CAPÍTULO XI. EL CUARTITO DE LA PORTERA

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Era verano y hacía mucho calor. Georgette, la hija menor de madame Beck, empezó a tener fiebre. Curada repentinamente de su enfermedad, Désirée fue enviada con Fifine a casa de su bonnemaman(abuela) en el campo, como precaución para evitar el contagio. La ayuda médica fue entonces necesaria y madame, haciendo caso omiso del regreso del doctor Pillule, que había vuelto una semana antes, llamó a su rival inglés para que continuara sus visitas. Una o dos de las pensionnaires se quejaron de dolor de cabeza, y presentaron alguno de los síntomas de la dolencia de Georgette. «Por fin avisarán al doctor Pillule —pensé—, la directora es demasiado prudente para permitir que un hombre tan joven atienda a las alumnas.» Madame Beck era muy cautelosa, pero también podía ser increíblemente audaz. Lo cierto es que llevó al doctor John a la parte del edificio que servía de internado y le pidió que examinara a la altiva y hermosa Blanche de Melcy y a la vanidosa y coqueta Angélique, su amiga. Tuve la impresión de que al doctor John le complacía esta prueba de confianza; y, si un comportamiento discreto hubiera podido justificar ese paso, él lo habría justificado con creces. Sin embargo, en aquel país de conventos y confesionarios, una presencia como la suya en un Pensionnat de demoiselles no podía quedar impune. El internado se llenó de murmuraciones, la cocina de cuchicheos, la ciudad se hizo eco de los rumores, los padres escribieron cartas e hicieron visitas de protesta. Si madame Beck hubiera sido una mujer débil, aquélla habría sido su perdición: una docena de colegios rivales estaban dispuestos a convertir aquel paso en falso —si es que lo era— en su ruina; pero madame Beck no era una mujer débil y, aunque su comportamiento fuera un poco jesuítico, mi corazón aplaudió y gritó «¡Bravo!» al ser testigo de su inteligencia, habilidad, temple y firmeza. Recibió a los asustados padres con suma cortesía y buen humor, pues nadie podía igualarla en, no sé si decir la posesión o la asunción de cierto rondeur et franchise de bonne femme(descaro y franqueza de matrona), que a veces la ayudaba a lograr sus objetivos con rapidez y rotundidad, allí donde una extrema gravedad y un serio razonamiento hubieran fracasado. —Ce pauvre docteur Jean! —exclamó, riendo y frotándose jovialmente sus pequeñas manos blancas y regordetas—. Ce cher jeune homme! La meilleure créature du monde! Y siguió explicando cómo había tenido que llamarlo para que atendiera a sus propias hijas, que se habían encariñado tanto con él que se llevarían un berrinche sólo de pensar en otro médico; cómo, después de haberle confiado a sus niñas, creyó natural confiarle a las demás, y au reste había sido una medida totalmente transitoria: Blanche y Angélique tenían jaqueca y el doctor John les había recetado un medicamento; voilà tout! Los padres cerraron la boca. Blanche y Angélique contribuyeron a zanjar el asunto cantando a dúo las alabanzas de su médico; las demás alumnas las secundaron, declarando unánimemente que, cuando estuvieran enfermas, sólo querrían al doctor John; y madame se echó a reír, y los padres la imitaron. Los habitantes de Labassecour deben de tener un amor filial desmedido: al menos llevan demasiado lejos la indulgencia con sus vástagos; en la mayoría de los hogares, la voluntad de los hijos se convierte en ley. Madame adquirió fama de haber actuado en aquella ocasión con un espíritu de maternal parcialidad: su prestigio se acrecentó; jamás había sido tan apreciada como directora. Aún hoy sigo sin comprender por qué arriesgó hasta ese punto sus intereses por el doctor John. 

Lo que murmuraba la gente, lo sé muy bien: todo el internado —alumnas, profesores, criados incluidos— aseguraba que iba a casarse con él. Lo daban por hecho: la diferencia de edad no era ningún obstáculo a sus ojos; el matrimonio se celebraría. Debe admitirse que las apariencias no desmentían del todo aquella idea; madame parecía tan inclinada a conservar sus servicios, había olvidado de tal modo a su anterior protégé, Pillule... Se preocupaba tanto, además, por recibirlo personalmente, y se mostraba siempre tan jovial, alegre y benévola con él... Por otra parte, en aquella época concedía especial atención a su vestimenta: abandonó su déshabillé matinal, el gorro de dormir y el chal; las tempranas visitas del doctor John la encontraban con sus cabellos color caoba hermosamente trenzados, con un elegante vestido de seda y unos preciosos brodequins en lugar de zapatillas: en pocas palabras, tan cuidadosamente arreglada como la modelo de un artista, tan fresca y lozana como una flor. No creo, sin embargo, que tuviera la intención de ir más allá de demostrar a un hombre muy apuesto que ella no era una mujer vulgar: y no lo era en absoluto. Sin tener unas facciones hermosas ni una figura elegante, resultaba atractiva. Sin tener juventud ni las gracias que la adornan, irradiaba alegría. Uno no se cansaba nunca de verla: jamás era monótona, ni insípida, ni anodina, ni aburrida. El color vivo de sus cabellos, el brillo moderado de sus ojos azules, la saludable tonalidad afrutada de sus mejillas... todo eso gustaba de forma mesurada, pero constante. ¿Se le pasaba realmente por la imaginación adoptar al doctor John como marido? ¿Pensaba introducirlo en su confortable hogar, entregarle sus ahorros, que, según decían, habían llegado a ser considerables, y ofrecerle una vida llena de comodidades hasta el fin de sus días? ¿Sospechaba el doctor John que ella acariciaba semejante idea? Me lo encontré varias veces después de haber estado en su presencia, con una media sonrisa en los labios y una mirada de frívola y exaltada vanidad masculina en los ojos. A pesar de su belleza física y de su naturaleza bondadosa, no era perfecto; pero habría tenido que ser muy despreciable para alentar unos propósitos que él no perseguía. Pero ¿era cierto que no los perseguía? La gente aseguraba que era pobre, que vivía del ejercicio de su profesión. Aunque madame tenía unos catorce años más que él, era esa clase de mujer que nunca envejece, ni se marchita, ni se estropea. No hay duda de que se llevaban bien. Quizá él no estuviera enamorado; pero ¿cuántas personas se enamoran de verdad, o al menos se casan por amor en este mundo? Todos esperábamos el desenlace. No sé lo que esperaba él, ni lo que observaba; pero la peculiaridad de sus modales, la mirada expectante, cautelosa, absorta, vehemente, no desaparecían nunca: más bien se intensificaban. Había siempre algo en él que escapaba a mi comprensión, y creo que cada vez se alejaba más de ella. Un día Georgette amaneció con más fiebre y, por ese motivo, estaba muy irritable; lloraba sin cesar y no había manera de calmarla. Pensé que no le había sentado bien cierto medicamento, y dudé de la conveniencia de seguir administrándoselo; aguardé con impaciencia la llegada del médico para consultarlo. Sonó la campanilla de la puerta, y el doctor John entró; lo supe con seguridad, pues le oí hablar con la portera. Él tenía la costumbre de venir directamente al cuarto de las niñas, subiendo los escalones de tres en tres y apareciendo ante nosotras como una agradable sorpresa. Pasaron cinco minutos... diez... y ni lo vi ni le oí. ¿Qué podía estar haciendo? Tal vez esperaba abajo, en el pasillo. La pequeña Georgette seguía quejándose desconsolada: —¡Minnie, Minnie, estoy muy malita! —decía, dándome el apelativo cariñoso que le gustaba. Me dio tanta pena que bajé a investigar por qué el médico no subía. El pasillo estaba vacío. ¿Dónde se había metido? ¿Estaría con madame en la salle à manger? Imposible: yo la había dejado

VILLETTEWhere stories live. Discover now