CAPÍTULO XV. LAS LARGAS VACACIONES

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Después de la fiesta de madame Beck, con las tres semanas anteriores de holganza, las escasas
doce horas de disipación y alegría, y el día siguiente de completa languidez, llegó un período de
reacción; dos meses de aplicación extrema, de estudio firme y concienzudo. Aquellos dos meses, los
últimos de l'année scolaire, eran los únicos en que se trabajaba realmente. Se aplazaba hasta ellos —
y, tanto profesores como alumnas, concentraban en ellos— el esfuerzo principal para preparar los
exámenes que precedían a la distribución de premios. Las candidatas tenían que trabajar duramente;
los profesores tenían que arrimar el hombro, alentar a las más rezagadas, y ayudar y enseñar
diligentemente a las más prometedoras. Debía efectuarse una espectacular demostración —una
brillante exhibición— ante el público, y todos los medios eran buenos para ese fin.
Apenas me fijé en lo que hacían otros profesores; me bastaba con preocuparme de lo mío: y era
una tarea bastante onerosa, pues tenía que inculcar en unos noventa cerebros las oportunas nociones de lo que ellos consideraban una ciencia sumamente complicada y difícil: la lengua inglesa; y entrenar noventa lenguas en lo que para ellas constituía una pronunciación casi imposible: el ceceo y el siseo propio de las islas.
Llegó el día de los exámenes. ¡Terrible día! Preparado con celoso cuidado, las alumnas se
vistieron para él con silenciosa diligencia: nada vaporoso ni ondulante esta vez, nada de gasa blanca ni de cintas azul celeste; el arreglo personal fue rápido y disciplinado. Sentía que aquel día estaba
especialmente condenada al fracaso, era la profesora en la que recaía el peso principal y la prueba más difícil. Las demás no tenían que examinar de las asignaturas que impartían; se encargaba de ello
monsieur Paul, el profesor de literatura. Él, autócrata de aquel colegio, empuñaba todas las riendas
con una sola mano; rechazaba airado a cualquier otro colega; no aceptaba la menor ayuda. La propia
madame, que sin duda deseaba encargarse del examen de geografía —materia que enseñaba muy bien,
además de ser su favorita—, se veía obligada a ceder y a someterse a la autoridad de su despótico
pariente. Monsieur Paul prescindía de todo el profesorado, hombres y mujeres, y subía solo al estrado
del examinador. Le irritaba tener que hacer una excepción a esa regla. No dominaba el inglés: no tenía
más remedio que dejar esa rama de la educación en manos de la profesora de esa asignatura; algo que hacía, no sin un destello de celos infantiles.
Aquel hombrecillo capaz, aunque exaltado y codicioso, tenía la manía de hacer una campaña
constante contra el amour propre de cualquier ser humano, excepto el suyo propio. Adoraba exhibirse
en público, pero sentía una profunda aversión a que otro lo hiciera. Se contenía, se dominaba siempre
que podía; y, cuando era incapaz, estallaba como una tormenta en el interior de una botella.
La víspera de los exámenes, paseaba yo por el jardín al atardecer, como los demás profesores y las
alumnas internas. Monsieur Emanuel vino a mi encuentro en l'allée défendue; tenía un cigarro en los
labios; su paletot —una prenda muy característica, sin una forma concreta— colgaba oscuro y
amenazador; la borla de su bonnet grec ensombrecía duramente su sien izquierda; sus bigotes negros
parecían erizarse como los de un gato furioso; algo apagaba el fulgor de sus ojos azules.
Ainsi —empezó a decir bruscamente, deteniendo mi marcha—, vous allez trôner comme une
reine; demain - trôner à mes côtés? Sans doute vous savourez d'avance les délices de l'autorité. Je
crois voir en vous je ne sais quoi de rayonnante, petite ambitieuse!(¿Así que ocupará su trono como una reina; mañana... a mi lado? Sin duda saborea de antemano los placeres de la autoridad. Creo ver en usted una especie de fulgor, ¡ pequeña ambiciosa!)

Lo cierto es que estaba completamente equivocado. Yo no concedía —no podía hacerlo— el
mismo valor que él a la admiración y a la buena opinión de los espectadores del día siguiente. Si
hubiese tenido entre aquel público tantos amigos personales y tantos conocidos como él, no sé qué
habría pensado: me limito a exponer el caso como era. Para mí los triunfos escolares sólo despedían
un frío destello. Me sorprendía, y seguía sorprendiéndome, que para él parecieran brillar como el calor
y el fuego del hogar. Quizá a él le importaban demasiado y a , demasiado poco. Sin embargo, al
igual que monsieur Paul, yo tenía mis propias fantasías. Me gustaba, por ejemplo, verlo celoso;
aquello encendía su naturaleza y despertaba su espíritu; arrojaba toda clase de extrañas luces y
sombras en su oscuro semblante, y en sus ojos entre celeste y violeta (solía decir que su cabello negro
y sus ojos azules eran une de ses beautés). Había cierto deleite en su ira; carecía de malicia, y era
vehemente, muy poco razonable, pero jamás hipócrita. No desmentí entonces la satisfacción que él me
atribuía; me limité a preguntarle cuándo tendría lugar el examen de inglés, al principio o al final del
día.
—No sé si a primera hora —respondió—, antes de que llegue mucha gente, a fin de que su carácter
ambicioso no se vea recompensado con un público numeroso, o al final de la jornada, cuando todos los espectadores estén cansados y apenas les queden fuerzas para prestarle atención.
Que vous êtes dur, monsieur!(¡Qué duro es usted, señor!)—exclamé, fingiendo abatimiento.

VILLETTEWhere stories live. Discover now