CAPÍTULO XVIII. DISCUTIMOS

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Durante los primeros días de mi estancia en La Terrasse, Graham nunca se sentó a mi lado ni, en sus frecuentes paseos por la estancia, se acercó donde yo estaba o pareció más serio y preocupado de lo habitual; pero yo pensaba en la señorita Fanshawe y esperé que sus labios pronunciaran ese nombre.

Mi cabeza y mis oídos estaban siempre preparados para tan delicado tema; mi paciencia recibió la orden de no bajar nunca la guardia, y mi comprensión deseó llenar su cornucopia para poder derramarla en caso de necesidad. Por fin, cierto día, después de una breve lucha interior que percibí y espeté, Graham se decidió a hablar. Empezó a hacerlo con mucha discreción, como si apenas le importara.

—He oído decir que su amiga pasa las vacaciones viajando, ¿no es así?

«¡Mi amiga!», pensé; pero no quise contradecirle. Tenía que dejarle obrar a su manera; tenía que aceptar tan necia acusación; dejaría que fuera mi amiga. Sin embargo, a modo de experimento, no pude evitar preguntarle a quién se refería.

—Ginevra... la señorita Fanshawe, ¿no ha acompañado a los Cholmondeley en un recorrido por el sur de Francia?

—En efecto.

—¿Se escriben ustedes?

—Le sorprenderá oír que nunca se me ha ocurrido solicitar semejante privilegio.

—¿Ha visto cartas escritas de su puño y letra?

—Sí, algunas dirigidas a su tío.

—No creo que les falte ingenio ni naïveté; hay tanta gracia y tan poca hipocresía en su alma...

—Escribe con bastante claridad cuando se dirige a monsieur de Bassompierre: para que pueda leer sus misivas de corrido (de hecho, las cartas de Ginevra a su rico pariente eran normalmente documentos de negocios, inequívocas peticiones de dinero).

—¿Y su letra? Seguro que es bonita, ligera, femenina.

Lo era, y así se lo dije.

—Estoy convencido de que la señorita Fanshawe lo hace todo bien —dijo el doctor John; y, como yo no parecía muy entusiasmada con su comentario, agregó—: Usted, que la conoce, ¿hay algo en lo que no sea perfecta?

—Sabe hacer muy bien varias cosas. («Entre otras, coquetear», añadí para mis adentros.)

—¿Cuándo cree que volverá a la ciudad? —se apresuró a preguntar.

—Disculpe, doctor John, será mejor que me explique. Me siento muy honrada de que me atribuya un grado de intimidad con la señorita Fanshawe que no tengo la dicha de disfrutar, pero nunca he sido la depositaria de sus planes ni de sus secretos. Encontrará a sus amigos íntimos en una esfera muy diferente a la mía: entre los Cholmondeley, por ejemplo.

En realidad, Graham creyó que yo sentía los mismos celos que él.

—Debe perdonarla, Lucy —dijo—, y juzgarla con indulgencia; el brillo de la alta sociedad la ha deslumbrado, pero no tardará en descubrir la vacuidad de esa gente, y entonces volverá a usted con cariño acrecentado y depositará en usted su confianza. Conozco un poco a los Cholmondeley; son personas superficiales, extravagantes, egoístas: puede estar segura de que Ginevra, en el fondo, la aprecia más a usted que a veinte de su especie.

—Es usted muy amable —contesté, lacónicamente.

Ardía en deseos de negar los sentimientos que Graham me achacaba, pero logré sofocar las llamas. Me sometí a ser considerada la triste, humillada y vieja confidente de la distinguida señorita Fanshawe: pero, lector, fue una dura sumisión.

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