CAPÍTULO X. EL DOCTOR JOHN

920 95 1
                                    


Madame Beck era una mujer consecuente; tolerante con todo el mundo y afectuosa con nadie. Ni siquiera sus propias hijas lograban desviarla del firme tenor de su estoica calma. Se mostraba solícita con su familia, atenta a sus intereses y su bienestar físico; pero jamás parecía experimentar el deseo de sentar a sus pequeñas sobre el regazo, de besar sus labios sonrosados, de abrazarlas con cariño, de llenarlas de suaves caricias o tiernas palabras. A veces la observé sentada en el jardín, contemplando a las niñas mientras paseaban a lo lejos con Trinette, la bonne; su semblante reflejaba preocupación y cautela: sé que a menudo pensaba con inquietud en lo que ella llamaba leur avenir(su porvenir); pero si la más pequeña, una niña enclenque y delicada, aunque encantadora, la veía por casualidad, soltaba la mano de la niñera y, con paso inseguro, se acercaba a ella riendo y jadeando para aferrarse a su rodilla, madame se limitaba a extender con calma la mano, para impedir el molesto golpe ocasionado por la precipitación de la niña. —Prends garde, mon enfant!(Ten cuidado, hija mía!) —exclamaba impasible. Y, pacientemente, le permitía quedarse unos instantes a su lado y luego, sin una sonrisa ni un beso, ni una palabra cariñosa, se levantaba y volvía a llevarla con Trinette. Aunque de un modo diferente, su comportamiento con la niña mayor era igualmente peculiar. Désirée era una criatura muy difícil. «Quelle peste que cette Désirée! Quel poison que cet enfant là!»(Qué peste de niña! Es un verdadero fastidio!) eran las expresiones que le dedicaban, tanto en la cocina como en las aulas. Entre otras cualidades, poseía una destreza exquisita en el arte de la provocación, que a veces estaba a punto de enloquecer a su bonne y a los demás sirvientes. Entraba a escondidas en sus dormitorios del ático, abría sus baúles y cajones, rompía sin motivo sus mejores cofias y ensuciaba sus mejores chales; aprovechaba cualquier oportunidad para acercarse a la alacena de la salle à manger, donde hacía añicos los objetos de porcelana o de cristal, o al armario de la despensa, donde robaba las conservas, bebía el vino dulce, rompía tarros y botellas, y se las ingeniaba para que las sospechas recayeran sobre la cocinera y su ayudante. Cuando madame veía todo esto, o era informada de ello, su único comentario, expresado con incomparable serenidad, era: —Désirée a besoin d'une surveillance toute particulière.(Necesita una vigilancia especial) Por ese motivo, aquella prometedora rama de olivo pasaba mucho tiempo a su lado. Pero no creo que ella le hablara ni una sola vez con sinceridad de sus defectos, ni que le explicase la maldad de semejantes hábitos, ni que le mostrara las consecuencias que acarreaban. La vigilancia debía ser la única cura. Por supuesto, fracasó. Se mantuvo a Désirée alejada en cierto modo de los criados, pero ella desvalijaba y se burlaba de su madre. Robaba y escondía cualquier objeto del escritorio o del tocador de madame sobre el que pudiera poner las manos. Su madre lo veía, pero fingía no enterarse de nada: su alma carecía de la rectitud necesaria para enfrentarse a los vicios de la niña. Cuando desaparecía algo demasiado valioso para no ser restituido, madame Beck afirmaba que Désirée se lo había llevado en broma, y le pedía que lo devolviera. La pequeña no se dejaba engañar: había aprendido a recurrir a la mentira para amparar el robo, y negaba haber tocado el broche, el anillo o las tijeras. Siguiendo con su falso método, la madre adoptaba un aire de credulidad, y después vigilaba y seguía a la niña hasta encontrar sus escondrijos: un agujero en la tapia del jardín... una grieta o ranura en una buhardilla o en una edificación anexa. Luego enviaba a Désirée a pasear con su bonne, y

aprovechaba la ausencia para robar a la ladrona. Désirée demostró ser hija de su astuta madre, pues jamás permitió que su rostro o sus modales reflejaran la menor humillación cuando descubría la pérdida. Decían que la segunda hija, Fifine, se parecía mucho a su difunto padre. Ciertamente, aunque había heredado de su madre la buena salud, los ojos azules y las mejillas sonrosadas, su forma de ser era muy diferente. Era una pequeña criatura alegre y sincera: un alma apasionada, tierna y bulliciosa, bastante proclive a exponerse a peligros y dificultades. Un día se cayó desde lo alto de una empinada escalera de piedra; y, cuando madame oyó el estrépito (no se le escapaba el menor ruido), salió de la salle à manger, recogió a la niña y dijo tranquilamente: —Cet enfant a un os de cassé.(Esta niña se ha roto un hueso). Al principio confiamos en que no fuera así. Pero tenía razón: un bracito regordete colgaba inerte. —Que la coja la señorita (refiriéndose a mí) —ordenó madame—; et qu'on aille tout de suite chercher un fiacre(Y que alguien corra a buscar un coche de punto). Y en el fiacre partió sin demora, con una frialdad y un dominio de sí misma admirables, en busca de un médico. Al parecer, el médico de la familia no estaba en casa; pero no se desanimó: siguió buscando hasta encontrar un sustituto de su agrado, y lo trajo con ella. Mientras tanto, corté la manga del vestido, desnudé a la niña y la acosté. Supongo que ninguna de nosotras (al hablar de nosotras me refiero a la bonne, la cocinera, la portera y yo misma, reunidas en el pequeño y caluroso dormitorio) miró con demasiada atención al médico cuando entró. Al menos yo estaba intentando calmar a Fifine, cuyos gritos (tenía unos buenos pulmones) eran terribles. Éstos redoblaron su intensidad cuando el desconocido se acercó a la cama. —¡Déjeme en paz! —exclamó con vehemencia la pequeña en su imperfecto inglés (las tres niñas hablaban ese idioma) cuando él la cogió en brazos—. No le quiero a usted: ¡quiero al doctor Pillule! —El doctor Pillule es muy amigo mío —respondió el médico en perfecto inglés—; pero está ocupado a tres leguas de aquí, y yo vengo en su lugar. Así que, cuando nos tranquilicemos un poco, nos pondremos manos a la obra; y en seguida tendremos ese pobre bracito vendado y en su sitio. Entonces pidió un vaso de eau sucrée(agua con azucar), le dio unas cucharaditas a Fifine (que era increíblemente golosa; cualquiera podía conquistar su corazón a través del paladar), le prometió darle más cuando terminara la cura y, rápidamente, empezó su trabajo. Como necesitaba ayuda, se la pidió a la cocinera, una mujer corpulenta y de fuertes brazos, pero tanto ella como la portera y la niñera parecieron esfumarse. Yo no sentía el menor deseo de tocar aquel pequeño y descoyuntado miembro, pero, pensando que no había alternativa, extendí una mano para hacer lo que fuera preciso. Alguien se me adelantó: madame Beck había alargado la mano; la suya era firme mientras que la mía temblaba. —Ça vaudra mieux(Ésta me será de más ayuda)—dijo el médico, volviéndose hacia ella. Su decisión fue de lo más acertada. Mi estoicismo habría sido fingido, mi fortaleza falsa. Los de ella no eran falsos ni fingidos. —Merci, madame: très bien, fort bien! —exclamó al terminar—. Voilà un sang-froid bien opportun, et qui vaut mille élans de sensibilité déplacée.(Gracias, señora: ¡muy bien, realmente bien! [...] He aquí una sangre fría muy oportuna y más valiosa que mil gestos de sensibilidad fuera de lugar). A él le complació su firmeza, a ella el cumplido. Es probable que el aspecto general del médico, su voz, su semblante y sus modales también le causaran buena impresión. Lo cierto es que, cuando trajeron una lámpara —pues estaba anocheciendo y la oscuridad era creciente— y me fijé en él, comprendí que, siendo madame Beck una mujer, no podía ser de otro modo. Aquel joven doctor (era joven) tenía una presencia muy poco corriente. Parecía increíblemente alto en aquella pequeña

VILLETTEWhere stories live. Discover now