CAPÍTULO XXIX. LA FÊTE DE MONSIEUR

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A la mañana siguiente me levanté una hora antes del amanecer, y terminé la leontina arrodillada en el centro del gran dormitorio, con el fin de aprovechar los últimos destellos mortecinos de la lámpara nocturna. Empleé todo el material —todo mi surtido de cuentas y sedas— antes de que la cadena alcanzara la longitud y la riqueza que yo deseaba; la había hecho doble, pues sabía —por ser el polo opuesto— que, para satisfacer el gusto de la persona que quería complacer, un aspecto sólido era imprescindible. Para rematar la pieza, necesitaba un pequeño broche de oro; afortunadamente, tenía uno en el cierre de mi único collar; lo desprendí con cuidado, volví a prenderlo, y luego enrollé la leontina y la guardé en una cajita que había comprado por su tono irisado, pues era de una concha tropical de color nacarat(nacarado) y tenía una pequeña guirnalda de brillantes piedras azules. En el interior de la tapa, grabé cuidadosamente ciertas iniciales con la punta de mis tijeras.

Es posible que el lector recuerde la descripción de la fête de madame Beck; tampoco habrá olvidado que todos los años se recaudaba dinero en el colegio para comprarle un bonito regalo. La observancia de ese día era una distinción que sólo se concedía a madame Beck y, de un modo diferente, a su primo y consejero, monsieur Emanuel. En el último caso, se trataba de un honor conferido espontáneamente, no preparado ni dispuesto de antemano, y ofrecía una prueba adicional, entre muchas otras, de la estima que —a pesar de su parcialidad, prejuicios e irritabilidad— sentían las alumnas por su profesor de literatura. No se le regalaba ningún objeto de valor: él dejaba bien claro que no aceptaría ni plata ni joyas. Pero le complacía recibir algún pequeño obsequio; el coste, el valor monetario, no le impresionaba: un anillo de diamantes o una caja de rapé de oro, ofrecidos con gran pompa, habrían sido menos de su gusto que una flor o un dibujo entregados con sencillez y sentimientos sinceros. Así era su naturaleza. No era un hombre sabio para su generación, pero podía reclamar una simpatía filial con la Luz que brillaba en lo alto. La fête de monsieur Paul era el uno de marzo, jueves. Amaneció un día hermoso y soleado y, como ese día de la semana asistíamos a misa por la mañana y teníamos la tarde libre, lo que nos permitía pasear, ir de compras o visitar a nuestros amigos, aquella mezcla de consideraciones motivó que todo el mundo se vistiera con mayor frescura y elegancia. Los cuellos sencillos estaban de moda; los sombríos vestidos de lana de todos los días se cambiaron por otros más ligeros y más claros. Aquel jueves, mademoiselle Zélie St Pierre se puso incluso una robe de soie(vestido de seda), un artículo de peligroso lujo y esplendor en la ahorrativa Labassecour; y es más, según se comentó, envió a buscar a un coiffeur para que la peinara aquella mañana. Algunas alumnas fueron lo bastante perspicaces para descubrir que había rociado el pañuelo y sus manos con un perfume nuevo y muy en boga. ¡Pobre Zélie! En aquella época tenía la costumbre de decir que estaba terriblemente cansada de una vida de reclusión y trabajo; que deseaba disponer de medios económicos y de tiempo libre para descansar; tener a alguien que trabajara para ella: un marido que pagase sus deudas (estaba endeudada hasta las cejas), llenara su guardarropa, y la dejara en libertad, como ella decía, para goûter un peu les plaisirs(Disfrutar un poco de los placeres). Durante mucho tiempo, corrió el rumor de que tenía los ojos puestos en monsieur Emanuel. Y es cierto que monsieur Emanuel posaba a menudo los ojos en ella. Se sentaba y la observaba con perseverancia por espacio de varios minutos. He visto cómo la contemplaba durante un cuarto de hora, mientras las alumnas escribían en silencio y él estaba en su trono, sobre la tarima, sin hacer nada. Consciente siempre de esa mirada de basilisco, mademoiselle Zélie se movía sinuosamente en su asiento, medio halagada, medio perpleja, y monsieur seguía con atención sus reacciones, mostrándose en ocasiones terriblemente perspicaz; pues, en algunos casos, su intuición era de lo más penetrante, y traspasaba el último pensamiento oculto en el fondo del corazón, y distinguía bajo los floridos velos los rincones desnudos y estériles del alma: sí, y sus perversas inclinaciones, y sus ángulos más traicioneros —todo lo que hombres y mujeres no habrían sabido percibir—, la columna vertebral torcida, el miembro deforme, y mucho peor, la mancha o la desfiguración que tal vez habían causado ellos mismos. No había ninguna calamidad que monsieur Paul no compadeciera o perdonase si era reconocida con franqueza; pero cuando su mirada inquisitiva se topaba con una negativa que era falsa, cuando sus observaciones implacables desenmascaraban una mentira... ¡Entonces sí que podía ser cruel y, en mi opinión, malvado! Podía arrancar con júbilo la máscara de los pobres y acobardados infelices, empujarlos hasta un lugar elevado, y exhibirlos desnudos, en toda su falsedad —míseras mentiras vivientes—, el germen de esa horrible Verdad que no puede contemplarse desvelada. Él creía hacer justicia; en cuanto a mí, dudo que un hombre tenga derecho a tratar así a sus semejantes: en más de una ocasión, durante sus visitas, me vi obligada a llorar por sus víctimas, y no escatimé la ira y los reproches contra él. Lo merecía; pero no era fácil conseguir que se tambaleara su firme convicción de que esa labor era justa y necesaria. Después de desayunar y de asistir a misa, sonó la campanilla del colegio y se llenaron las aulas: la clase era todo un espectáculo. Alumnas y profesoras se hallaban sentadas, muy bien vestidas, en perfecto orden, expectantes, llevando cada una en la mano el ramillete de felicitación... las flores más hermosas de la primavera, recién cogidas, llenando el aire con su fragancia: yo era la única que no tenía ramillete. Me gusta ver crecer las flores, pero cuando se cortan dejan de agradarme. Las considero entonces objetos desarraigados y perecederos; su semejanza con la vida me entristece. Jamás regalo flores a aquellos que amo; jamás deseo recibirlas de un ser querido. Mademoiselle St Pierre señaló mis manos vacías, no podía creer que hubiera sido tan descuidada; sus ojos recorrieron ávidamente mi persona: seguro que en algún lugar tenía una flor simbólica y solitaria, algún pequeño manojo de violetas, algo con que ganar la aprobación y los elogios por mi ingeniosidad y buen gusto. La Anglaise sin imaginación no justificó los temores de la Parisienne: se sentó sin ningún obsequio, tan desnuda de flores y de hojas como los árboles en invierno. Convencida de esto, Zélie sonrió satisfecha. 

VILLETTEWhere stories live. Discover now