CAPÍTULO IV. LA SEÑORITA MARCHMONT

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 Al abandonar Bretton, unas semanas después de la partida de Paulina —sin imaginar que nunca volvería a visitarlo, ni a pasear por sus viejas y tranquilas calles—, me dirigí a casa tras una ausencia de seis meses. Cualquiera supondrá que me alegraba de volver al seno familiar. Bueno... como esta amable conjetura no hace daño a nadie, tal vez no sea necesario desmentirla. Lo cierto es que, lejos de negarlo, permitiré que el lector me imagine, durante los ocho años siguientes, como una barca dormitando en medio de una idílica bonanza, en un puerto de aguas apacibles y cristalinas, con el timonel tendido en la pequeña cubierta, el rostro vuelto hacia el cielo y los ojos cerrados: sumido, por así decirlo, en una larga plegaria. Se supone que un gran número de mujeres y jovencitas pasan la vida de esa manera, ¿por qué no incluirme a mí? Así, pues, imagíname ociosa, regordeta y feliz, tendida sobre una cómoda cubierta, al calor de un sol constante, mecida por brisas de suave indolencia. Sin embargo, no puedo ocultar que, de ser así, en algún momento yo debí de caer por la borda, o el bote se hundió. Recuerdo demasiado bien un período, un largo período, de frío, peligro y discordia. Y aún hoy, cuando tengo pesadillas, siento el azote salobre de las olas en mi garganta y su helada presión en mis pulmones. Sé incluso que hubo una tormenta, que no se limitó a durar un día o una hora. Pasaron días y noches en los que no salieron ni el sol ni las estrellas; arrojamos con nuestras propias manos los aparejos por la borda; una violenta tempestad se abatió sobre nosotros; y toda esperanza de salvación se desvaneció. Finalmente, el barco se hundió y la tripulación pereció. Que yo recuerde, no me quejé a nadie de mis dificultades. Pues, en realidad, ¿a quién podía quejarme? Hacía mucho tiempo que no sabía nada de la señora Bretton. Ciertos obstáculos, levantados por terceras personas, se habían interpuesto en nuestra relación, cortándola. Además, el paso del tiempo también había traído cambios para ella: según decían, los cuantiosos bienes de los que era depositaria en nombre de su hijo, y que se habían invertido principalmente en acciones, se habían reducido hasta convertirse en una pequeña parte de la cuantía inicial. Oí casualmente el rumor de que Graham había elegido una profesión, y había abandonado Bretton con su madre para residir en Londres. De modo que no tenía a nadie a quien acudir en busca de ayuda; sólo podía contar conmigo misma. No creo que mi naturaleza fuera independiente o activa, pero las circunstancias me empujaron a la independencia y a la acción, como les ocurre a tantas personas; y cuando la señorita Marchmont, una dama soltera de la vecindad, envió a buscarme, atendí su petición con la esperanza de que me ofreciera una trabajo que yo pudiera desempeñar. La señorita Marchmont era una mujer adinerada que vivía en una hermosa mansión, pero hacía veinte años que el reumatismo la había convertido en una inválida, incapaz de mover manos y pies. Siempre estaba en el piso de arriba: su salón era contiguo al dormitorio. Yo había oído hablar a menudo de la señorita Marchmont y de sus rarezas (tenía fama de ser muy excéntrica), pero no la había visto nunca. Me encontré con una anciana arrugada de cabellos grises, a la que la soledad había vuelto adusta y un sufrimiento prolongado, severa, irritable, y quizá exigente. Al parecer la doncella, o más bien la dama de compañía, que la había cuidado durante varios años estaba a punto de casarse; al enterarse de lo apurado de mi situación, había enviado a buscarme con la idea de que reemplazara a esa persona. Me lo propuso después de tomar el té, cuando estábamos las dos solas, sentadas junto a la chimenea. —No será una vida fácil para usted —me dijo con toda sinceridad—, pues requiero mucha atención y tendrá que pasar mucho tiempo encerrada; sin embargo, tal vez le parezca una existencia tolerable comparada con la que ha llevado últimamente. Reflexioné. Debería parecerme tolerable, pensé; pero, por alguna extraña fatalidad, supe que no lo sería. ¡Vivir en aquella habitación cerrada, testigo de su sufrimiento y, quizá en ocasiones, de sus arrebatos de genio, durante el resto de mi juventud, cuando los primeros años de ésta habían sido tan poco dichosos! Por unos instantes, se me encogió el corazón, luego recobré el ánimo; pues, aunque me esforzaba por considerar lo negativo, era demasiado realista para idealizarlo y, en consecuencia, para exagerarlo. —No sé si tendré fuerzas suficientes —señalé. —Ésa es mi única duda —dijo ella —, no parece tener mucha salud. Era cierto. Me vi reflejada en el espejo con mi traje de luto, como un espectro pálido y ojeroso. Pero no me preocupaba aquella lúgubre visión. El mal, creía yo, era sobre todo externo; aún sentía el impulso vital en mi interior. —¿Qué otra cosa tiene en perspectiva? —Nada concreto todavía; pero es posible que encuentre algo. —Eso piensa; tal vez tenga razón. Pruebe a hacer las cosas a su modo y, si no tiene éxito, vuelva a verme. Mi oferta seguirá en pie tres meses. Era muy generoso por su parte. Se lo dije y expresé mi gratitud. Mientras hablaba, le acometió un paroxismo de dolor. Me apresuré a atenderla; hice todo lo necesario, siguiendo sus instrucciones y, cuando se sintió aliviada, ya se había creado entre nosotras una especie de intimidad. Yo comprendí, por cómo había aguantado el ataque, que era una mujer firme y paciente (paciente con el dolor físico, aunque quizá irritable a veces por el largo sufrimiento mental); y ella descubrió, por la buena voluntad con que la socorrí, que podía despertar mi simpatía (si se la podía llamar así). Me mandó llamar al día siguiente; y reclamó mi compañía cinco o seis días seguidos. Una relación más estrecha, si bien desveló tanto defectos como excentricidades, me permitió al mismo tiempo descubrir un carácter que era fácil respetar. Aunque a veces se mostraba severa y taciturna, podía atenderla y sentarme en su compañía con esa calma que siempre nos enaltece cuando percibimos que nuestros modales, nuestra presencia y nuestro contacto complacen y tranquilizan a las personas a las que atendemos. Incluso cuando me reñía —lo que hacía de vez en cuando con gran aspereza—, sus palabras no resultaban humillantes ni ofensivas; parecía una madre irascible regañando a su hija, no una señora intransigente sermoneando a una criada: desde luego no sermoneaba, aunque algunas veces montaba en cólera. Además, siempre había cierta racionalidad en sus arrebatos: era lógica incluso cuando estaba furiosa. Al poco tiempo, un sentimiento creciente de afecto empezó a arrojar una nueva luz sobre la idea de ser su compañera; al cabo de otra semana, acepté quedarme a su lado. Así fue como dos sofocantes habitaciones contiguas se convirtieron en mi mundo; y una vieja inválida en mi señora, mi amiga, mi... todo. Servirla era mi deber; su dolor, mi sufrimiento; su alivio, mi esperanza; su ira, mi castigo; su estima, mi recompensa. Olvidé que había campos, bosques, ríos, mares y un cielo que cambiaba al otro lado de los cristales empañados de su habitación de enferma; casi me alegraba de no recordarlo. En mi interior, todo se empequeñeció para amoldarse a mi suerte. Dócil y callada por costumbre, disciplinada por el destino, no reclamaba paseos al aire libre; y mi apetito parecía conformarse con las minúsculas raciones que servían a la inválida. Además, podía estudiar la originalidad de su carácter: no sólo sus virtudes inalterables, sino también la intensidad de sus pasiones, que resultaban admirables, y la sinceridad de sus sentimientos, en los que se podía confiar. Todo eso tenía la señorita Marchant, y por todo eso me aferré a ella. Y habría seguido arrastrándome a su lado veinte años más, si su vida de sufrimiento se hubiera prolongado ese período. Pero no estaba escrito que fuera así. Era como si el destino quisiera empujarme a la acción. Acosarme, espolearme, obligarme a ser enérgica por la fuerza. Mi pequeña ración de afecto humano, tan importante para mí como una sólida perla, debía derretirse en mi mano y deslizarse entre mis dedos como una piedra de granizo al disolverse. La pequeña responsabilidad adquirida había de serle arrebatada a mi conciencia, que se contentaba fácilmente. Había querido llegar a un acuerdo con el Destino: escapar a grandes sufrimientos sometiéndome a una vida de privación y pequeños sacrificios. Pero el Destino no podía aplacarse así; y tampoco iba a aprobar la Providencia aquella pereza timorata, aquella cobarde indolencia. Una noche de febrero —lo recuerdo bien— se oyó una voz cerca de la casa de la señorita Marchmont; la escucharon todos sus habitantes, pero, quizá, sólo supo interpretarla una persona. Después de un tranquilo invierno, las tormentas señalaban el comienzo de la primavera. Había acostado a la señorita Marchmont y cosía sentada junto al fuego. El viento azotaba las ventanas: no había dejado de ulular en todo el día. Pero, al oscurecer, adquirió un tono nuevo, un acento agudo y penetrante, casi perceptible para el oído. Una queja desconsolada y lastimera, crispante para los nervios, vibraba en cada nueva ráfaga. —¡Silencio! —musité con nerviosismo, dejando la labor e intentando en vano que mis oídos no oyeran aquel gemido sutil y penetrante. Había oído aquel mismo lamento con anterioridad, y una observación forzosa me había llevado a elaborar una teoría sobre lo que presagiaba. En tres ocasiones a lo largo de mi vida, los acontecimientos me habían enseñado que aquellos extraños sonidos en medio de la tormenta, aquel grito inquieto y desesperado, anunciaban la llegada de una atmósfera muy poco propicia para la vida. Estaba convencida de que un viento del este jadeante, lloroso, atormentado, lastimero, era a menudo heraldo de enfermedades epidémicas. De ahí surgía, deduje, la leyenda de Banshee [7] . Creía haber notado, asimismo (aunque no era lo bastante avezada en filosofía para saber si existía alguna relación entre esas circunstancias), que a menudo teníamos noticia al mismo tiempo de graves actividades volcánicas en lejanos lugares, o de ríos que se desbordaban repentinamente, o de extrañas mareas que inundaban con furia las costas bajas. «Nuestro planeta —me decía— parece desgarrarse y sumirse en el caos en esos períodos; los débiles desaparecen bajo el aliento abrasador de los volcanes llameantes». Yo escuchaba, temblando; la señorita Marchmont dormía. Alrededor de la medianoche, la tormenta amainó, y media hora más tarde reinaba un silencio sepulcral. El fuego, convertido en rescoldos, se avivó con intensidad. Noté un cambió en el aire y agucé los sentidos. Alcé persiana y cortina para mirar por la ventana, y vi en las estrellas el acerado brillo de una intensa helada. Al volverme, mis ojos se posaron en la señorita Marchmont, que se hallaba despierta, tratando de levantar la cabeza y mirándome con una gravedad poco habitual. —¿Hace buena noche? —preguntó. Respondí afirmativamente. —Eso me parecía —dijo ella—, me siento tan fuerte... tan bien... Ayúdeme a incorporarme. Me siento joven esta noche —añadió—, joven, feliz, de buen humor. ¿Y si mi enfermedad cediera y yo estuviese destinada a disfrutar aún de cierta salud? ¡Sería un milagro! «Y ésta no es época de milagros», pensé yo, extrañada de oírla hablar así. Ella dirigió la conversación hacia el pasado, cuyos incidentes, escenarios y personajes parecía recordar con singular viveza. —Esta noche, ¡cuán importante es para mí la Memoria! —exclamó—. La considero mi mejor amiga. En estos instantes me proporciona un gran placer; y devuelve a mi corazón, de un modo hermoso y vívido, ciertas realidades... no meras ideas vacías... sino lo que en otro tiempo fueron realidades, y que yo hacía mucho tiempo que creía muertas, desvanecidas, mezcladas con el polvo de la sepultura. Revivo las horas, los pensamientos, las esperanzas de mi juventud. Siento renacer el amor de mi vida, mi único amor, casi mi único afecto, pues no soy una mujer especialmente bondadosa ni afable. Sin embargo, he experimentado sentimientos muy intensos, y esos sentimientos tenían un destinatario, a quien yo quería tanto como la mayoría de los hombres y las mujeres quieren a los seres innumerables en los que desperdician su amor. Mientras amé y fui amada, ¡qué feliz fue mi existencia! ¡Con qué viveza vuelve a mí aquel año tan glorioso! ¡Qué primavera tan hermosa! ¡Qué verano tan cálido y alegre! ¡Cuán suave era la luz de la luna, bañando de plata las noches otoñales! ¡Qué ardiente era la esperanza bajo las aguas heladas y los campos cubiertos de escarcha! Durante todo aquel año, mi corazón vivió por y para Frank. ¡Mi noble Frank, mi leal Frank, mi buen Frank! Mucho mejor que yo, ¡cuán elevados eran sus ideales! Es algo que comprendo y que digo ahora: si pocas mujeres han sufrido lo que yo con su pérdida, pocas disfrutaron como yo con su amor. Era un amor por encima de lo común; no dudaba de él ni de Frank. Era un amor que honraba, protegía y elevaba, además de llenar de felicidad a la mujer que lo recibía. Me gustaría comprender... ahora que estoy tan extrañamente lúcida, ¿por qué me fue arrebatado? ¿Por qué crimen fui condenada, después de doce meses de dicha, a soportar treinta años de aflicción? »No lo sé —prosiguió tras una pausa —. Soy incapaz de entender el motivo; sin embargo, en este momento puedo decir con sinceridad lo que nunca me había atrevido a afirmar antes: ¡Inescrutable Señor, hágase Tu voluntad! Y estoy convencida de que la muerte me devolverá a Frank. Jamás lo había creído hasta ahora. —Entonces, ¿él murió? —pregunté en voz baja. —Mi querida niña —respondió ella —, una feliz Nochebuena me vestí y arreglé con esmero, confiando en que mi amado, que muy pronto se convertiría en mi marido, fuera a visitarme aquella noche. Me senté a esperarle. Aún me parece estar allí... y veo el nevado crepúsculo a través de la ventana con las cortinas descorridas, pues deseo ver llegar a Frank cabalgando por el blanco sendero; veo y siento la suave luz de la lumbre, calentándome mientras juega con mi vestido de seda, reflejando caprichosamente mi joven figura en un espejo. Veo la luna de una apacible noche invernal —llena, clara y fría—, flotando sobre la oscura masa de arbustos y el césped plateado de mis jardines. Espero con cierta impaciencia en mi pulso, y sobre todo en mi pecho. Las llamas se habían apagado en la chimenea, pero las brasas continuaban vivas; la luna brillaba en lo alto, pero aún resultaba visible desde la celosía; eran casi las diez; no solía llegar más tarde de esa hora, pero en un par de ocasiones se había demorado. »¿Iba a fallarme por primera vez? No... ni siquiera una vez; y por fin se acercaba, cabalgando muy deprisa para recuperar el tiempo perdido. "¡Frank, jinete temerario! —pensé, oyendo alegre e inquieta cómo se aproximaba al galope —. Te reprenderé por esto. Te diré que es mi vida la que pones en peligro; pues todo lo tuyo es mío, pero mucho más querido." Allí estaba: pude verlo, pero debía de tener los ojos llenos de lágrimas, pues mi visión era muy borrosa. Divisé el caballo; lo oí piafar... y finalmente distinguí una masa oscura; entonces resonó un clamor. ¿Era un caballo u otra cosa extrañamente lúgubre lo que avanzaba a rastras por el césped? ¿Cómo dar nombre a lo que la luna iluminaba ante mis ojos? ¿Cómo expresar el sentimiento que aquello despertaba en mí? »Lo único que pude hacer fue salir corriendo. Un animal enorme, el caballo negro de Frank, temblaba, jadeaba y resoplaba delante de la puerta; un hombre lo sujetaba: pensé que era Frank. »"¿Qué ocurre?", pregunté. Thomas, mi criado, me respondió con brusquedad: "Entre en casa, señorita". Y luego llamó a otra criada que llegó corriendo de la cocina como si obedeciera a un presentimiento: "Ruth, lleva inmediatamente a casa a la señorita". Pero yo estaba arrodillada en la nieve, al lado de algo que yacía allí, y que yo había visto arrastrarse por el suelo... algo que suspiró y gimió contra mi pecho cuando lo levanté y lo atraje hacia mí. No estaba muerto; no había perdido el conocimiento. Hice que lo llevaran al interior de la casa; me negué a recibir órdenes y a alejarme de él. Estaba muy serena, no sólo para ser dueña de mí misma, sino también de los demás. Habían intentado tratarme como a una niña, como se hace siempre con las personas a las que golpea la mano de Dios, pero no dejé que nadie se le acercara excepto el médico, y cuando éste hubo hecho cuanto pudo, me quedé a solas con mi agonizante Frank. Tuvo fuerzas suficientes para abrazarme y pronunciar mi nombre; me oyó rezar quedamente a su lado; sintió mi presencia cuando le consolé con ternura. »"María —exclamó—, muero en el Paraíso." Con su último aliento, me dedicó palabras de amor. Cuando amaneció el día de Navidad, mi Frank estaba al lado del Señor. »Y eso —añadió— ocurrió hace treinta años. He sufrido mucho desde entonces. Creo que no he sabido sacar provecho de mis infortunios. Una naturaleza dulce y amable se habría perfeccionado hasta la santidad; un espíritu maligno y fuerte se habría convertido en un demonio; en cuanto a mí, sólo he sido una mujer egoísta y amargada. —Ha hecho usted mucho bien —dije yo, pues la señorita Marchmont era conocida por la generosidad de sus limosnas. —No he escatimado el dinero, quiere usted decir, cuando con él podía mitigar una aflicción. ¿Y qué? No me costaba esfuerzo ni dolor alguno. Pero sé que, a partir de este momento, mi estado de ánimo mejorará, pues he de prepararme para reunirme con Frank. Como ve, sigo pensando más en Frank que en Dios, y a menos que amar tanto, durante tanto tiempo y de forma tan excluyente a otro ser humano, no resulte una blasfemia contra el Creador, pocas son mis esperanzas de salvación. ¿Qué opina de estas cosas, Lucy? Sea mi capellán y dígamelo. Fui incapaz de contestar a su pregunta. Me faltaban las palabras. Pero ella pareció creer que sí lo había hecho. —Tiene razón, hija mía. Debemos reconocer que Dios es misericordioso, aunque no siempre comprendamos sus designios. Debemos aceptar nuestra suerte, sea cual sea, y tratar de hacer más dichosa la de los demás. ¿No está de acuerdo? Pues bien, mañana empezaré con usted. Intentaré hacer algo para ayudarla, Lucy, algo que la beneficie cuando yo muera. Ahora me duele la cabeza de tanto hablar; pero me siento feliz. Acuéstese. El reloj está dando las dos. Qué tarde se acuesta usted; o mejor dicho, hasta qué tarde la obligo a quedarse con mi egoísmo. Pero váyase ahora; deje de preocuparse por mí; tengo la sensación de que descansaré bien. Pareció disponerse a dormir. Yo también me retiré a mi cama, en una pequeña alcoba contigua a su habitación. La noche transcurrió tranquila; la muerte debió de sorprenderla en silencio, pacíficamente y sin dolor: a la mañana siguiente apareció sin vida, casi fría, pero con expresión serena y apacible. La excitación y el cambio de humor de la víspera habían sido el preludio de su final; un ataque bastó para cortar el hilo de una existencia sumida tanto tiempo en la aflicción.

VILLETTEWhere stories live. Discover now