CAPÍTULO XII. EL COFRECILLO

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Detrás de la casa de la rue Fossette había un jardín bastante grande, teniendo en cuenta que se hallaba en el corazón de la ciudad, y que yo recuerdo muy agradable: pero el tiempo, como la distancia, suaviza algunos escenarios; y donde todo es piedra, paredes desnudas y tórrido pavimento, ¡qué maravilloso parece un arbusto, qué encantador un arriate lleno de plantas! Según la tradición, la casa de madame Beck había sido un convento en el pasado. Antiguamente — no sé cuánto tiempo haría, pero creo que varios siglos: antes de que la ciudad se extendiera hasta allí, cuando no había más que tierras de cultivo y avenidas, y la frondosa y honda soledad que debe rodear una casa religiosa—, había ocurrido algo en aquel lugar que había desatado el miedo y el horror entre las gentes, dejando como legado una historia de fantasmas. Se rumoreaba que una monja blanca y negra vagaba a veces, alguna noche o noches del año, por el vecindario. El espectro debía de haber sido expulsado de allí hacía siglos, pues todos los alrededores estaban llenos de casas; pero ciertos vestigios del convento, en forma de viejos y enormes árboles frutales, consagraban todavía aquel lugar; y, al pie de uno de ellos —un peral tan viejo como Matusalén, casi sin vida, con unas pocas ramas que en primavera seguían renovando fielmente su nieve perfumada, y en otoño sus colgantes dulces como la miel—, podía verse, al apartar la tierra musgosa entre las raíces medio desnudas, el brillo de una losa, suave, dura y negra. Decía la leyenda, nunca confirmada ni aceptada, pero muy extendida, que se trataba de la entrada de una cripta, que ocultaba en las profundidades de aquel terreno, donde crecían las flores y la hierba, los huesos de una joven a la que un cónclave monacal de la oscura Edad Media había enterrado viva por algún pecado contra sus votos. Su recuerdo había hecho temblar de miedo a varias generaciones, mucho después de que su pobre cuerpo se convirtiera nuevamente en polvo; para los ojos asustadizos, eran su hábito negro y su velo blanco los que imitaban las sombras y la luz de la luna al moverse con el viento nocturno entre los matorrales. Al margen de esas tonterías románticas, aquel viejo jardín tenía su encanto. En verano, solía levantarme temprano para disfrutar de su belleza a solas; y, por las noches, me quedaba mucho tiempo en él, sin ninguna compañía, para acudir a mi cita con la luna naciente, o saborear el beso de la brisa nocturna, o imaginar más que sentir la frescura del rocío. El césped era verde, los senderos de grava muy blancos; las capuchinas, brillantes como el sol, proliferaban hermosas entre las raíces de los decrépitos gigantes del huerto. Había un gran cenador, sobre el que se extendía la sombra de una acacia; y una enramada, más pequeña y escondida, al abrigo de las parras, que trepaban por el muro alto y grisáceo enlazándose delicadamente a cuanto las rodeaba con sus zarcillos, rebosantes de racimos en aquel exquisito lugar donde la hiedra y el jazmín se encontraban y fundían. Sin duda era a las doce, al alcanzar la jornada su vulgar mediodía, cuando el internado de madame Beck parecía desbordarse, y todas las alumnas se desperdigaban por el jardín, rivalizando con los alumnos del colegio vecino en el poco recatado ejercicio de pulmones y extremidades; y aquel rincón se convertía entonces en un lugar realmente concurrido. Pero, al llegar el ocaso o la hora del salut, cuando las externas habían regresado a sus hogares y las internas estudiaban en silencio, era muy agradable recorrer sus tranquilos senderos y oír el dulce y excelso repicar de las campanas de St Jean Baptiste. Un anochecer en que yo paseaba sola, la calma creciente, el suave frescor y el fragante aroma con que las flores no respondían al sol sino al seductor rocío, me empujaron a quedarme en el jardín después del crepúsculo. A la luz de la ventana del oratorio vi a los católicos reunidos para las oraciones nocturnas, un rito del que yo, como protestante, me eximía de vez en cuando. «Unos instantes más —me susurraron la soledad y la luna estival—, quédate con nosotras. Reina la paz; durante el próximo cuarto de hora, nadie te echará de menos: el calor y el ajetreo del día te han fatigado; disfruta de este maravilloso momento.» La parte posterior y sin ventanas de varias casas rodeaba el jardín y, en particular, la parte de atrás de una larga hilera de edificios, donde se alojaban los alumnos del colegio vecino, bordeaba todo un costado. Era un muro liso de piedra, si exceptuamos algunas troneras abiertas a la altura del ático, en las habitaciones de las criadas, y una ventana en un piso inferior que, según decían, era el dormitorio o estudio de algún profesor. Aunque era un lugar seguro, las alumnas tenían prohibido adentrarse en el camino que discurría paralelo al alto muro de ese lado del jardín. Lo cierto es que recibía el nombre de l'allée défendue(El camino prohibido), y cualquier jovencita que pusiera allí los pies se hacía merecedora del castigo más severo que las blandas normas del internado de madame Beck permitieran imponer. Los profesores podían entrar allí con impunidad; pero, como el sendero era estrecho y los descuidados arbustos crecían frondosos, entretejiendo un techo de ramas y hojas que los rayos de sol sólo atravesaban con dificultad, rara vez pasaba alguien por aquel rincón, ni siquiera durante el día, y, al anochecer, todo el mundo lo evitaba. Desde el principio, sentí la tentación de convertirme en una excepción a esa regla: la soledad y la penumbra del sendero me atraían. Durante mucho tiempo, el temor a parecer diferente me impidió acercarme; pero, poco a poco, a medida que la gente se acostumbró a mí y a mis hábitos, así como a las peculiaridades de mi carácter —ni lo bastante singulares para interesar, ni tal vez lo bastante destacadas para ofender, pero nacidas conmigo en lo más profundo de mi ser y tan ligadas a mí como mi propia identidad—, poco a poco, empecé a frecuentar aquella estrecha vereda. Me hice jardinera de algunas pálidas flores que crecían entre la espesura; retiré los vestigios de pasados otoños, que escondían al fondo un rústico asiento. Pedí prestado a Goton, la cuisinière, un cubo de agua y un cepillo, y limpié el asiento. Madame vio cómo trabajaba y esbozó una sonrisa de aprobación: no sé si era sincera o no, pero lo parecía. —Voyez-vous! —exclamó—. Comme elle est propre cette demoiselle Lucie! Vous aimez donc cette allée, meess?(¿Ven lo limpia que es la señorita Lucie? ¿Le gusta este sendero, señorita?) —Sí —respondí—, es tranquilo y sombreado. —C'est juste —dijo ella con su air de bonté(Es cierto [... ] con su aire bondadoso); y me invitó a recluirme en él siempre que quisiera, afirmando que, al no estar encargada de la vigilancia, no tenía por qué pasear con las alumnas: sólo debía permitir ir a sus hijas para que practicaran inglés conmigo. La noche en cuestión, me encontraba en aquel recóndito asiento, arrebatado a los hongos y al moho, escuchando lo que parecían lejanos sonidos de la ciudad. Aunque lo cierto es que no eran nada lejanos: el colegio estaba en el centro de la ciudad, a cinco minutos del parque, y a menos de diez de los edificios de esplendor palaciego. Muy cerca había calles anchas y bien iluminadas, en aquellos instantes llenas de vida: los carruajes las recorrían en dirección a los bailes y la ópera. A la misma hora en que sonaba el toque de queda en nuestro convento, en que se apagaban las lámparas y se tendían las cortinas que rodeaban las camas, la alegre ciudad era invitada a divertirse. Sin embargo, yo no pensaba en aquel contraste: mi carácter no era demasiado risueño; jamás había estado en bailes ni óperas; y, aunque los había oído describir a menudo, e incluso había deseado verlos, no era el afán de quien espera compartir un placer en caso de lograrlo, ni de quien se siente llamado a brillar en alguna esfera distante y luminosa en caso de alcanzarla; no era un anhelo que quisiera ver colmado, ni un

VILLETTEWhere stories live. Discover now