CAPÍTULO XIII. UN ESTORNUDO A DESTIEMPO

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Tuve ocasión de sonreír... no, de reírme nuevamente de madame, veinticuatro horas después de la pequeña escena relatada en el capítulo anterior. Villette tiene un clima tan variable, aunque no tan húmedo, como el de cualquier ciudad inglesa. Una noche de fuerte viento sucedió a aquel suave atardecer, y, durante todo el día siguiente, se abatió sobre nosotros una tormenta seca: oscura, cargada de nubes, pero sin lluvia. La arena y el polvo ensombrecían las calles, y llegaban formando remolinos desde los bulevares. No sé si un tiempo mejor me hubiera animado a pasar la hora vespertina de estudio y esparcimiento en el mismo lugar que el día anterior. Mi sendero y, en realidad, todos los caminos y arbustos del jardín habían adquirido un interés nuevo, aunque poco agradable; su aislamiento se había vuelto precario; su calma, insegura. La ventana desde la que llovían cartas de amor había degradado el antaño querido rincón que dominaba; y en el resto del jardín, los ojos de las flores habían aprendido a ver, y los nudos de los troncos escuchaban como oídos secretos. El doctor John, en su búsqueda y en su alocada huida, había pisoteado algunas plantas que yo deseaba enderezar, cuidar y revivir; había dejado también algunas huellas en los arriates: pero, a pesar del fuerte viento, encontré muy pronto un momento libre para borrar su paso por el jardín, antes de que otros ojos lo descubrieran. Con una especie de alegría contenida, me senté en mi pupitre a estudiar alemán, mientras las alumnas aprendían las lecciones de la tarde y las demás profesoras cogían sus labores. El escenario del Étude du soir era siempre el refectorio, una estancia mucho más pequeña que cualquiera de las tres aulas; pues sólo se admitía allí a las alumnas internas, y éstas no eran más de una veintena. Dos lámparas colgaban del techo, sobre las dos mesas; se encendían al anochecer, y su luz señalaba el momento en que se cerraban los libros de texto, se adoptaba una conducta más grave, se reforzaba el silencio general, y empezaba la lecture pieuse(la lectura piadosa). No tardé en descubrir que aquella lecture pieuse había sido concebida como una sana mortificación del Intelecto, como una beneficiosa humillación de la Razón; y en dosis suficiente para que el Sentido Común la digiriera a su conveniencia y se desarrollara como mejor pudiese. El libro que leían (y que siempre era el mismo, pues volvían a empezarlo cuando terminaba) era un volumen venerable, tan antiguo como las colinas, tan gris como el Hôtel de Ville(ayuntamiento). Habría dado dos francos por la oportunidad de tener ese libro en mis manos, de pasar las sagradas y amarillentas hojas, de averiguar el título, y de examinar con mis propios ojos las increíbles fantasías que yo, como indigna hereje, sólo podía absorber a través de mis desconcertados oídos. Aquel libro contenía leyendas de los santos. ¡Válgame Dios! (lo digo con todo respeto), ¡menudas leyendas! Si fueron los primeros en vanagloriarse de tales hazañas y en inventar semejantes milagros, ¡qué fanfarrones y granujas debieron ser aquellos santos! Sus historias, sin embargo, no eran más que extravagancias monacales, de las que uno se reía en su fuero interno; había, además, cuestiones sacerdotales, y sus artimañas eran mucho peores que las monacales. Me ardían los oídos mientras escuchaba, forzosamente, los relatos del martirio moral infligido por Roma; la terrible fatuidad de los confesores, que habían abusado vilmente de su posición, empujando a la peor degradación a las damas de alta cuna, convirtiendo a condesas y princesas en las esclavas más atormentadas bajo el sol. Historias como la de Conrad e Isabel de Hungría se repetían una y otra vez, con toda su espantosa ruindad, enfermiza tiranía y negra impiedad: 

leyendas que eran pesadillas de opresión, privación y dolor. Soporté varias noches lo mejor pude, y del modo más silencioso, aquella lecture pieuse; sólo en una ocasión rompí la punta de mis tijeras al clavarlas involuntariamente en la madera carcomida de la mesa que tenía delante. Pero terminé acalorándome tanto, y mis sienes, mi corazón y mi pulso latían tan deprisa, y me costaba tanto conciliar el sueño por la excitación, que no pude seguir asistiendo. La prudencia me aconsejó abandonar rápidamente el lugar en cuanto sacaran el viejo libro culpable. Ninguna Mause Headrigg sintió jamás una necesidad mayor que la mía de prestar declaración contra el sargento Bothwell para dejar clara mi opinión sobre este asunto de la lecture pieuse papista. Sin embargo, conseguí dominarme y refrenar mis impulsos; y, aunque yo salía de la estancia en cuanto Rosine venía a encender las lámparas, lo hacía con muchísimo sigilo, aprovechando el pequeño alboroto que precedía al silencio sepulcral, y desaparecía mientras las alumnas internas guardaban sus libros. Cuando me escabullía, era en medio de las tinieblas; no nos permitían llevar velas, y el único refugio para la profesora que abandonaba el refectorio era la penumbra del vestíbulo, de las aulas o del dormitorio. En invierno prefería las aulas grandes, y andaba rápidamente de un lado a otro para no helarme de frío; me sentía afortunada si brillaba la luna y, si sólo había estrellas, no tardaba en resignarme a su tenue centelleo, e incluso al eclipse total de su ausencia. En verano nunca estaba muy oscuro, y yo subía a mi rincón del enorme dormitorio, abría la ventana (cinco ventanas de bisagras, grandes como puertas, dejaban entrar la luz en aquel cuarto) y, asomándome a ella, contemplaba la ciudad que se extendía más allá del jardín, y escuchaba la banda de música que tocaba en el parque o en la plaza del palacio, absorta en mis pensamientos, viviendo mi propia vida en un tranquilo mundo de sombras. Aquella noche, después de huir como acostumbraba del Papa y de sus obras, subí la escalera, me dirigí al dormitorio y abrí con sigilo la puerta, siempre cuidadosamente cerrada, que, como todas las de la rue Fossette, giró sin hacer ruido sobre sus bien engrasados goznes. Antes de ver, sentí que había algo vivo en la enorme habitación, normalmente vacía: no porque percibiera algún movimiento, respiración o susurro, sino porque el Vacío no existía y la Soledad se hallaba ausente. Pude ver todas las camas blancas —les lits d'ange(las camas de ángel), que era el poético nombre que recibían— con sólo echar una ojeada; estaban desocupadas: nadie dormía en ellas. El ruido de un cajón abierto con cautela llegó a mis oídos; apartándome a un lado, logré ampliar mi campo de visión, sin que me estorbaran las cortinas. Contemplé entonces mi cama y mi tocador, con los cajones cerrados con llave y un costurero también cerrado encima. Muy bien. Una figura maternal, pequeña y regordeta, con un decoroso chal y el gorro de dormir más limpio que uno pueda imaginar, estaba muy atareada ante el tocador, haciéndome el favor, al parecer, de «ordenar» el meuble. La tapa del costurero se hallaba abierta, al igual que el primer cajón; como era de esperar, los demás cajones fueron abiertos, uno tras otro, con toda tranquilidad: en su interior, no quedó un solo objeto sin sacar y desdoblar, ni un solo papel sin examinar, ni una sola caja sin destapar; admirable era su habilidad, ejemplar el cuidado con que hacía la inspección. Madame efectuó el registro con virtuosismo, «sin prisa, pero sin pausa». No negaré que sentí un secreto regocijo al observarla. De haber sido un caballero, creo que madame me habría caído en gracia... era tan competente, cuidadosa y concienzuda en todo lo que hacía; los movimientos de algunas personas causan malestar por su torpeza, los suyos complacían por su impecable precisión. En pocas palabras, me tenía fascinada; pero debía esforzarme por romper aquel hechizo: tenía que batirme en retirada. Madame podía volverse y descubrir mi presencia; entonces una escena sería inevitable, y ella y yo nos leeríamos de golpe el pensamiento: desaparecerían los convencionalismos, caerían los disfraces, y

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