CAPÍTULO XXXVI. LA MANZANA DE LA DISCORDIA

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Además de la madre de Fifine Beck, otra autoridad tenía algo que decirnos a monsieur Paul y a mí
antes de que ese tratado de amistad pudiera ser ratificado. Estábamos bajo la surveillance(vigilancia)de un ojo que nunca dormía: Roma vigilaba celosamente a su hijo a través de aquella misteriosa celosía ante la que yo una vez me había arrodillado, y a la que monsieur Emanuel se acercaba un mes tras otro: el panel corredizo del confesionario.
¿Por qué me alegraba tanto de ser amiga de monsieur Paul?, se preguntará el lector. ¿Acaso él no
llevaba mucho tiempo siendo amigo mío? ¿No había dado pruebas más que suficientes de cierta
parcialidad en sus sentimientos?
Sí, lo había hecho; pero me gustaba oírle decir con tanta seriedad que era mi amigo inseparable,
verdadero; me gustaban sus pequeñas dudas, su tierna deferencia, esa confianza que anhelaba
descansar, y agradecía que le enseñaran cómo. Me había llamado «hermana». Estaba bien. Sí; podía
llamarme lo que quisiera siempre que confiase en mí. Estaba dispuesta a ser su hermana con la
condición de que no me sugiriera guardar esa relación de parentesco con alguna futura esposa; aunque,
al estar tácitamente consagrado al celibato, no era probable que ese dilema se planteara.
Pasé toda la noche que siguió a nuestra conversación reflexionando. Deseaba con toda el alma que
amaneciera, y escuchar por fin el sonido de la campanilla; después de levantarme y vestirme, las
oraciones y el desayuno se me hicieron eternos, así como las horas que me separaban de la clase de
literatura. Quería comprender mejor aquella alianza fraternal: observar si se comportaba como un
hermano al verme de nuevo; comprobar cuánto había de hermana en mis propios sentimientos;
descubrir si yo podía reunir el valor de una hermana, y él la franqueza de un hermano.
Monsieur Paul entró. La vida está organizada de tal modo que los acontecimientos no pueden, no
logran, colmar las expectativas
. No se dirigió a mí en todo el día. Dio su clase con más tranquilidad de la habitual, con más cortesía y también mayor gravedad. Se mostró muy paternal con sus alumnas,
pero nada fraternal conmigo. Cuando iba a abandonar la clase, yo esperé una sonrisa, por no decir una palabra; no me dedicó ni lo uno ni lo otro: se limitó a saludarme con la cabeza, apresurada,
tímidamente.
Este distanciamiento, argumenté, es accidental, involuntario; un poco de paciencia y desaparecerá.
No desapareció; continuó durante días; aumentó. Oculté mi sorpresa, y reprimí cualquier otro
sentimiento que empezara a aflorar.
Cuánta razón tuve al preguntarle cuando me ofreció su amistad fraternal: «¿Me atreveré a confiar
en usted?». Y cuánta razón tuvo él —sin duda, conociéndose— al eludir cualquier promesa. Es cierto
que me pidió que hiciera mis propios experimentos, que le importunara y pusiera a prueba. ¡ Vano
requerimiento! ¡Privilegio teórico e imposible! Algunas mujeres podrían ejercerlo, pero no había nada
en mi energía o en mis instintos que me situara entre ese valeroso grupo. Si me dejaban sola, era
pasiva; si me rechazaban, me retiraba; si me olvidaban... ni mis labios se moverían, ni mis ojos
expresarían nada. Era como si hubiera cometido algún error en mis cálculos, y esperaba a que el
tiempo disipara mis dudas.
Pero llegó el día en que, como de costumbre, monsieur Paul tenía que darme clase. Una tarde de
cada siete, me dedicaba generosamente su tiempo: examinaba los trabajos que había realizado esa
semana y me ayudaba a preparar los de la siguiente. En esas ocasiones, mi aula estaba en cualquier
parte, allí donde se encontraran alumnas y profesoras, o muy cerca, con frecuencia en la espaciosa
clase de segundo, donde era fácil encontrar un rincón tranquilo cuando las numerosas externas se
marchaban a sus casas y las pocas internas se apiñaban alrededor del estrado de la surveillante.
La tarde de siempre, al oír que el reloj daba la hora acostumbrada, recogí libros y papeles, pluma y
tinta, y me dirigí al aula de segundo.
No había nadie en la classe, envuelta en una fría y oscura penumbra; pero a través de su puerta,
que era doble y estaba abierta, se veía el carré lleno de luz y de alumnas; y el rojo resplandor del
crepúsculo iluminaba el vestíbulo y las figuras de las jóvenes. Su fulgor era tan intenso y escarlata que
las paredes y los vestidos multicolores parecían fundidos en una misma llamarada. Las muchachas
estaban sentadas, trabajando o estudiando; en medio de ellas se encontraba monsieur Emanuel,
hablando muy risueño con una profesora. Su oscuro paletôt, su pelo negro, se veían teñidos por los
reflejos carmesíes; su rostro español, cuando lo volvió momentáneamente, respondió al beso del sol
con una animada sonrisa. Me senté en un pupitre.
Los naranjos y las brillantes flores disfrutaban, asimismo, de la exultante generosidad del sol;
habían pasado el día con él, y ahora estaban sedientas. A monsieur Emanuel le gustaba la jardinería;
disfrutaba cuidando de las plantas. Yo tenía la impresión de que trabajar entre los arbustos con una
regadera y una pala calmaba sus nervios; era un pasatiempo al que recurría con frecuencia; y en
aquellos momentos contemplaba los naranjos, los geranios, los maravillosos cactos, y los reavivaba
con el agua que tanto necesitaban. Sus labios, mientras tanto, sostenían su querido cigarro, para él algo
indispensable y el principal lujo de la existencia; sus espirales azules ascendían con gracia entre las
flores, a la luz del atardecer. No habló más con las alumnas, ni con las maestras, pero se dirigió
cariñosamente a una pequeña spaniel que en teoría era de la casa, pero que le consideraba a él su amo,
pues le quería mucho más que a cualquier habitante del pensionnat. Era una perrita adorable, suave y
delicada, que trotaba a su lado y le miraba con arrobo; y siempre que él lanzaba su bonnet-grec o su
pañuelo, lo que hacía de vez en cuando jugando, se agachaba junto a ellos con el aire de un león en
miniatura que guardase la bandera de un reino.
Había muchas plantas y, como el jardinero aficionado sacaba el agua del pozo del jardín con sus
propias manos, siempre activas, su trabajo se prolongó bastante tiempo. El enorme reloj de la escuela
hacía tictac. Dio otra hora. El carré y el grupo de alumnas perdieron la magia del crepúsculo. El día
llegaba a su fin. Comprendí que mi lección sería muy corta; pero los naranjos, los cactos, las camelias
habían sido atendidos. ¿Había llegado mi turno?
Lamentablemente, en el jardín había más plantas que cuidar: sus rosales favoritos, algunas flores
exquisitas; el alegre ladrido y los gruñidos de la pequeña Sylvie siguieron el paletôt que se alejaba por
los senderos. Dejé algunos de mis libros; no los necesitaría todos; me quedé sentada, pensativa, y
esperé, maldiciendo sin querer la llegada sigilosa del ocaso.
Sylvie apareció de nuevo ante mi vista, retozando muy feliz, anunciando el regreso del paletôt; la
regadera fue depositada al lado de la fuente; había cumplido su misión; ¡ cuánto me alegré! Monsieur
se lavó las manos en una pequeña pila de piedra. Era demasiado tarde para una lección; la campanilla
de las oraciones no tardaría en sonar; pero todavía debíamos encontrarnos; él me hablaría; tendría la
oportunidad de leer en sus ojos el enigma de su timidez. Cuando terminó sus abluciones, se arregló
lentamente los puños y contempló una luna joven en forma de asta; flotaba pálida en el cielo opalino y
brillaba débilmente sobre las vidrieras de St Jean Baptiste. Sylvie observaba aquel ánimo
contemplativo; le irritaba tanta quietud; gruñó y saltó para perturbarla. Monsieur Paul bajó la mirada.
Petite exigeante! (Pequeña exigente!) —exclamó—. Según parece, no puedo olvidarme de ti ni un instante.
Se agachó, la cogió en brazos, y cruzó el patio con aire despreocupado, a menos de una yarda de la
hilera de ventanas; yo estaba tras una de ellas. Caminaba lentamente, acariciando y estrechando a la
pequeña spaniel contra su pecho, hablándole con ternura. Al llegar a los escalones de la puerta, se
volvió; miró de nuevo la luna, la catedral cenicienta, y por encima de los chapiteles más lejanos y de
los tejados de los edificios desvaneciéndose en un mar azul de neblina nocturna; disfrutó del dulce
aliento del crepúsculo, y percibió la frescura y la belleza envolvente de las flores; súbitamente, miró a
uno y otro lado; recorrió con sus ojos penetrantes la façade(fachada) blanca de las clases y la larga hilera decroisees(ventanas). Creo que hizo una pequeña reverencia; si la hizo, no tuve tiempo de devolverle el saludo.
En un instante, se había ido. El umbral iluminado por la luna se quedó pálido y sin sombras ante la
puerta cerrada.
Recogiendo todo lo que tenía en la mesa, lo llevé, sin utilizar, a su lugar en la clase de tercero.
Sonó la campanilla de las oraciones; obedecí a su llamada.
Al día siguiente, monsieur Paul no apareció en la rue Fossette, pues era el día que dedicaba a su
instituto. Llegué al final de mis clases; superé las horas intermedias; vi acercarse la tarde, y me
preparé para sus tediosas horas. No sabía si era peor quedarme con las demás internas o sentarme a
solas; naturalmente, opté por esto último; si existía alguna esperanza de consuelo, no había en todo elinternado una cabeza o un corazón que pudiera alentarla; sólo podía anidar en el interior de mi mesa, acurrucada entre las hojas de algún libro, dorando la punta de un lápiz o una pluma, o tiñendo el líquido negro de aquel tintero. Con el corazón afligido, abrí la tapa del pupitre; con mano cansada,
rebusqué en su contenido.
Uno a uno, saqué y volví a guardar sin esperanzas los libros conocidos, los volúmenes de tapas
familiares; no tenían el menor encanto; no ofrecían consuelo. Pero... aquel folleto lila, ¿era nuevo?
No lo había visto antes, y había ordenado mi pupitre aquel mismo día... aquella misma tarde; tenían
que haberlo dejado allí hacía menos de una hora, mientras cenábamos.
Lo abrí. ¿Qué era? ¿Qué me enseñaría?
No era un relato ni un poema, tampoco un ensayo ni una obra histórica; no versificaba, no narraba,
no debatía. Era una obra de teología; predicaba y convencía.
Le presté oídos de buen grado, pues, a pesar de su brevedad, parecía muy interesante, y en seguida
captó mi atención. Predicaba el catolicismo; animaba a la conversión. La voz de aquel astuto librito
era dulce como la miel; sus palabras, todo bálsamo y unción. En sus páginas no retumbaban los
truenos de Roma, ni soplaban las ráfagas de su descontento. El protestante debía hacerse papista, más
que por el temor al infierno de los herejes, por el consuelo, la indulgencia y la ternura que la Santa
Iglesia ofrecía: nada más lejos de su pensamiento que amenazar o coaccionar; su único deseo era guiar y convencer. ¿Perseguir ella? ¡ Oh, no! ¡De ningún modo!
Aquel humilde volumen no se dirigía a los hombres curtidos y mundanos; no era un plato
demasiado fuerte para los fuertes: era leche para infantes; el dulce efluvio del amor de una madre por
sus hijos más frágiles y pequeños; destinado únicamente a aquellos cuya cabeza se alcanza a través del corazón. No apelaba al intelecto; buscaba convencer a los afectuosos con su afecto, a los compasivos con su compasión: St Vincent de Paul, rodeado de sus huérfanos, jamás había hablado con más dulzura.
Recuerdo que uno de los principales argumentos para la apostasía era que un católico que había
perdido a sus amigos más queridos tenía el consuelo indescriptible de poder sacarlos del purgatorio
con sus oraciones. El escritor no mencionaba la mayor serenidad de aquellos cuyas creencias
prescinden de ese lugar de tormento; pero medité sobre el asunto y, en conjunto, me pareció mucho
más reconfortante esta segunda doctrina.
El librito me entretuvo, y no me desagradó plenamente. Era una obra sentimental, poco profunda,
llena de alusiones, y, sin embargo, tenía algo que me animó y me hizo sonreír; me divirtió ver las
cabriolas de aquel burdo lobato disfrazado de cordero, mientras imitaba su inocente balido. Algunos
de sus fragmentos me recordaron a ciertos textos del metodismo wesleyano que había leído cuando
era niña; ambos estaban aderezados con unos condimentos que despertaban el fanatismo. El hombre
que lo había escrito no era malo y, aunque traicionaba invariablemente la hipocresía aprendida —las
pezuñas hendidas de su sistema—, lo cierto es que yo lo pensaría bien antes de acusarle de falta de
sinceridad. Su juicio, sin embargo, necesitaba de un buen pilar donde apoyarse; estaba
desmoronándose.
Sonreí entonces ante aquella dosis de ternura maternal que llegaba de la anciana y rosada dama de
las Siete Colinas; sonreí, asimismo, ante mi propia aversión, por no decir incapacidad para recibir
aquellos regalos tan enternecedores. Mirando la portada, vi el nombre de père Silas. En la primera
página en blanco, una letra pequeña, aunque clara y conocida, había escrito: «De P.C.D.E. a Lucy». Al
ver esto, me reí; pero no con el estado de ánimo de antes. Me sentí revivir.
Súbitamente, la profunda confusión que reinaba en mí se desvaneció; el enigma de la esfinge se
había esclarecido; la unión de aquellos dos nombres, père Silas y monsieur Emanuel, era la clave. El
penitente había estado con su director espiritual; éste no permitía que le ocultara nada; no soportaba
que un recoveco de su corazón dejara de estar consagrado a Dios y a sí mismo; le había sonsacado
nuestra última conversación; monsieur Paul le había confesado nuestro pacto de amistad y le había
hablado de su hermana adoptiva. ¿Cómo podía la Iglesia tolerar semejante pacto, semejante adopción?
¡Comunión fraternal con una hereje! Me parecía oír a père Silas anulando el pecaminoso pacto;
advirtiendo de sus peligros a su penitente; pidiéndole, imponiéndole cautela, más aún, ordenándole —con la autoridad de su cargo y en nombre de todo lo que monsieur Emanuel consideraba más querido y sagrado— que respetara aquel nuevo trato cuya frialdad me había llegado al alma.
Tal vez fuera una hipótesis muy poco agradable; pero, en comparación, le di la bienvenida. La idea
de un agitador espiritual en segundo plano no era nada al lado del temor a un cambio repentino en el
propio monsieur Paul.
Después de tanto tiempo, no sé hasta qué punto esas conjeturas salieron de mi interior o tuvieron
su origen y confirmación en otra parte. Ayuda no faltaba.
Aquel día no brillaba el sol del atardecer; el este y el oeste estaban cubiertos de nubes; ninguna
neblina nocturna de verano, azul, aunque teñida de escarlata, suavizaba la distancia; la niebla húmeda y gris de los pantanos envolvía Villette. Aquella noche la regadera descansaría en su nicho al lado del pozo; había estado lloviznando toda la tarde, y el agua seguía cayendo veloz y silenciosa. No era tiempo para pasear por los senderos encharcados, bajo unos árboles que goteaban sin cesar; y me
sorprendió oír en el jardín el ladrido de Sylvie: su ladrido de bienvenida. Seguramente no estaba
acompañada; pero sólo ladraba de aquel modo, rápido y alegre, cuando llegaba cierta persona.
A través de la puerta acristalada y del berceau, yo vislumbraba el fondo de l'allée défendue:
Sylvie corrió hacia allí, brillando en la oscuridad como un arándano florido. Fue de un lado a otro,
gruñendo, saltando, molestando a los pequeños pájaros entre los arbustos. Estuve esperando cinco
minutos; el presagio no se cumplió. Volví a mis libros: el ladrido agudo de Sylvie cesó de repente.
Levanté la vista de nuevo. La pequeña spaniel se hallaba a escasas yardas de mí, moviendo el rabo
blanco y ligero tan deprisa como podían sus músculos, y observando atentamente los movimientos de una pala, manejada con destreza por una mano incansable. Allí estaba monsieur Emanuel, inclinado sobre la tierra, cavando en el húmedo mantillo entre la lluvia y los arbustos empapados, y trabajando como si tuviera que ganar su mísero jornal con el sudor de su frente.
Adiviné en él un humor irritable. Cavaría así en medio de la gélida nieve, en el día más frío del
invierno, si le empujara a ello un sentimiento de dolor, debido a la excitación nerviosa, a unos
pensamientos tristes o al remordimiento. Cavaría horas y horas con el ceño fruncido y los dientes
apretados, sin levantar una sola vez la cabeza, ni despegar los labios.
Sylvie le miró hasta cansarse. Y empezó a retozar de aquí para allá, saltando, corriendo, olfateando
todos los rincones; finalmente, me descubrió en la clase. Al instante, se lanzó ladrando contra los
cristales, como si quisiera animarme a compartir su alegría o el trabajo de su amo; me había visto en
más de una ocasión pasear por ese camino con monsieur Paul; sin duda consideró que debía ir con él,
aunque todo estuviera mojado.
Armó tanto bullicio que monsieur Paul terminó alzando la vista y, como es natural, comprendió
por qué y a quién ladraba. Silbó para que la pequeña spaniel volviera a su lado, pero ésta se limitó a
ladrar más fuerte. Parecía empeñada en que abriera la puerta acristalada. Supongo que, cansado de su
insistencia, monsieur Paul tiró la pala, se acercó y dejó la puerta entreabierta. Sylvie irrumpió en la
clase, impetuosa, saltó a mi regazo y, con las patas en mi cuello, y su pequeño hocico y su lengua de lo
más atareados con mi cara, ojos y boca, agitó su rabo peludo sobre la mesa y esparció libros y papeles
por todas partes.
Monsieur Paul se aproximó para acallar el clamor y enmendar el desastre. Después de recoger los
libros, atrapó a Sylvie y la colocó bajo su paletôt, donde ella se quedó quieta como un ratón,
asomando un poco la cabeza. Era diminuta y tenía la carita más linda e inocente, las orejas más largas
y sedosas, los ojos negros más bonitos del mundo. Nunca la veía, pero me acordé de Paulina de
Bassompierre: perdona la asociación, lector, pero estas cosas pasan.
Monsieur Paul la acarició y le dio palmadas; no era extraño que Sylvie recibiera tantas muestras
de cariño: su belleza y su vivacidad despertaban el afecto.
Mientras acariciaba a la perrita, monsieur Paul recorrió con la mirada los libros y papeles que
acaba de colocar sobre la mesa; sus ojos se posaron en el pequeño tratado religioso. Movió los labios;
pareció contener el impulso de hablar. ¿Cómo? ¿Acaso había prometido no volver a dirigirme la
palabra? De ser así, lo mejor de su naturaleza juzgó «que sería más decoroso quebrantar esa promesa
que obedecerla», pues haciendo un segundo esfuerzo, dijo:
—Imagino que no ha leído todavía ese librito, ¿verdad? ¿No le parece lo bastante sugerente?
Le contesté que lo había leído.
Esperó, como si deseara que yo le diese una opinión sin preguntármela. Pero yo no estaba de
humor para hacer o decir nada que no me hubiesen pedido. Si había que hacer algunas concesiones, si se solicitaban algunos avances, no era asunto mío sino del sumiso discípulo de père Silas. Monsieur
Paul me miró con dulzura; había bondad en aquel fulgor azul... había solicitud... y una sombra de
patetismo; sus ojos reflejaban sentimientos múltiples y contrapuestos... el reproche transformándose
en remordimiento. Es muy probable que en aquel instante se hubiese alegrado de ver alguna emoción
en mí. No pude mostrarla. Sin embargo, no habría tardado en traicionar mi turbación si no hubiera
decidido sacar algunas plumas de mi pupitre y empezar a arreglarlas discretamente.
Sabía que esa acción le irritaría. No le gustaba que me ocupara de las plumas; mi pequeña navaja
estaba siempre mal afilada, y a mi mano le faltaba destreza; cortaba y partía. En aquella ocasión me
corté hasta un dedo... medio a propósito. Quería que monsieur Paul volviera a ser el de siempre, que
se sintiera a gusto, conseguir que me reprendiera.
Maladroite! (¡Torpe!) —exclamó al fin—. Se hará picadillo las manos.
Dejó a Sylvie en el suelo, ordenándole que se quedara quieta junto a su bonnet-grec, y, quitándome
las plumas y la pequeña navaja, procedió a rebajar, afinar y sacar punta con la precisión y celeridad de una máquina.
¿Me había gustado el librito?, quiso saber.
Conteniendo un bostezo, respondí que no lo sabía.
¿Me había conmovido?
Le dije que creía que me había dado sueño.
Guardó unos instantes de silencio.
Allons donc! No servía de nada que adoptara ese tono con él. Por muy mala que fuera —y sentiría
mucho tener que enumerar todos mis defectos de corrido—, Dios y la naturaleza me habían dado trop
de sensibilité et de sympathie(demasiada sensibilidad y simpatía) para quedarme impasible ante un llamamiento tan conmovedor.
Le repuse, acalorándome, que no me había emocionado nada... ni una pizca.
Y, en prueba de ello, saqué del bolsillo un pañuelo completamente seco, que seguía limpio y
doblado.
En seguida me convertí en el blanco de una retahíla de críticas más mordaces que educadas.
Escuché con entusiasmo. Después de dos días de silencio muy poco natural, fue maravilloso oír a
monsieur Paul regañándome como antes. Escuché y, mientras tanto, me consolé y consolé a Sylvie con el contenido de una bonbonnière que monsieur Emanuel, con sus regalos, tenía siempre bien surtida de bombones y caramelos. Le gustaba que se apreciara debidamente hasta el más insignificante de sus detalles. Nos miró a la pequeña spaniel y a mí mientras compartíamos el botín; guardó la navaja.
Rozando mi mano con el manojo de plumas recién cortadas, exclamó:
Dites-donc, petite soeur(Dígame, entonces, hermanita), hábleme con franqueza, ¿qué ha pensado de mí estos dos últimos días?
Pero no hice caso de su pregunta; por culpa de ella, se me llenaron los ojos de lágrimas. Acaricié
efusivamente a Sylvie. Monsieur Paul, apoyándose en el pupitre, se inclinó sobre nosotras.
—Dije que me consideraba su hermano —señaló—; apenas sé lo que soy... hermano... amigo...
soy incapaz de decirlo. Sé que pienso en usted... deseo que tenga suerte... pero debo contenerme; he
de tener cuidado con usted. Mis mejores amigos me señalan el peligro, y me susurran que tenga
cautela.
—Hace bien en escuchar a sus amigos. Por favor, no baje la guardia.
—Se trata de su religión: su credo extraño, independiente e invulnerable, cuya influencia parece
cubrirla con no sé qué coraza impía. Es usted buena: père Silas lo reconoce, y la quiere; pero su
terrible, orgulloso, ferviente protestantismo... ahí está el peligro. A veces se refleja en su mirada; y
hace aparecer en usted cierto tono de voz y ciertos gestos que me aterrorizan. No es usted
comunicativa, y, sin embargo, hace un momento, cuando tenía el pequeño tratado en la mano... ¡Dios
mío! Pensé que Lucifer sonreía.
—Es cierto que no respeto ese escrito, ¿y qué?
—¿Que no lo respeta? ¡ Pero si es la esencia más pura de la fe, del amor, de la caridad! Creí que le
conmovería: pensé que su dulzura no la dejaría indiferente. Lo dejé en su mesa con una plegaria. Debo de ser un gran pecador: el Cielo no escucha las súplicas más ardientes de mi corazón. Usted desprecia mi pequeño regalo. Oh, cela me fait mal! (¡Oh, eso sí que me aflige!)
—Monsieur, no lo desprecio... al menos, no como regalo suyo. Monsieur, siéntese; escúcheme. No
soy una pagana, no soy una mujer despiadada... también soy cristiana; no soy peligrosa como le dicen
sus amigos; no perturbaré su fe; usted cree en Dios, en Cristo y en la Biblia, y yo también.
—Pero ¿cree usted realmente en la Biblia? ¿Acepta la Revelación? ¿Dónde están los límites del
descabellado e imprudente atrevimiento de su país y de su secta? Père Silas vertió oscuras
insinuaciones.
A fuerza de persuasión, logré que me explicara un poco esas insinuaciones; eran taimadas
calumnias jesuíticas. Aquella noche monsieur Paul y yo hablamos seriamente y de forma muy
amistosa. Él expresaba y defendía sus ideas. Yo era incapaz de argumentar, venturosa incompetencia;
se necesitaba una oposición lógica y triunfal para llevar a cabo todo lo que su director espiritual
deseaba; pero yo sabía hablar a mi manera —la manera que monsieur Paul conocía— y él siguió mis
divagaciones y rellenó mis paréntesis, y perdonó el extraño tartamudeo, que ya no le resultaba
extraño. Me encontraba a gusto con él, y podía defender mi credo y mi fe como yo quería; en cierto
modo, podía atemperar sus prejuicios. Cuando se marchó, no estaba satisfecho, apenas se había
apaciguado; pero había comprendido que los protestantes no eran necesariamente los paganos
irreverentes que su director espiritual había insinuado; había aprendido algo sobre su forma de honrar la Luz, la Vida, la Palabra Divina; y había podido percibir en parte que, aunque su veneración por las cosas venerables no era exactamente igual que la cultivada por su Iglesia, también era poderosa, y quizá más profunda, y palpitaba en ella un temor reverencial todavía más solemne.
Me di cuenta de que père Silas (quien, debo insistir, no era mala persona a pesar de ser el abogado
de una causa equivocada) había estigmatizado oscuramente a los protestantes en general, y a mí en
consecuencia, con extraños nombres, y nos había atribuido los más insólitos «ismos»; monsieur
Emanuel me contó todo esto sin tapujos, con su habitual franqueza, mirándome mientras hablaba con un temor grave y afable, casi temblando ante la idea de que aquellas acusaciones fueran ciertas. Père Silas, al parecer, me había vigilado estrechamente y había descubierto que yo visitaba indistintamente las tres iglesias protestantes de Villette —la francesa, la alemana y la inglesa—, id est(es decir), la presbiteriana, la luterana y la episcopaliana. Aquella liberalidad, según el sacerdote, era una muestra de mi profunda indiferencia: quien tolera todo, razonaba, no puede ser fiel a nada. El hecho es que yo había reflexionado a menudo, secretamente, sobre lo minúsculas e insignificantes que eran las diferencias entre esas tres sectas, y sobre la unidad e identidad de sus doctrinas fundamentales: no veía nada que les impidiera unirse algún día en una gran Santa Alianza, y yo respetaba a las tres,
aunque encontraba en ellas defectos de forma, obstáculos y trivialidades. Le conté a monsieur
Emanuel exactamente lo que pensaba, y le expliqué que mi última invocación, mi verdadero guía y el
único maestro que reconocía era la propia Biblia, antes que cualquier secta, con independencia de su
nombre o de su país de procedencia.
Se fue más tranquilo, aunque lleno de inquietud, musitando el deseo, tan fuerte como una oración,
de que, si estaba equivocada, el Cielo me mostrara el buen camino. En el umbral, le oí dirigirse con
fervor a Marie, Reine du Ciel, y decirle entre susurros cuánto anhelaba que su esperanza pudiera
convertirse en la mía.
¡Qué extraño! Yo no tenía ese deseo febril de apartarle de la fe de sus padres. Pensaba que el
catolicismo estaba equivocado, me parecía una gigantesca estatua de oro y de barro; pero aquel
católico defendía los principios más puros de su credo con una inocencia que Dios debía amar.
La conversación anterior tuvo lugar entre las ocho y las nueve de la noche, en un aula de la
apacible rue Fossette que daba a un jardín solitario. Es muy posible que, al día siguiente a la misma
hora o un poco más tarde, sus ecos, recogidos con santa obediencia, fueran vertidos literalmente en un oído atento, junto al panel de un confesionario, en la vetusta iglesia de los Reyes Magos. A
continuación, père Silas visitó a madame Beck y, movido no sé por qué mezcla de razones, la
convenció para que le dejara asumir por algún tiempo la dirección espiritual de la hereje inglesa.
Entonces empezó a prestarme libros... a los que yo sólo echaba un vistazo; en mi opinión, eran
demasiado insignificantes para ser leídos, señalados, memorizados, o digeridos. Además, yo tenía un
libro en el piso de arriba, bajo la almohada, cuyos capítulos satisfacían todas mis necesidades de saber espiritual, ofreciéndome unos preceptos y unos ejemplos que, en el fondo de mi corazón, estaba convencida de que no podían mejorarse. Luego père Silas me mostró la cara amable de Roma, sus buenas obras, y me pidió que juzgara el
árbol por sus frutos.
Le respondí que sentía y creía que esas obras no eran los frutos de Roma; sólo su exuberante
floración, la hermosa promesa que mostraba al mundo. Esa floración, cuando daba frutos, no tenía
sabor a caridad; el manzano maduro era ignorancia, humillación, fanatismo. Forjaba los remaches de
su servidumbre con las desgracias y los sentimientos de los hombres. Alimentaba, vestía y protegía a
los pobres para que contrajeran una obligación con «la Iglesia»; criaba y educaba a los huérfanos para
que crecieran dentro del redil de «la Iglesia»; cuidaba a los enfermos para que murieran según los
preceptos y ordenanzas de «la Iglesia»; y exaltaba a los hombres, y sacrificaba terriblemente a las
mujeres, y dejaba a un lado un mundo que Dios hizo bueno por el bien de sus criaturas —llevando una
cruz monstruosa por lo mortificante de su peso—, para servir a Roma, demostrar su santidad,
confirmar su poder y extender el reinado de su tiránica «Iglesia».
Poco se hacía por el bien del hombre; menos por la gloria de Dios. Se abrían mil caminos con el
sufrimiento, el sudor y la sangre, el despilfarro de la vida; las montañas se resquebrajaban y las rocas
se agrietaban; y todo ¿para qué? Para que los sacerdotes pudieran seguir hacia delante y alcanzar una
elevada posición, y desde las alturas extender el cetro de su «Iglesia» de Moloc.
Pero no sería así. Dios no estaba con Roma; y, si Su Hijo tuviera que sobrellevar aún las desgracias
humanas, ¡lloraría su crueldad y su ambición del mismo modo que antaño lloró los delitos y las
tribulaciones de una Jerusalén condenada!
¡Oh, amantes del poder! ¡Oh, aspirantes mitrados a los reinos de este mundo! Algún día vuestros
corazones —deteniéndose exhaustos después de cada latido entrecortado— se alegrarán de que exista una Misericordia mayor que la compasión humana; un Amor más fuerte que la poderosa muerte a la que incluso vosotros tendréis que enfrentaros antes de que os derrote; una Caridad más vigorosa que cualquier pecado, incluso vuestro; una Piedad que redime mundos... más aún, absuelve Sacerdotes.
Mi tercera tentación llegó con el esplendor de Roma, la gloria de su reino. Me llevaron a la iglesia
en los días más solemnes y festivos; me mostraron el ritual y el ceremonial pontificio. Yo lo observé.
A muchas personas —hombres y mujeres—, sin duda muy superiores a mí en innumerables
aspectos, les ha impresionado ese espectáculo, y han explicado que, aunque su Razón protestaba, su
Imaginación se hallaba subyugada. No puedo decir lo mismo. Ni las procesiones, ni las misas
mayores, ni el enjambre de cirios, ni el balanceo de los incensarios, ni los lujosos ropajes
eclesiásticos, ni las joyas celestiales despertaron mi interés. Cuanto vi me pareció ostentoso, no
majestuoso; groseramente material, no poéticamente espiritual.
No se lo conté a père Silas; era anciano, parecía vulnerable, y, a pesar de los experimentos
frustrados y de las constantes decepciones, seguía mostrándose amable conmigo, y me dolía herir sus
sentimientos. Pero cierta tarde en que, desde la terraza de una gran mansión, me hicieron presenciar
un gran desfile en el que se mezclaban la iglesia y el ejército —sacerdotes con reliquias, soldados con
armas, un arzobispo viejo y obeso con un hábito de batista y encaje, extrañamente parecido a un grajo con el plumaje de un ave del paraíso, y un grupo de muchachas maravillosamente ataviadas y
engalanadas—, abrí mi corazón a monsieur Paul.
—No me ha gustado —le dije—; soy incapaz de respetar esa clase de ceremonias; no deseo
presenciarlas más.
Y, después de tranquilizar mi conciencia con esta declaración, logré proseguir y, con mayor
fluidez de la habitual, le conté que me proponía conservar mi religión reformada; y que, cuanto más
veía del papismo, más me aferraba al protestantismo. Sin duda había errores en todas las Iglesias, pero ahora comprendía cuán pura y austera era la mía, en comparación con aquélla cuyo rostro pintado y llamativo habían destapado para conquistar mi admiración. Le expliqué cómo nosotros guardábamos menos formulismos entre nosotros y Dios; conservando únicamente, quizá, la esencia de su humanidad en la misa, necesaria para la debida observancia. Le dije que yo no podía mirar las flores y
el oropel, los cirios y los bordados, en momentos y circunstancias que debían estar dedicados a
levantar la vista secreta hacia Aquél cuyo hogar es el Infinito y su ser, la Eternidad. Que, cuando
pensaba en el pecado y el dolor, en la corrupción terrena, en la depravación mortal, en las
abrumadoras penas temporales... no podía atender a los sacerdotes que cantaban o a los oficiantes que
murmuraban; que, cuando los males de la existencia y los temores de la disolución me atormentaban,
cuando la poderosa esperanza y la duda infinita del futuro aparecían ante mi vista, entonces, incluso el
discurso científico, o la oración en una lengua culta y muerta, hostigaban a un corazón que sólo
deseaba llorar.
—¡Oh, Dios, ten misericordia de una pecadora como yo!
Cuando hube declarado así mi fe, y hube abierto una separación tan grande entre nosotros...
entonces, finalmente, nació un tono armonioso, un eco sensible, una dulce armonía entre dos espíritus
en conflicto.
—Digan lo que digan los sacerdotes y los amantes de la polémica —dijo en voz baja monsieur
Emanuel—, Dios es bueno y ama a todas las personas sinceras. Crea, pues, lo que pueda; créalo como
pueda; una oración, por lo menos, tenemos en común; yo también grito: «Oh, Dieu, sois apaisé envers
moi qui suis pécheur! ».(¡Oh, Dios, perdona a un pecador como yo!)

Se apoyó en el respaldo de mi silla. Después de unos instantes de silencio, prosiguió:
—¿Qué pueden significar nuestras diferencias para ese Dios que creó los firmamentos, y del que
surgió la vida que hay en este mundo o en esas estrellas que brillan a lo lejos? De igual modo que Dios
no repara en el Tiempo ni en el Espacio, tampoco existen para él la Medida o la Comparación. Nos
humillamos en nuestra pequeñez, y hacemos bien; pero es posible que la constancia de un corazón, la
verdad y la fe de un espíritu según la luz que Él ha fijado, le importen tanto como el movimiento de
los satélites alrededor de sus planetas, de los planetas alrededor de sus soles, y de los soles alrededor
de ese centro invisible, incomprensible, inalcanzable, que sólo se adivina con un extraño esfuerzo de
la imaginación.
»¡Que Dios nos guíe a todos! ¡Que Dios la bendiga, Lucy!

VILLETTEWhere stories live. Discover now