de familiares y amigos rodeó y se llevó a la señorita Fanshawe; a mí... ni se me ocurrió comparar mi situación con la de ellos. Sin embargo, ¿dónde podía ir? Tenía que dirigirme a alguna parte. La necesidad no le permite a uno ser exigente. Cuando pagué a la camarera sus honorarios (y pareció sorprendida de que alguien como yo le diera una propina que superaba lo que seguramente esperaban sus burdos cálculos), le dije: —¿Tendría usted la amabilidad de indicarme una posada tranquila y respetable donde pasar la noche? No sólo me dio la dirección que pedía, sino que llamó a un mozo y le ordenó que se hiciera cargo de mí... no de mi baúl, que estaba en la aduana. Seguí al hombre por una calle toscamente empedrada, bajo la caprichosa luz de la luna; me condujo hasta la posada. Le ofrecí una moneda de seis peniques, que él rehusó; imaginando que no era suficiente, la cambié por un chelín, pero tampoco quiso aceptarlo, hablando con cierta brusquedad en una lengua que yo desconocía. Un criado que salió al callejón de la posada iluminado por una farola, me recordó en un inglés vacilante que mi dinero era moneda extranjera y allí no servía. Le di un soberano para que me lo cambiara. Arreglado este pequeño asunto, pedí una habitación; fui incapaz de cenar: aún estaba mareada y nerviosa, y me temblaba todo el cuerpo. Cómo me alegré cuando por fin se cerró la puerta de mi diminuto dormitorio y me quedé a solas con mi agotamiento. Una vez más podía descansar, aunque la nube de incertidumbre sería igual de densa al día siguiente; la necesidad de actuar, más apremiante; el peligro (o la miseria), más cercano; la lucha (por la subsistencia), más encarnizada.

VILLETTEWhere stories live. Discover now