CAPÍTULO XXXV. FRATERNIDAD

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«Oubliez les professeurs.» Eso había dicho madame Beck. Nuestra directora era una mujer sabia, pero no debería haber pronunciado esas palabras. Hacerlo fue un error. Aquella noche tendría que haberme dejado tranquila... no excitada; indiferente, no interesada; aislada en mi propia estima y la de los demás... desvinculada por completo de esa segunda persona que yo debía olvidar. ¿Olvidar? ¡Ah! Tramaron un buen plan para que olvidara a monsieur Paul, ¡los muy presuntuosos! Me mostraron cuán bondadoso era; convirtieron a mi querido hombrecillo en un héroe intachable. Y luego hablaron de su forma de amar. ¿Cómo podía haber sabido yo, antes de ese día, si era capaz de querer o no? Lo había visto celoso, suspicaz; había percibido en él cierta ternura, cierta vacilación... una dulzura que llegaba como una bocanada de aire cálido, y una compasión que pasaba como el rocío de la mañana, y que secaba el ardor de su irritabilidad: eso era cuanto sabía. Y ellos, père Silas y Modeste Marie Beck (tenía la convicción de que los dos se habían puesto de acuerdo), abrieron el sagrario del corazón de monsieur Paul, y me mostraron un gran amor, hijo de la juventud de su naturaleza meridional, nacido tan profundo y tan perfecto que se había reído de la propia Muerte, despreciando su mezquino expolio de la materia, aferrándose al espíritu inmortal y velando una tumba durante veinte años, victorioso y leal. Y no lo había hecho por simple capricho: no era una mera concesión a los sentimientos; había demostrado su fidelidad consagrando sus mejores energías a un generoso propósito, y lo había atestiguado con inmensos sacrificios personales: por los seres que ella amó en el pasado, había dejado a un lado la venganza y aceptado una cruz. En cuanto a Justine Marie, tenía la sensación de conocerla tan bien como si la hubiera visto. Sabía que era suficientemente buena; había jóvenes como ella en el colegio de madame Beck: flemáticas, pálidas, poco despiertas, apáticas, pero de buen corazón, indiferentes al mal, insípidas para el bien. Si llevaba alas de ángel, yo sabía qué fantasía de poeta se las había proporcionado. Si su frente resplandecía con el reflejo de una aureola, yo sabía en el fuego de qué iris había nacido ese círculo de llamas sagradas. ¿Debía, entonces, tener miedo a Justine Marie? ¿Acaso el retrato de una pálida monja difunta podía levantar una barrera eterna? ¿Y qué pasaba con las obras de caridad que absorbían los bienes terrenos de monsieur Paul? ¿Y qué pasaba con su corazón, consagrado a la virginidad? Madame Beck, père Silas, no deberían ustedes haberme sugerido esas preguntas. Eran a un tiempo el enigma más profundo, el obstáculo más firme y el estímulo más poderoso que jamás había experimentado. Durante siete días y siete noches me dormí, soñé y me desperté con ellas. En todo el mundo no había respuesta, si exceptuamos allí donde un hombrecillo moreno vivía, se sentaba, paseaba e impartía lecciones, tocado con el bonnet-grec de un bandido y envuelto en un triste paletôt, lleno de tinta y bastante polvoriento. Después de mi visita a la rue des Mages, ardía en deseos de ver al profesor. Tenía la sensación de que, sabiendo lo que ahora sabía, leería en su rostro una página más lúcida, más interesante que nunca; anhelaba descubrir en ella la impronta de su primitiva devoción, las huellas del espíritu mitad caballeresco mitad santo que el relato del sacerdote le había atribuido. Se había convertido en mi

héroe cristiano, y como tal quería verlo. No tardé en gozar de una oportunidad: mis nuevas impresiones se pusieron a prueba al día siguiente. Sí: el destino me concedió un encuentro con mi «héroe cristiano», un encuentro no demasiado heroico, ni sentimental, ni bíblico, pero, a su manera, bastante animado. Hacia las tres de la tarde, la paz de la clase del primer curso —instaurada sin esfuerzo, al parecer, por la serena autoridad de madame Beck, que, in propria persona, estaba impartiendo una de sus metódicas y provechosas lecciones—, esa paz, como iba diciendo, sufrió una brusca sacudida por la entrada impetuosa de un paletôt. Nadie en ese momento estaba más tranquilo que yo. Liberada de mis responsabilidades gracias a la presencia de madame Beck, sosegada por su voz uniforme, y disfrutando y aprendiendo con la clara explicación del tema que nos ocupaba (pues era muy buena profesora), me inclinaba sobre mi pupitre dibujando, es decir, haciendo una copia de un minucioso grabado, esforzándome para que se pareciera al original, pues ésa era mi idea del arte; y, por extraño que parezca, me complacía enormemente esa tarea, e incluso sabía reproducir facsímiles chinos de una gran exquisitez, de planchas de acero o punta seca; no creo que fueran más valiosos que los trabajos de estambre, pero, por aquel entonces, yo tenía muy buena opinión de ellos. ¿Qué ocurría? Mi dibujo, mis lápices, mi querida copia, recogidos con violencia, desaparecieron de mi vista; yo misma me sentí zarandeada y arrancada de mi silla, al igual que una nuez moscada marchita y solitaria es extraída de una caja de especias por un cocinero exaltado. Aquella silla y mi pupitre, levantados por el enloquecido paletôt, cada uno debajo de una manga, de pronto estuvieron lejos; en un instante, yo misma seguí a los muebles; dos minutos después, estaban en el centro de la grande salle —la enorme sala contigua, que sólo empleábamos normalmente para clases de baile y canto coral—, colocados con un ímpetu que parecía desvanecer toda esperanza de que me permitieran algún día moverme de allí. Cuando logré recuperarme parcialmente del susto, me encontré ante dos hombres —supongo que debería decir caballeros—, uno moreno, el otro rubio; uno con aire estirado, medio marcial, con galones en el surtout(sobretodo); y el otro compartiendo, por su atuendo y sus modales, el aspecto descuidado de artistas y estudiantes: los dos lucían en todo su esplendor mostachos, patillas y moscas. Monsieur Emanuel estaba un poco apartado de ellos; su semblante y sus ojos reflejaban una intensa cólera; extendió la mano con su gesto de tribuno.
—Mademoiselle —dijo—, su misión consiste en demostrar a estos caballeros que no soy un mentiroso. Responderá lo mejor que pueda a las preguntas que ellos le formulen. Escribirá sobre el tema que ellos decidan. Para estos caballeros soy un impostor sin escrúpulos. Escribo redacciones; y, con deliberada falsedad, las firmo con los nombres de mis alumnos y alardeo de su trabajo. Usted rebatirá esa acusación.
Grand Ciel!(Santo Cielo!)La prueba-espectáculo, tanto tiempo eludida, caía sobre mí como un trueno. Aquellos dos personajes elegantes, altaneros, con galones y mostachos no eran otros que los atildados profesores de universidad, monsieur Boissec y Rochemorte, un par de petimetres sin sentimientos, además de pedantes, escépticos y burlones. Al parecer, monsieur Paul había cometido la imprudencia de enseñar algo que yo había escrito... algo que jamás había elogiado o siquiera mencionado en mi presencia, y que yo creía olvidado. La redacción no era nada excepcional; sólo parecía serlo en comparación con las que escribían la mayoría de las muchachas extranjeras; en un centro de enseñanza inglés habría pasado casi inadvertida. Messieurs Boissec y Rochemorte habían creído oportuno investigar su autenticidad, e insinuaban que era una estafa; yo tenía que atestiguar la verdad,

VILLETTEWhere stories live. Discover now