CAPÍTULO III. LOS COMPAÑEROS DE JUEGOS

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 El señor Home se quedó dos días con nosotros. Durante su estancia, nadie pudo convencerle para que saliera de la casa; se pasaba el día sentado junto a la chimenea, unas veces en silencio, otras escuchando y respondiendo a la conversación de la señora Bretton, que era la más indicada para un hombre en su melancólico estado de ánimo: ni demasiado compasiva, ni demasiado indiferente; juiciosa, e incluso con un toque maternal, que la diferencia de edad permitía. En cuanto a Paulina, la niña estaba a la vez alegre y silenciosa, ocupada y muy atenta. Su padre la sentaba con frecuencia sobre sus rodillas; ella se quedaba allí hasta que percibía o imaginaba su fatiga; entonces le decía: —Bájame, papá; peso mucho y vas a cansarte. Y aquella abrumadora carga se deslizaba hasta la alfombra y se sentaba en ella o en un escabel a los pies de «papá», y aparecía en escena el costurero blanco y el pañuelo moteado de escarlata. Al parecer, aquel pañuelo pretendía ser un recuerdo para «papá» y debía terminarse antes de su partida; en consecuencia, exigía un riguroso esfuerzo por parte de la costurera (que tardaba media hora en dar unas veinte puntadas). Graham regresaba todas las tardes al techo materno (pasaba el día en el colegio), y nuestras veladas se volvieron más animadas; algo a lo que contribuían las escenas que invariablemente representaban él y la señorita Paulina. Una actitud distante y altanera había sido la reacción de la pequeña ante la indignidad que le había sido infligida la noche de la llegada de Graham. La respuesta habitual de la niña, cuando él le dirigía la palabra, era: —No puedo atenderle; tengo otras cosas en que pensar. Y cuando el joven le suplicaba que le dijera de qué se trataba, ella se limitaba a contestar: —Asuntos. Graham se esforzaba entonces por atraer su atención abriendo el escritorio para exhibir su variopinto contenido: sellos, brillantes cerillas y cortaplumas, junto con una miscelánea de grabados — algunos de vistoso colorido— que había ido coleccionando. Aquella poderosa tentación no resultaba infructuosa; furtivamente, Paulina levantaba la vista de la labor y lanzaba más de una ojeada al escritorio rebosante de imágenes esparcidas. En cierta ocasión, el aguafuerte de un niño que jugaba con un spaniel Blenheim voló casualmente hasta el suelo. —¡Qué perrito tan mono! —exclamó ella, encantada. Graham tuvo la prudencia de no hacerle caso. La pequeña no tardó en abandonar su rincón silenciosamente y en acercarse al tesoro para examinarlo mejor. Los enormes ojos y las largas orejas del perro, y el sombrero y las plumas del niño, eran irresistibles. —¡Bonito dibujo! —fue su favorable crítica. —Está bien... puedes quedártelo — dijo Graham. Ella pareció vacilar. El deseo de ser su dueña era muy fuerte, pero aceptarlo habría comprometido su dignidad. No. Lo dejó en el suelo y se dio la vuelta. —Entonces, ¿no lo quieres, Polly? —Mejor no, gracias. —¿Sabes lo que haré con el dibujo si no lo aceptas? Ella se volvió a medias para escuchar su respuesta. —Lo cortaré en tiras para encender las velas. —¡No! —Claro que sí. —No, por favor. Graham se mostró inexorable al oír el tono de súplica; cogió las tijeras del costurero de su madre. —¡Así! —amenazó, blandiéndolas en el aire—. Cortaré la cabeza de Fido por la mitad, y la nariz del pequeño Harry. —¡No! ¡No! ¡NO! —Entonces, acércate. Ven deprisa si no quieres que lo haga. Paulina dudó, lo pensó unos segundos, pero acabó obedeciendo. —Y bien, ¿lo quieres? —preguntó Graham cuando estuvo a su lado. —Por favor. —Pero tendrás que pagármelo. —¿Con qué? —Con un beso. —Primero ponme el dibujo en la mano. Al decir esto, tampoco Polly parecía muy de fiar. Graham le dio el dibujo. Ella huyó sin pagar su deuda, corrió hacia su padre y se refugió en sus rodillas. Graham se levantó para perseguirla fingiendo una gran cólera. Polly hundió su rostro en el chaleco del señor Home. —¡Papá, papá, dile que se vaya! —No me iré —aseguró Graham. Con la cara todavía escondida, Polly extendió el brazo para impedir que se acercara. —Entonces, besaré tu mano —dijo él; pero en ese momento, la mano se convirtió en un pequeño puño y le pagó con una moneda que no era precisamente un beso. Graham, que a su modo era tan astuto como su pequeña compañera de juegos, retrocedió simulando un gran desconcierto; se desplomó en un sofá y, apoyando la cabeza en el cojín, aparentó un gran dolor. Al advertir su silencio, Polly se asomó para mirarlo. Graham se cubría los ojos y la cara con las manos. Polly se dio la vuelta y, sin abandonar las rodillas de su padre, miró detenidamente a su enemigo con expresión preocupada. Graham gimió. —Papá, ¿qué le ocurre? —susurró ella. —Será mejor que se lo preguntes a él, Polly. —¿Está herido? —inquirió al escuchar un segundo gemido. —Eso parece, por el ruido que hace —contestó el señor Home. —Madre —dijo Graham con voz débil—, debería mandar a buscar al médico. ¡Ay, mi ojo! De nuevo reinó el silencio, interrumpido tan sólo por los suspiros de Graham. —¿Y si me quedo ciego? —exclamó el joven. Aquellas palabras resultaron insoportables para quien antes le había escarmentado. La niña acudió inmediatamente a su lado. —Déjame ver tu ojo. No quería tocarlo, sólo deseaba darte en la boca; y no creí que el golpe fuera tan fuerte. Graham no respondió. Las facciones de Polly se desencajaron. —Lo siento; ¡lo siento! Incapaz de contener las lágrimas, la pequeña rompió a llorar. —Deja de asustar a la niña, Graham —dijo la señora Bretton. —Sólo es una broma, tesoro — exclamó el señor Home. Y Graham la levantó de nuevo por los aires y ella volvió a castigarlo, tirándole de los rizos leoninos y cubriéndolo de improperios. —Eres la persona más malvada, grosera y mentirosa del mundo. La mañana en que partió el señor Home, él y su hija tuvieron una conversación a solas en el asiento de una ventana; yo acerté a oír una parte. —¿No podría meter mis cosas en el baúl y marcharme contigo, papá? — susurró ella con firmeza. Él negó con la cabeza. —¿Sería una molestia para ti? —Sí, Polly. —¿Porque soy pequeña? —Porque eres pequeña y delicada. Sólo pueden viajar las personas mayores y fuertes. Pero no te pongas triste, tesoro mío, se me parte el corazón. Papá volverá pronto con su Polly. —No estoy triste, de veras. Sólo un poquito. —Polly sentiría mucho apenar a papá, ¿no? —Muchísimo. —Entonces Polly ha de estar alegre y no llorar en la despedida, ni tener miedo después. Tiene que pensar en cuando volvamos a estar juntos e intentar ser feliz mientras tanto. ¿Será capaz de hacerlo? —Lo intentará. —Estoy seguro de que sí. Adiós, entonces. Es hora de partir. —¿Ahora? ¿Ahora mismo? —Ahora mismo. Polly hizo un mohín con sus labios temblorosos. Su padre sollozaba, pero vi que ella reprimía el llanto. Después de dejar a su hija en el suelo, el señor Home estrechó la mano a los demás y se marchó. Cuando la puerta principal se cerró, Polly cayó de rodillas con un grito: —¡Papá! Fue un grito largo y ronco, una especie de «¿Por qué me has abandonado?». En los minutos siguientes, percibí su terrible sufrimiento. En aquel breve lapso de su vida infantil, experimentó unas emociones que otros no llegan a sentir jamás; era propio de su naturaleza y conocería otros instantes parecidos si vivía muchos años. Nadie dijo nada. La señora Bretton, que era madre, derramó algunas lágrimas. Graham, que estaba escribiendo, levantó la vista para mirar a Polly. Yo, Lucy Snowe, conservé la calma. La pequeña criatura, no teniendo quien la importunara, hizo por sí misma lo que nadie más podía hacer: enfrentarse a un sentimiento insoportable y, en poco tiempo, dominarlo en cierta medida. Aquel día no aceptó el consuelo de nadie, ni tampoco al día siguiente; después se volvió más pasiva. La tercera tarde, estaba sentada en el suelo, silenciosa y extenuada, cuando entró Graham y la cogió dulcemente en brazos sin decir una palabra. Ella no se resistió, sino que se acurrucó en sus brazos como si estuviera muy cansada. Cuando el joven se sentó, la pequeña apoyó en él su cabeza; no tardó en quedarse dormida, y Graham subió las escaleras para llevarla a la cama. No me sorprendió en absoluto que, a la mañana siguiente, lo primero que preguntara fuese: —¿Dónde está el señor Graham? Casualmente, Graham no iba a desayunar con nosotros; tenía que acabar unos ejercicios para la clase de la mañana y había pedido a su madre que le llevaran una taza de té al estudio. Polly se ofreció voluntaria para hacerlo; necesitaba estar ocupada, cuidar de alguien. Se le confió la taza, pues, a pesar de su nerviosismo, era una niña muy cuidadosa. Como la puerta del estudio estaba enfrente de la nuestra, al otro lado del pasillo, seguí a la pequeña con la vista. —¿Qué haces? —quiso saber Polly, deteniéndose en el umbral del estudio. —Estoy escribiendo —dijo Graham. —¿Por qué no vienes a desayunar con tu mamá? —Tengo trabajo. —¿Quieres tomar algo? —Por supuesto. —Pues aquí lo tienes. Y Polly depositó la taza en la alfombra, al igual que un carcelero deja al preso una jarra de agua al otro lado de la puerta de su celda, y se retiró. No tardó en volver. —¿Qué más deseas aparte del té? ¿Algo de comer? —Sí, algo que esté bueno. Tráeme algo especialmente rico, ¡qué mujercita tan amable! Polly regresó junto a la señora Bretton. —Por favor, señora, deme algo bueno para su hijo. —Elige tú, Polly; ¿qué le vas a llevar? La niña eligió un pedazo de lo mejor que había en la mesa, y no tardó en volver para pedir en un susurro un poco de mermelada, que no se había servido. Tras conseguirla (pues la señora Bretton no negaba nada a aquella pareja), en seguida oímos a Graham poniendo a la pequeña por las nubes, prometiéndole que, cuando tuviera una casa propia, ella sería su ama de llaves y quizá, si mostraba algún talento culinario, su cocinera. Como la niña no volvía, fui a buscarla, y encontré a los dos desayunando tête-à-tête; uno al lado del otro y compartiendo todo, excepto la mermelada, que ella se negó educadamente a probar; supongo que por temor a que pareciera que la había pedido tanto para sí misma como para él. Polly manifestaba siempre una exquisita sensibilidad y una gran delicadeza. La alianza así sellada no se disolvió fácilmente; muy al contrario, parecía que el tiempo y las circunstancias contribuían a cimentarla. A pesar de la disparidad de edad, sexo, intereses, etcétera, parecían tener muchas cosas que decirse. En cuanto a Paulina, observé que nunca mostraba su verdadero carácter, salvo con el joven Bretton. Una vez que se sintió cómoda en la casa y se acostumbró a ella, fue muy dócil con la señora Bretton; pero se pasaba el día sentada en un taburete a los pies de ella, aprendiendo sus tareas, o cosiendo, o haciendo dibujos en una pizarra, sin manifestar jamás el menor destello de originalidad ni mostrar las peculiaridades de su naturaleza. Dejé de observarla en tales circunstancias; no resultaba interesante. Sin embargo, en cuanto Graham llamaba a la puerta al anochecer, se producía un cambio; Polly acudía al instante a lo alto de la escalera. Por lo general, lo recibía con una reprimenda o una amenaza. —No te has limpiado bien los zapatos en el felpudo. Se lo diré a tu madre. —¡Pequeña metomentodo! ¿Estás ahí? —Sí, y no podrás cogerme. Estoy mucho más arriba que tú —exclamaba, asomándose por entre los barrotes de la barandilla (no alcanzaba a mirar por encima de ella). —¡Polly! —¡Mi querido muchacho! —así se dirigía muchas veces a él, imitando a la señora Bretton. —Estoy a punto de desmayarme de cansancio —declaraba Graham apoyándose en la pared del pasillo, fingiendo agotamiento—. El doctor Digby (el director del colegio) me ha hecho trabajar tanto... Baja y ayúdame a llevar el libro. —¡Ah! ¡Qué astuto eres! —En absoluto, Polly; es la verdad. Estoy tan débil como un junco. Baja. —Tus ojos son tranquilos como los de un gato, pero luego saltarás. —¿Saltar? Nada de eso; va contra mi carácter. Venga, baja. —Quizá baje, si me prometes no tocarme, ni levantarme por los aires y hacerme dar vueltas. —¿Yo? ¡Sería incapaz! —decía el joven, desplomándose en una silla. —Entonces deja los libros en el primer escalón y aléjate tres yardas. Hecho esto, Polly descendía con cautela y sin apartar los ojos del agotado Graham. Por supuesto, al acercarse ella, Graham parecía revivir: carreras, saltos y brincos estaban asegurados. Unas veces la niña se enfadaba; otras, lo dejaba pasar sin más y, cuando conducía a Graham escaleras arriba, la oíamos decir: —Y ahora, mi querido muchacho, ven a tomar el té. Estoy segura de que tendrás hambre. Era bastante cómico verla sentada al lado de Graham, mientras él comía. En su ausencia, era una criatura tranquila y silenciosa, pero con él era la personita más activa y servicial del mundo. Yo deseaba a menudo que no se preocupara tanto y se quedara quieta, pero no, siempre estaba pendiente de él: nunca le parecía suficientemente atendido, y todos los cuidados eran pocos; a su juicio, Graham valía más que el Gran Turco [5] . Colocaba poco a poco los platos delante de él y, cuando uno daba por supuesto que el muchacho tenía a su alcance cuanto podía desear, ella encontraba siempre algo más que ofrecerle: —Señora —susurraba a la señora Bretton—, tal vez su hijo quiera un pastelito... uno dulce, quiero decir. Están ahí —proseguía, señalando el aparador. Por lo general, la señora Bretton no permitía que se comieran pastelitos dulces con el té, pero Polly insistía: —Un trocito pequeño... sólo para él... Como va al colegio... Las niñas como yo y la señorita Snowe no necesitamos golosinas, pero seguro que a él le gustaría. A Graham, en efecto, le encantaba, y casi siempre tomaba uno. Para ser justos, habría compartido su premio con quien se lo había conseguido, pero ella nunca se lo permitía; si insistía, la tenía contrariada el resto de la velada. Estar de pie a su lado y monopolizar su charla y su atención era la única recompensa que deseaba, no un trozo del pastel. Fue realmente curiosa la rapidez con que Polly se adaptó a los asuntos que a él le interesaban. Era como si la niña no tuviese ni espíritu ni vida propias, y respirara, se moviera y existiera por y para otra persona; ahora que le faltaba su padre, se apoyaba en Graham y parecía sentir y existir a través de él. Se aprendió en un periquete los nombres de todos sus compañeros de clase; conocía de memoria sus caracteres, bastaba con que Graham se los describiera una vez. Nunca olvidaba ni confundía sus identidades; se pasaba la tarde hablando con él de unas personas a las que jamás había visto, y parecía comprender plenamente su físico, modales y temperamento. Aprendió incluso a imitar a algunos de ellos: un profesor adjunto, al que el joven Bretton aborrecía, tenía al parecer ciertas peculiaridades, que ella captó en un instante cuando Graham las describió, y que imitaba para divertirlo. Sin embargo, la señora Bretton no veía esto con buenos ojos y se lo tenía prohibido. Graham y Paulina no se peleaban casi nunca; se enfadaron, sin embargo, en una ocasión en que los sentimientos de la niña sufrieron un duro golpe. Cierto día Graham, con motivo de su cumpleaños, invitó a unos amigos de su misma edad a cenar en casa. Paulina se interesó mucho por la llegada de estos compañeros, de los que había oído hablar a menudo; eran de los que Graham mencionaba con más frecuencia. Después de la cena, los jóvenes caballeros se quedaron solos en el comedor, donde pronto empezaron a divertirse y a armar bastante jaleo. Al pasar casualmente por el vestíbulo, encontré a Paulina sentada en el peldaño más bajo de la escalera con los ojos fijos en los relucientes paneles de la puerta del comedor, donde se reflejaba la luz de la lámpara del vestíbulo; fruncía el pequeño entrecejo sumida en inquietas meditaciones. —¿En qué estás pensando, Polly? —En nada especial; sólo que ¡ojalá fuera de cristal esa puerta y pudiera ver a través de ella! Los chicos parecen muy alegres y me gustaría estar con ellos. Me gustaría estar con Graham y ver a sus amigos. —¿Y qué te lo impide? —Me da miedo. Pero ¿cree que puedo intentarlo? ¿Puedo llamar a la puerta y pedir que me dejen entrar? Pensé que quizá a ellos no les importaría tenerla como compañera de juegos y, por ese motivo, la animé a seguir adelante. Paulina llamó a la puerta, demasiado suavemente al principio para que la oyeran, pero ésta se abrió después de un segundo intento; Graham asomó la cabeza; parecía de muy buen humor, pero muy impaciente. —¿Qué quieres, monito? —Estar contigo. —¿Ah, sí? ¡Ahora vas a venir tú a molestarme! Busca a mamá y a la señorita Snowe y diles que te acuesten. La cabeza rojiza y la cara encendida desaparecieron; la puerta se cerró de golpe. Paulina se quedó atónita. —¿Por qué me habla así? Nunca me había hablado de ese modo —exclamó, consternada—. ¿Qué le he hecho? —Nada, Polly; pero Graham está ocupado con sus amigos del colegio. —¡Y los prefiere a ellos! ¡A mí no me quiere porque están ellos! Pensé por un momento en consolarla, y aprovechar la ocasión para inculcarle algunas de las máximas filosóficas que yo atesoraba para situaciones como aquélla. Sin embargo, ella me lo impidió: se tapó los oídos con las manos en cuanto empecé a hablar y luego se tumbó en la estera con la cara contra las losas del suelo; ni Warren ni la cocinera consiguieron arrancarla de esa posición, de modo que allí la dejamos hasta que decidió levantarse por sí sola. Graham olvidó su irritación aquella misma noche, y se acercó a la pequeña, como de costumbre, cuando sus amigos se marcharon; pero ella se soltó de su mano, lo fulminó con la mirada, no le deseó buenas noches, ni le miró a la cara. Al día siguiente, él la trató con indiferencia y ella se convirtió en un trozo de mármol. Un día después, el muchacho insistió en saber qué le pasaba; pero los labios de la niña continuaron sellados. Por supuesto, él no estaba enfadado: la disputa era demasiado desigual en todos los sentidos; Graham intentó mostrarse persuasivo y conciliador. «¿Por qué estaba enojada?». «¿Qué había hecho él?». Las lágrimas de Paulina no tardaron en darle una respuesta; él la mimó un poco y volvieron a ser amigos. Pero ella no era de las que olvidaban un incidente como aquél: observé que, después de aquel desaire de Graham, no volvió a buscarlo ni a seguirlo, ni a solicitar su atención en modo alguno. En una ocasión le pedí que llevara un libro o algún objeto parecido a Graham, que estaba encerrado en su estudio. —Esperaré a que salga —dijo ella orgullosamente—. No quiero que se moleste en abrir la puerta. El joven Bretton tenía un poni favorito con el que solía salir a montar, y Polly siempre contemplaba su partida y su regreso desde la ventana. Ansiaba que le diera un paseo con él; pero nada más lejos de su intención que pedir semejante favor. Un día bajó al patio para ver cómo el muchacho desmontaba; mientras se apoyaba en la cancela, brilló en sus ojos el deseo de que le diera una vuelta. —Vamos, Polly, ¿quieres montar? — preguntó Graham con cierta indiferencia. Demasiada indiferencia, debió de pensar ella. —No, gracias —contestó, dándole la espalda con la mayor frialdad. —Pues deberías querer —insistió él —. Te gustará, estoy seguro. —Me importa un bledo —repuso la niña. —No es cierto. Le dijiste a Lucy Snowe que estabas deseando dar una vuelta. —Lucy Snowe es una chizmoza —la oí decir (su imperfecta pronunciación era lo menos precoz en ella), antes de meterse en la casa. Graham entró poco después y comentó a su madre: —Mamá, ¡qué criatura tan voluble! Es un bicho raro, pero me aburriría sin ella; es mucho más divertida que tú o que Lucy Snowe. —Señorita Snowe —me dijo Paulina (había adquirido la costumbre de charlar a veces conmigo por las noches, cuando estábamos solas en el dormitorio)—, ¿sabe qué día de la semana me gusta más Graham? —¿Cómo voy a saber algo tan extraño? ¿Hay algún día de los siete en que sea distinto? —¡Pues claro! ¿Acaso no se ha dado cuenta? ¿No lo sabe? Para mí el mejor es el domingo; pasa todo el día con nosotros, muy tranquilo, y, por la tarde, está muy amable. Su observación no carecía de fundamento: después de ir a la iglesia y demás, Graham se quedaba pacíficamente en casa, y dedicaba las tardes a algún apacible, aunque más bien indolente, entretenimiento junto a la chimenea de la sala. Tomaba posesión del sofá y luego llamaba a Polly. Graham no era un chico como los demás; no sólo le gustaba la actividad física: era capaz de dedicar algunos ratos a la contemplación; también hallaba placer en la lectura, y su elección de los libros no carecía de criterio: reflejaba no sólo ciertas preferencias sino también un gusto instintivo. Es cierto que raras veces hablaba de lo que leía, pero a veces lo veía sentado, meditando. Polly se colocaba a su lado, arrodillada en un pequeño cojín o en la alfombra, y los dos iniciaban una conversación en voz muy baja, pero no inaudible. De vez en cuando llegaba a mis oídos algún retazo, y he de decir que una influencia mejor y más dulce que la de los demás días de la semana parecía apaciguar a Graham en aquellos momentos y mejorar su ánimo. —¿Has aprendido algún himno esta semana, Polly? —He aprendido uno muy bonito de cuatro versos. ¿Te lo digo? —Habla despacio, no tengas prisa. Una vez recitado el himno, o más bien salmodiado, con su vocecilla cantarina, Graham expresaba sus reparos y procedía a darle algunos consejos. Ella aprendía deprisa y tenía habilidad para imitarlo; además, se alegraba de complacer a Graham: era una alumna aplicada. Al himno le seguía una lectura, tal vez algún capítulo de la Biblia; pero era raro que él tuviera que corregirla, pues la niña leía muy bien cualquier narración sencilla; y cuando el tema era comprensible para ella y captaba su interés, su expresividad y su énfasis eran realmente notables. José arrojado al pozo, la llamada de Dios a Samuel, Daniel en el foso de los leones: ésos eran sus pasajes favoritos. Parecía entender especialmente bien el patetismo del primero. —¡Pobre Jacob! —decía a veces con labios temblorosos—. ¡Cuánto quería a su hijo José! Tanto, tanto, Graham —añadió en una ocasión—, como yo te quiero a ti. Si te murieras — y, al decir esto, volvió a abrir el libro, buscó el versículo y lo leyó—, «me negaría el consuelo y descendería llorando al reino de los muertos». Después de estas palabras, rodeó a Graham con sus pequeños brazos, acercando a ella la cabeza de larga cabellera. Recuerdo que este gesto me pareció extrañamente precipitado; como si hubiera visto a alguien acariciar temerariamente a un animal de peligrosa naturaleza y domesticado sólo a medias. No porque temiera que Graham le hiciera daño o la apartara con rudeza, sino porque pensé que corría el riesgo de ser rechazada con despreocupación e impaciencia, lo que para ella sería peor que un golpe. Sin embargo, Graham solía recibir aquellas atenciones con pasividad: a veces, incluso, brillaba en sus ojos cierto asombro amable y complacido ante aquellas exageradas muestras de cariño. —Me quieres casi tanto como si fueras mi hermana pequeña, Polly —le dijo en una ocasión. —¡Claro que te quiero! —respondió ella—. Te quiero mucho. No me permitieron disfrutar mucho tiempo del estudio de su carácter. Apenas llevaba Pauline dos meses en Bretton cuando llegó una carta del señor Home, en la que anunciaba que se había instalado con sus parientes maternos en el Continente y que, como Inglaterra le resultaba ahora insoportable, no pensaba regresar, quizá en muchos años; y que deseaba que su hija acudiera inmediatamente a su lado. —No sé cómo se tomará la noticia —exclamó la señora Bretton después de leer la carta. Tampoco yo lo sabía y decidí comunicárselo en persona. Me dirigí al salón —estancia tranquila y bellamente decorada donde le gustaba estar a solas, y donde se podía confiar en ella sin reservas, pues no tocaba nada, o más bien no ensuciaba nada de lo que tocaba— y la encontré sentada en un sofá como una pequeña odalisca, medio oculta entre la sombra de los cortinajes de una ventana cercana. Parecía feliz, rodeada de todas sus labores: el costurero de madera blanca, dos retales de muselina y un par de cintas que había recogido para hacer un sombrero a su muñeca. Ésta yacía en su cuna, debidamente vestida con un gorro de noche y un camisón; Polly la mecía para que se durmiera, como si estuviera convencida de la capacidad de sentir y de dormirse de la muñeca. Al mismo tiempo, contemplaba un libro de imágenes abierto sobre su regazo. —Señorita Snowe —dijo en un susurro—, este libro es maravilloso. Candace —Graham había bautizado así a la muñeca, pues su tez oscura recordaba a la de una etíope [6]—, Candace está dormida, así que puedo contarle algunas cosas de él; pero tenemos que hablar bajito para que no se despierte. Graham me dio este libro; describe países remotos... lejos, muy lejos de Inglaterra, a los que ningún viajero puede llegar sin navegar miles de millas por el océano. En ellos viven hombres salvajes, señorita Snowe, que llevan ropas muy distintas a las nuestras; lo cierto es que algunos casi no llevan ropa... para estar frescos, ¿sabe?, pues tienen un clima muy caluroso. En esta ilustración se ve a muchos de ellos reunidos en un lugar desértico... una llanura cubierta de arena, alrededor de un hombre vestido de negro, un inglés muy bueno, un misionero, que predica la palabra de Dios bajo una palmera —me enseñó el pequeño grabado en color—. Y aquí hay unas ilustraciones —continuó diciendo— más extrañísimas todavía — a veces olvidaba la gramática—. Está la fabulosa Gran Muralla China; y aquí hay una señora de ese país con unos pies más pequeños que los míos. Hay un caballo salvaje de Tartaria; y aquí está lo más raro de todo, una tierra de hielo y nieve, sin verdes praderas, ni bosques, ni jardines. En esa tierra, se encuentran a veces huesos de mamut; ya no quedan mamuts. Usted no sabe lo que eran, pero yo puedo explicárselo porque Graham me lo contó. Una especie de duende muy poderoso, tan alto como esta habitación y tan largo como el vestíbulo; pero Graham no cree que fueran muy feroces ni que comiesen carne. Piensa que, si me encontrara con uno en el bosque, no me mataría, a menos que me cruzara justo en su camino; entonces me pisotearía entre los arbustos, como yo pisaría un saltamontes en un campo de heno, sin darme cuenta. Y siguió divagando de ese modo. —Polly —le interrumpí—, ¿te gustaría viajar? —Todavía no —fue su prudente respuesta—, pero tal vez dentro de veinte años, cuando sea una mujer tan alta como la señora Bretton, me vaya de viaje con Graham. Pensamos ir a Suiza y subir al Mount Blanck; y algún día iremos en barco hasta Sudamérica y caminaremos hasta la cima del Chim... Chim... borazo. —Pero ¿qué te parecería viajar ahora, en compañía de tu papá? Su respuesta —tras unos instantes de silencio— puso de manifiesto uno de esos inesperados cambios de humor tan característicos en ella: —¿Para qué hablar de esas tonterías? —exclamó—. ¿Por qué menciona a papá? ¿Qué le importa mi papá? Ahora que empezaba a ser feliz y a no pensar tanto en él; ¡tendré que empezar de nuevo! Le temblaban los labios. Me apresuré a decirle que había llegado una carta, y que su padre escribía en ella que Harriet y Polly debían ir inmediatamente con él. —Y ahora, ¿no estás contenta? — añadí. No contestó. Soltó el libro y dejó de mecer a su muñeca; me miró con gesto grave y severo. —¿No te gustaría volver con papá? —Por supuesto —dijo al fin, con ese tono incisivo que solía emplear conmigo, y que era muy distinto al que utilizaba con la señora Bretton y con Graham. Quise averiguar cuáles eran sus pensamientos; pero fue imposible: ella se negó a seguir conversando. Corrió al lado de la señora Bretton, la interrogó y recibió de ella la confirmación de la noticia. Bajo el peso y la importancia de aquella nueva, estuvo terriblemente seria todo el día. Por la tarde, cuando oímos llegar a Graham, la encontré de pronto a mi lado. Empezó a arreglarme la cinta del medallón que llevaba al cuello, y me quitó y me puso varias veces la peineta; mientras se entretenía de ese modo, entró Graham. —Dígaselo dentro de un rato —me susurró ella—; dígale que me voy. A la hora del té, cumplí su petición. Dio la casualidad de que Graham estaba aquellos días muy preocupado por un premio escolar al que aspiraba. Tuve que comunicarle dos veces la noticia para atraer su atención, e incluso entonces se limitó a hacer un breve comentario. —¿Que Polly se va? ¡Qué lástima! Mi querida ratita, será una pena perderla. Tiene que volver a visitarnos, mamá. Y apurando el té rápidamente, cogió una vela y una pequeña mesa para él y sus libros, y no tardó en sumirse en el estudio. «La ratita» se acercó a él sigilosamente y se tumbó a sus pies en la alfombra, boca abajo; silenciosa e inmóvil, siguió en esa postura hasta la hora de acostarse. En un momento dado vi cómo Graham —en absoluto consciente de su proximidad— la empujaba con su inquieto pie. Ella retrocedió un par de pulgadas. Poco después, una manita salió de debajo del rostro que antes apretaba, y acarició suavemente el descuidado pie. Cuando su niñera la llamó, se levantó y se fue muy obediente tras desearnos buenas noches a todos con voz apagada. No diré que temía irme a la cama, una hora más tarde; pero lo cierto es que me encaminé a la habitación con el inquietante presentimiento de que no iba a encontrar a la niña pacíficamente dormida. Aquella premonición se cumplió cuando la encontré, muy triste y desvelada, posada como un pájaro blanco en el borde la cama. No sabía cómo dirigirme a ella, pues era muy diferente de cualquier otro niño; pero fue Polly quien se dirigió a mí. Cuando cerré la puerta y puse la vela encima del tocador, se volvió hacia mí con estas palabras: —No puedo... no puedo dormir; y no puedo... ¡no puedo vivir así! Le pregunté qué le ocurría. —¡Qué horrible zu... frimiento! — exclamó con su lastimoso ceceo. —¿Quieres que llame a la señora Bretton? —Qué tontería —respondió con impaciencia; y yo sabía muy bien que, si hubiera oído los pasos de la señora Bretton, se habría acurrucado bajo las sábanas y se habría quedado tan quieta como un ratón. Así como no le preocupaba mostrar todas sus excentricidades delante de mí —a quien apenas profesaba algún cariño—, jamás dejaba vislumbrar su ser interior ante mi madrina; para ella no era más que una muchachita dócil y un poco extraña. La observé; tenía las mejillas de color carmesí, y los dilatados ojos, turbados y brillantes a la vez, dolorosamente inquietos; era obvio que no podía dejar que continuara en ese estado hasta la mañana siguiente. Adiviné cuál podía ser el remedio. —¿Te gustaría volver a dar las buenas noches a Graham? —pregunté—. Aún no se ha ido a su habitación. Ella se apresuró a alargar los bracitos para que la cogiera. La envolví en un chal y la llevé de nuevo al salón. Graham salía en aquel preciso instante. —No puede dormir sin verte y hablar contigo otra vez —exclamé—. No le gusta la idea de dejarte. —La he mimado demasiado — repuso él de buen humor, tomándola en sus brazos para besarle la carita y los labios ardientes—. Polly, ahora me quieres más a mí que a papá... —Yo te quiero, pero tú a mí no — susurró ella. Graham le aseguró lo contrario, la volvió a besar, me la devolvió y yo me la llevé arriba; pero, desgraciadamente, no se había calmado. Cuando creí que me escucharía, le dije: —Paulina, no deberías entristecerte porque Graham no te quiera tanto como tú lo quieres a él. Ha de ser así. Ella alzó la vista y sus ojos inquirieron el porqué. —Porque él es un muchacho y tú una niña; tiene dieciséis años y tú sólo seis; es fuerte y alegre y tú muy diferente. —Pero le quiero tanto; él debería quererme un poco. —Y te quiere. Te tiene un gran cariño. Eres su favorita. —¿De veras soy la favorita de Graham? —Sí, más que cualquier otra niña que yo conozca. Esta afirmación la tranquilizó, y sonrió en medio de su angustia. —Pero —proseguí— no te preocupes ni esperes demasiado de él; de lo contrario pensará que eres un engorro y se acabará todo. —¡Se acabará todo! —repitió ella en voz baja—. Entonces me portaré bien. Intentaré ser buena, Lucy Snowe. La metí en la cama. —¿Cree que me perdonará por esta vez? —preguntó, mientras yo me desvestía. Le aseguré que sí; que él no había perdido en modo alguno el interés; que sólo debía tener cuidado en el futuro. —No hay futuro —dijo ella—. Me voy. ¿Volveré a verlo algún día cuando... cuando me vaya de Inglaterra? Le di una respuesta que la animara. Después de apagar la vela, transcurrió media hora de silencio. Pensé que dormía, pero su pequeña figura blanca volvió a incorporarse en el lecho y su vocecita preguntó: —¿Le gusta Graham, señorita Snowe? —¿Que si me gusta? Sí, un poco. —¡Sólo un poco! ¿No le gusta tanto como a mí? —Creo que no. No. No como a ti. —¿Le gusta mucho? —Ya te he dicho que me gusta un poco. ¿Por qué habría de gustarme tanto? Está lleno de defectos. —¿De veras? —Como todos los chicos. —¿Más que las chicas? —Es muy probable. Las personas sensatas dicen que es una locura creer que alguien es perfecto; y por lo que se refiere a simpatías y antipatías, deberíamos ser amables con todo el mundo y no idolatrar a nadie. —¿Usted es una persona sensata? —Procuro serlo. Duérmete, anda. —No puedo dormir. ¿No le duele aquí —preguntó, poniéndose su manita de elfo en el pecho—, cuando piensa que tendrá que separarse de Graham? Porque ésta no es su casa, ¿verdad? —Claro que no, Polly —dije yo—; pero no tendría que dolerte tanto, muy pronto estarás de nuevo con tu padre. ¿Acaso te has olvidado de él? ¿Ya no deseas ser su pequeña compañera? Un silencio sepulcral respondió a mi pregunta. —Vamos, pequeña, acuéstate y duerme —insistí. —Mi cama está muy fría —replicó —. No consigo calentarla. Vi que la criatura estaba temblando. —Ven aquí conmigo —exclamé, con ganas de que me obedeciera, aunque no lo esperaba, pues era una criatura de lo más extraña y caprichosa, y se mostraba especialmente voluble conmigo. Vino al instante, sin embargo, como un pequeño fantasma que se deslizara por la alfombra. La metí en mi cama. Estaba helada; la abracé para darle calor. Temblaba de nerviosismo; hice cuanto pude por calmarla. Finalmente logré que se durmiera, tranquila y abrigada. «Una niña única», pensé, contemplando su rostro dormido bajo la vacilante luz de la luna; y, con cautela y dulzura, enjugué sus brillantes párpados y sus mejillas con mi pañuelo. «¿Cómo va a enfrentarse a la vida y a vencer las dificultades de este mundo? ¿Cómo va a soportar las contrariedades, penas y humillaciones que, según los libros y mi propio juicio, nos esperan a todos los mortales?» Paulina se marchó al día siguiente; temblaba como una hoja al despedirse, pero en ningún momento perdió el dominio de sí misma.

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VILLETTEWhere stories live. Discover now