CAPÍTULO XXIV. MONSEIUR DE BASSOMPIERRE

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Aquellos que viven en lugares retirados, cuya existencia transcurre en la reclusión de un colegio o

de otra vivienda rodeada de muros y sometida a vigilancia, corren el riesgo de ser súbita y largamente

olvidados por sus amigos, los habitantes de un mundo más libre. De manera inexplicable, tal vez, y

después de una etapa de relaciones especialmente intensas, y de un cúmulo de pequeñas y más bien

excitantes circunstancias que deberían con toda lógica intensificar en lugar de interrumpir la

comunicación, sobreviene una pausa de quietud, un silencio sin palabras, un largo período de olvido.

Este espacio en blanco siempre es ininterrumpido; tan absoluto como inexplicable. Las cartas y

mensajes, antes frecuentes, dejan de llegar; las visitas, en otro tiempo habituales, cesan; los libros,

periódicos y otras muestras de que alguien nos recuerda brillan por su ausencia.

Siempre hay excelentes razones para esos lapsos de tiempo, pero el ermitaño las desconoce.

Mientras él está inmóvil en su celda, sus amistades siguen girando en el torbellino de la vida. Ese

espacio en blanco transcurre con tanta lentitud para él como si todos los relojes se hubieran detenido y

las horas sin alas avanzaran despaciosa y laboriosamente, al igual que fatigados vagabundos que se

paran con frecuencia en los mojones del camino; es posible que ese mismo intervalo, repleto de

acontecimientos, pase veloz como el viento para sus amigos.

El ermitaño, si es sensato, hará caso omiso de sus pensamientos y guardará bajo llave sus

emociones durante esas semanas de invierno interior. Sabrá que el Destino ha querido que imite, de

vez en cuando, al lirón, y que debe aceptarlo: hacerse una bola, meterse sigilosamente en un agujero

del muro de la vida, y dejarse llevar por la corriente que muy pronto bloqueará su paso, conservándolo

en hielo toda la estación.

Dejemos que diga: «Perfectamente. Debería ser así, puesto que así es». Y quizá algún día vuelva a

abrirse su sepulcro de nieve, regrese la dulzura de la primavera, y lleguen hasta él el sol y el viento del

sur; y los setos floridos, los gorjeos de los pájaros, y los cánticos de los arroyos liberados anuncien su

resurrección. Es posible que esto ocurra o no: la escarcha puede adentrarse en su corazón y no

deshelarse jamás; al llegar la primavera, un cuervo o una urraca pueden picotear en el muro sus huesos

de lirón. Pues bien, incluso entonces, todo estará bien: es de suponer que él sabía desde el principio

que era mortal y que algún día se convertiría en polvo, «cuanto antes, mejor».

Después de aquella noche llena de incidentes, pasé siete semanas tan tediosas como siete hojas de

papel en blanco: no recibí ni una palabra escrita, ni una visita, ni una muestra de cariño.

Hacia la mitad de ese período, se me ocurrió pensar que algo les había sucedido a mis amigos de

La Terrasse. El punto medio está siempre cubierto de nubes para los solitarios: sus nervios se alteran

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