CAPÍTULO XXII. LA CARTA

677 71 0
                                    


Cuando reinó el silencio en la casa, terminó la cena y el ruidoso recreo, anocheció y encendieron la

lámpara en el refectorio; cuando las externas se marcharon a casa, y cesó la barahúnda de la puerta y

la campanilla, y madame estuvo instalada en la salle à manger en compañía de su madre y de algunos

amigos, me escabullí a la cocina y pedí, como algo excepcional, que me prestaran una bougie(una vela) durante media hora. Mi amiga Goton accedió en seguida:

—Mais certainement, chou-chou, vous en aurez deux, si vous voulez.(Claro que sí, tesoro, y puede llevarse dos si quiere.) Con la vela en la mano, subí silenciosamente al dormitorio.

Sufrí una gran desilusión al encontrar allí a una alumna indispuesta, tendida en la cama... pero

ésta fue aún mayor al reconocer, entre los bordes de muselina del gorro de dormir, la figure

chiffonée(el semblante cansado) de la señorita Ginevra Fanshawe. Es cierto que en aquel instante estaba dormida, pero

tenía el convencimiento de que se despertaría y me abrumaría con su charla en el momento más

inoportuno; y, mientras la observaba, un ligero parpadeo me advirtió que su reposo podía ser fingido,

una mera artimaña para espiar con disimulo los movimientos de Timon: no se podía confiar en ella. ¡Y deseaba tanto quedarme a solas para leer mi maravillosa carta con tranquilidad!

No tenía más remedio que dirigirme a las aulas. Después de buscar y encontrar mi trofeo, bajé las

escaleras. Pero la mala suerte me perseguía. Estaban limpiando las clases a fondo, a la luz de las velas,

como hacían una vez a la semana: los bancos se apilaban sobre los pupitres, el aire estaba lleno de

polvo y los posos de café (que las criadas de Labassecour empleaban en vez de hojas de té) oscurecían

el suelo; la confusión era enorme. Anonadada, pero no vencida, me marché, firmemente decidida a

encontrar un poco de soledad en algún lugar.

Tras coger una llave cuyo escondite conocía, subí tres tramos de escalera hasta llegar a un rellano

oscuro, estrecho y silencioso, abrí una puerta carcomida y me adentré en el inmenso, frío y negro

desván. Allí nadie me seguiría... nadie me interrumpiría... ni siquiera madame. Cerré la puerta; dejé

la vela sobre una cómoda mohosa y tambaleante; me envolví en un chal, pues el aire era gélido; cogí

la carta, temblando de dulce impaciencia; rompí el sello.

«¿Será larga?... ¿será corta?», pensé, pasándome la mano por los ojos para disipar la penumbra

plateada de una llovizna traída por el viento del sur.

Era larga.

«¿Será fría?... ¿será amable?»

Era amable.

A mi esperanza, obediente y resignada, le pareció muy amable; a mi pensamiento, inquieto y

voraz, le pareció, tal vez, más amable de lo que realmente era.

¡Había tenido tan pocas esperanzas, y mi temor había sido tan grande! Al ver mi sueño cumplido,

sentí una gran felicidad... una felicidad que muchos seres humanos quizá no lleguen a conocer nunca.

La pobre profesora de inglés, en el helado desván, leyendo a la luz mortecina y vacilante de una vela,

VILLETTEWhere stories live. Discover now