CAPÍTULO XXV. LA PEQUEÑA CONDESA

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A pesar de lo alegre que era el carácter de mi madrina, y de sus esfuerzos por entretenernos, no

hubo verdadera diversión aquella tarde en La Terrasse hasta que, en medio del furioso ulular del

viento nocturno, oímos el sonido inconfundible de unos caballos. Con cuánta frecuencia, mientras las

mujeres y las niñas se hallan sentadas junto a un agradable fuego, tanto sus corazones como su

imaginación se ven condenados a alejarse de las comodidades que los rodean, obligados a vagar por

oscuros caminos, a desafiar las inclemencias del tiempo, a enfrentarse a las ráfagas de nieve, a esperar

junto a puertas y cercas solitarias en medio de las tormentas más infernales, buscando con los ojos y

los oídos para ver y oír al padre, al hijo, al marido que regresan al hogar.

El padre y el hijo llegaron finalmente al château: pues el conde de Bassompierre acompañaba

aquella noche al doctor Bretton. No sé cuál de nosotras oyó antes los caballos; la crudeza, la violencia

del tiempo justificaron que corriéramos al vestíbulo para recibir a los dos jinetes; pero ambos nos

aconsejaron que no nos acercáramos: estaban completamente blancos... eran dos montañas de nieve; y

lo cierto es que la señora Bretton, al ver su estado, les ordenó entrar inmediatamente en la cocina; y

les prohibió, por su cuenta y riesgo, pisar la escalera alfombrada hasta haberse quitado su disfraz

navideño. No pudimos evitar, sin embargo, seguirles a la cocina: era una vieja cocina holandesa de

gran tamaño, pintoresca y agradable. La blanca y menuda condesa bailaba alrededor de su padre,

igualmente blanco, dando palmadas y gritando:

—Papá, papá, pareces un gigantesco oso polar.

El oso se sacudió y el pequeño duende huyó lejos de aquella lluvia helada. Pero Paulina regresó

riendo, deseosa de ayudarle a despojarse del disfraz ártico. El conde, librándose finalmente de su

grueso gabán de nieve, amenazó aplastarla con éste como si se tratara de un alud.

—¡Vamos, vamos! —dijo Paulina, inclinándose para animarle a hacerlo; y, cuando la avalancha

estaba a punto de caer sobre su cabeza, se alejó saltando como una diminuta gamuza.

Sus movimientos tenían la suave agilidad, la gracia aterciopelada de un gatito; su risa era más

clara que el sonido de la plata y el cristal: cuando cogió las frías manos de su padre y las frotó, y se

puso de puntillas para darle un beso en los labios, un halo de ternura y alegría pareció brillar a su

alrededor. El grave y venerable caballero la miró como los hombres miran a quien es la niña de sus

ojos.

—Señora Bretton —dijo—, ¿qué voy a hacer con esta hijita mía? No crece ni en sabiduría ni en

estatura. ¿No la encuentra casi igual que hace diez años?

—No puede ser más infantil que este grandullón —replicó la señora Bretton, que estaba

peleándose con su hijo para que fuera a cambiarse de ropa.

Graham estaba apoyado en el aparador holandés, riéndose e impidiendo que su madre se le

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