CAPÍTULO XXXI. LA DRÍADE

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La primavera avanzaba, y el tiempo se volvió súbitamente caluroso. Con el cambio de temperatura, mis fuerzas, y supongo que las de muchos otros, se vieron disminuidas. Cualquier esfuerzo me dejaba agotada; noches en vela iban seguidas de lánguidos días. Un domingo por la tarde, después de caminar media legua para acudir a la iglesia protestante, regresé maltrecha y agotada; y, refugiándome en la clase de primero, mi solitario santuario, me alegré de poder sentarme y de convertir mi mesa en una almohada para los brazos y la cabeza. Durante un rato, escuché el arrullo de las abejas zumbando en el berceau; y contemplé, a través de la puerta acristalada y del tierno y poco frondoso follaje primaveral, a madame Beck y un animado grupo de amigos —a los que había invitado a almorzar después de misa—, paseando por el sendero central, bajo las ramas de los frutales en flor, de un colorido tan blanco y tan puro como la nieve de las montañas al amanecer. Recuerdo que lo que más me interesaba de aquel grupo era una figura... la figura de una hermosa jovencita que ya había visto en casa de madame Beck, y que, según me habían dicho vagamente, era la filleule o ahijada de monsieur Emanuel; entre su madre, su tía o alguna otra mujer de la familia y el profesor existía desde hacía mucho tiempo una gran amistad. Monsieur Paul no estaba ese día entre los invitados, pero yo le había visto antes en compañía de la joven, y, a juzgar por lo que había observado desde lejos, ella parecía tratarle con la naturalidad de una pupila con un tutor indulgente. La había visto correr a su encuentro, tomarle del brazo y colgarse de él. Una vez que lo hizo, me invadió una extraña sensación... una desagradable sensación premonitoria... una especie de presentimiento, supongo; pero me negué a analizarlo o a pensar demasiado en él. Mientras contemplaba a la muchacha, que se llamaba mademoiselle Sauveur, y seguía los reflejos de su deslumbrante traje de seda (siempre vestía con elegancia, pues, según decían, era muy rica) entre las flores y las brillantes hojas verde esmeralda, mis ojos quedaron deslumbrados... y se cerraron; la lasitud, el calor, el zumbido de las abejas y el gorjeo de los pájaros, todo parecía arrullarme, y al final me quedé dormida. Pasaron dos horas sin que yo me diera cuenta. Antes de despertarme, el sol se había ocultado tras los altos edificios, y el jardín y el aula se habían vuelto grises, las abejas habían regresado a sus colmenas, y las flores empezaban a cerrarse; el grupo de invitados también había desaparecido; todos los senderos estaban desiertos. Al abrir los ojos, me sentí muy cómoda: no tenía frío, como hubiera sido lógico después de casi dos horas de inmovilidad; mi mejilla y mis brazos no estaban entumecidos por la dureza de la mesa. No era extraño. En vez de la madera desnuda donde los había apoyado, encontré un grueso chal cuidadosamente doblado, y otro chal (habían cogido ambos del pasillo, donde colgábamos esa clase de prendas) me envolvía cálidamente. ¿Quién había hecho aquello? ¿Quién era amiga mía? ¿Cuál de las profesoras? ¿Cuál de las alumnas? Ninguna, excepto Zélie St Pierre, se mostraba hostil conmigo; pero ¿cuál de ellas tenía el arte, el juicio, el hábito de dispensar tanta ternura? ¿Cuál de ellas tenía el paso tan silencioso y la mano tan delicada que ni siquiera advertí su presencia cuando se acercó a mí para arroparme mientras dormitaba? En cuanto a Ginevra Fanshawe, aquella joven y brillante criatura no era nada delicada y, si hubiera

intervenido, estoy segura de que me habría hecho caer de la silla. «Ha debido de ser madame Beck —me dije, finalmente—; ha entrado en el aula, me ha visto dormida y ha pensado que podía enfriarme. Para ella soy una máquina muy útil, que desempeña bien la función para la que fue contratada; no quiere que me deteriore innecesariamente. Y ahora daré un paseo —pensé—; el aire es fresco, pero no demasiado frío.» De modo que abrí la puerta acristalada y salí al berceau. Me dirigí a l'allée défendue: si hubiera estado oscuro o a punto de anochecer, no me habría aventurado a ir, pues aún no había olvidado la curiosa ilusión óptica (si es que se trataba de una ilusión) experimentada unos meses antes en aquel mismo lugar. Pero un rayo del sol poniente bañaba todavía la cúpula gris de St Jean Baptiste; y no todos los pájaros del jardín se habían retirado a sus nidos entre los frondosos arbustos y la espesa hiedra del muro. Paseé arriba y abajo, dando vueltas a los mismos pensamientos que me habían acosado la noche en que enterré mi botella de cristal: cómo podría progresar en la vida, dar un nuevo paso hacia una posición independiente; pues esa clase de elucubraciones, aunque habían dejado de atormentarme, jamás habían desaparecido por completo de mi cabeza; y siempre que ciertos ojos se apartaban de mí, y que cierto rostro se oscurecía empujado por la crueldad o la injusticia, volvían a desatarse en mí esas conjeturas; así pues, poco a poco, había madurado un pequeño plan. «La manutención y el alojamiento son baratos —pensaba yo— en una ciudad tan austera como Villette, donde la gente es más sensata, al parecer, que en mi vieja y querida Inglaterra — infinitamente menos preocupada por guardar las apariencias, y con menos afán de figurar—, y donde nadie se avergüenza lo más mínimo de ser todo lo sencillo y ahorrativo que cree conveniente. El alquiler de una vivienda, en un lugar cuidadosamente elegido, no tiene por qué ser muy elevado. Cuando tenga ahorrados mil francos, alquilaré una casa con una habitación espaciosa, y dos o tres más pequeñas; amueblaré la primera con bancos y pupitres, un tableau(pizarra) y un estrado para mí; y sobre éste pondré una silla y una mesa, un borrador y algunas tizas blancas; empezaré con alumnas externas, y así me abriré camino. Los comienzos de madame Beck, a menudo se lo he oído decir, no fueron más fáciles; y ¡mira dónde ha llegado! Todo este edificio y el jardín son suyos, comprados con su dinero; tiene un patrimonio que asegura su vejez, y dirige un floreciente establecimiento que proporcionará una buena educación a sus hijas. »¡Ánimo, Lucy Snowe! Si ahora te sacrificas y ahorras, y luego no escatimas esfuerzos, tendrás un objetivo en la vida. No oses quejarte de que ese objetivo es demasiado egoísta, demasiado limitado y carente de interés; alégrate de trabajar para conseguir la independencia hasta haber demostrado, al conseguir ese trofeo, tu derecho a desear algo mejor. Pero después, ¿no hay nada más para mí en la vida —un verdadero hogar—, nada que pueda querer más que a mí misma y que, por su exquisito valor, extraiga de mi interior cosas mejores que las que quiero cultivar? ¿Nada a cuyos pies pueda dejar gustosamente todo el peso del egoísmo humano, y aceptar con júbilo la noble carga de trabajar y vivir para otros? Supongo, Lucy Snowe, que la órbita de tu vida no será tan completa; para ti, debe bastar la fase creciente. Muy bien. Veo a una masa enorme de seres humanos cuyas condiciones no son mejores. Veo que un gran número de hombres, y más mujeres, pasan toda su vida entre renuncias y privaciones. No encuentro ningún motivo para ser uno de los pocos privilegiados. Creo en cierta combinación de esperanza y luz que dulcifica los peores destinos. Creo que esta vida no lo es todo; ni el principio ni el fin. Creo mientras tiemblo; confío mientras lloro.» Así que no hablaré más de este asunto. Conviene hacer sin miedo las cuentas de nuestra vida de vez en cuando, y saldarlas honradamente. Y no es más que un pobre estafador quien se miente al

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