CAPÍTULO VIII. MADAME BECK

1.4K 95 0
                                    


 Me quedé en manos de la profesora, que me condujo por un largo y estrecho pasillo hasta una cocina muy limpia, pero también muy extraña. No parecía haber en ella medio alguno para cocinar, ni fogones ni chimenea; no comprendí que el gigantesco horno negro que ocupaba todo el rincón era un eficaz sustituto de ambos. No creo que el orgullo empezara ya a susurrarme al oído; sin embargo, sentí cierto alivio cuando, en lugar de dejarme en la cocina, como yo casi esperaba, la atravesamos para acceder a una pequeña habitación interior que llamaban cabinet.

Una cocinera con chaqueta, zuecos y mandil me sirvió la cena: a saber, un poco de carne de naturaleza desconocida acompañada de una salsa agria que jamás había probado, pero que resultó deliciosa; unas patatas cortadas y sazonadas con no sé qué... vinagre y azúcar, según creo; una tartine, es decir, una rebanada de pan con mantequilla; y una pera asada. Estaba hambrienta, así que me lo comí todo y me sentí agradecida. Tras la prière du soir, madame en persona vino a verme de nuevo. Quería que la siguiera al piso de arriba. Me guió a través de una serie de pequeños dormitorios, sumamente peculiares — celdas de monjas, según me enteré después, ya que una parte del edificio era muy antigua—, y del oratorio —una sala de techo bajo, larga y sombría, con un pálido crucifijo en la pared y dos cirios mortecinos siempre encendidos —, hasta llegar a una estancia donde dormían tres niñas en tres camas diminutas.

Una estufa caldeaba la habitación y volvía su ambiente opresivo; y, para mejorar las cosas, todo estaba impregnado de un fuerte olor: un perfume sorprendente e inesperado dadas las circunstancias, pues era una mezcla de humo con algún licor; en pocas palabras, olía a whisky. Al lado de una mesa en la que se consumía inútilmente el cabo de una vela, derramando su cera en la palmatoria, vi sentada a una mujer de aspecto vulgar, vestida con un llamativo traje de seda con grandes rayas, que contrastaba con un delantal de paño; dormía profundamente. Para completar el cuadro y despejar cualquier duda sobre la situación, junto a la bella durmiente había una botella y un vaso vacío. Madame contempló esta extraordinaria escena con mucha calma; no sonrió ni frunció el ceño: ni un asomo de ira, disgusto o sorpresa pareció turbar su grave semblante. Ni siquiera despertó a la mujer. Con gran serenidad señaló una cuarta cama, dando a entender que sería la mía, y, tras apagar la vela y sustituirla por una lamparilla, salió por una puerta interior que dejó entornada: era la entrada a su dormitorio, una estancia amplia y bien amueblada, según vi por la abertura.

Mis plegarias de aquella noche fueron todas de agradecimiento: era extraño el modo en que mis pasos habían sido guiados desde la mañana, proporcionándome un empleo de la manera más inesperada. Apenas podía creer que hubieran transcurrido menos de cuarenta y ocho horas desde mi partida de Londres, sin más protección que la de un ave pasajera, sin más perspectivas que la brumosa estela de la esperanza.

Tenía el sueño ligero; me desperté de pronto en medio de la noche. Reinaba el silencio, pero una figura se movía por la habitación: madame con su camisón blanco. Sin hacer ruido, se acercó a las tres camas de las niñas; después vino hacia mí. Yo fingí dormir mientras ella me observaba durante un buen rato. Luego presencié una pequeña pantomima, bastante singular. Juraría que estuvo un cuarto de hora sentada en el borde de mi cama, contemplando mi rostro. Entonces se inclinó sobre mí, me levantó suavemente el gorro de dormir y dobló el borde para dejar mis cabellos al descubierto; después examinó mi mano, que reposaba sobre la colcha. Hecho esto, se volvió hacia la silla donde estaba mi ropa, a los pies de la cama. Al oír que la tocaba y la cogía, abrí los ojos con cautela, pues confieso que sentía curiosidad por saber hasta dónde llegaría su afán investigador. Comprobé que muy lejos: inspeccionó hasta el último detalle. Adiviné el motivo de su proceder: con la ayuda de dichas prendas, deseaba formarse una opinión sobre mí, mi posición, medios de vida, higiene, etcétera. El fin no era malo, pero los medios no eran correctos ni podían justificarse. Mi vestido tenía un bolsillo; le dio la vuelta y contó el dinero que llevaba en el monedero; abrió mi cuaderno de notas, leyó sin inmutarse su contenido y cogió un pequeño mechón de cabellos grises de la señorita Marchmont que encontró entre sus páginas. Prestó especial atención a un manojo de tres llaves que correspondían a mi baúl, mi escritorio y mi costurero; e incluso se lo llevó por unos instantes a su dormitorio. Me incorporé ligeramente en la cama y la seguí con la vista. No devolvió las llaves, lector, hasta haber dejado su huella impresa en cera sobre el lavabo de la habitación contigua. Una vez finalizada la cuidadosa y metódica inspección, mis pertenencias volvieron a su lugar de origen y mi ropa fue doblada nuevamente con esmero. ¿Qué conclusiones había sacado del escrutinio? ¿Eran o no favorables? Vana pregunta. El rostro pétreo de madame (pues parecía de piedra aquella noche, aunque en el salón, como he dicho antes, lo hubiera creído humano e incluso maternal) no dejaba entrever respuesta alguna. Después de cumplir con su deber (comprendí que actuar de aquel modo era un deber para ella), se levantó, silenciosa como una sombra y se dirigió a su dormitorio; al llegar a la puerta, volvió los ojos a la heroína de la botella, que seguía durmiendo y profería sonoros ronquidos. El futuro de la señora Svini (supongo que se trataba de la señora Svini, que en inglés o irlandés sería Sweeny) se leía en la mirada de madame Beck, que reflejaba un propósito inalterable; es posible que las inspecciones de madame en busca de defectos fueran lentas, pero no hay duda de que eran seguras. Todo aquello era muy poco inglés; realmente me encontraba en un país extranjero.

VILLETTEWhere stories live. Discover now