CAPÍTULO XXI. REACCIÓN

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Sólo faltaban tres días para mi regreso al pensionnat. Casi contaba en el reloj los segundos de

aquellos días; de buena gana habría retrasado su vuelo; pero ellos pasaban silenciosamente mientras

yo los observaba: cuando ya se habían ido, seguía aterrándome su marcha.

—Lucy no nos dejará hoy —dijo, cariñosamente, la señora Bretton en el desayuno.

—No pediría un día más de vacaciones aunque supiera que iban a concedérmelo —respondí—.

¡Ojalá me hubiera despedido ya y estuviera instalada en la rue Fossette! Debo irme esta mañana...

cuanto antes; mi baúl está listo.

Resultó, sin embargo, que mi marcha dependía de Graham; había quedado en acompañarme, pero

aquel día tuvo tantas visitas que no regresó a casa hasta el atardecer. Eso dio lugar a una pequeña

discusión. La señora Bretton y su hijo insistieron en que me quedara una noche más. Me habría echado

a llorar, ¡estaba tan impaciente por irme! Deseaba separarme de ellos con la misma intensidad que el

condenado a muerte desea que caiga el hacha en el patíbulo: es decir, anhelaba el fin de mi

sufrimiento. Ellos no podían entenderlo. En situaciones así, desconocían mi estado de ánimo.

Había oscurecido cuando el doctor John me ayudó a bajar del carruaje delante del internado de

madame Beck. La farola de la entrada estaba encendida; caía una llovizna de noviembre, que no había

cesado en todo el día: la luz se reflejaba sobre el pavimento mojado. En una noche muy parecida,

menos de un año antes, me había detenido por primera vez ante ese mismo umbral; la escena no podía

ser más similar. Me acordaba de las losas del empedrado sobre las que había fijado mi mirada

extraviada mientras esperaba, solitaria e implorante, con el corazón encogido, a que abrieran esa

misma puerta. También aquella noche había estado unos instantes con quien ahora me acompañaba.

¿Le había hablado de aquel encuentro? No, nunca lo había hecho, ni me había sentido inclinada a

hacerlo: era un bonito recuerdo que pervivía en mi memoria; y prefería conservarlo allí.

Graham tocó la campanilla. La puerta se abrió al instante, pues era la hora en que las

mediopensionistas volvían a sus hogares; por ese motivo, Rosine estaba muy pendiente de la puerta.

—No hace falta que pase, doctor John —le dije; pero él entró un momento al iluminado vestíbulo.

No quería que viera las lágrimas asomando a mis ojos, pues su naturaleza era demasiado

bondadosa y no tenía sentido que le mostrara mi pena. Siempre deseaba curar... aliviar... cuando, a

pesar de ser médico, no estaba en su poder ni la curación ni el alivio.

—Ánimo, Lucy. Piense en mi madre y en mí como en verdaderos amigos. No la olvidaremos.

—Tampoco les olvidaré yo, doctor John.

Metieron mi baúl. Nos estrechamos la mano; se volvió para irse, pero no parecía satisfecho:

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