CAPÍTULO XVIII. LA LEONTINA

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Monsieur Paul Emanuel era especialmente sensible a que interrumpieran sus clases, fuera cual

fuera el motivo: entrar en un aula en tales circunstancias significaba para las profesoras y alumnas del

colegio, individual o colectivamente, algo así como arriesgar la vida.

La propia madame Beck, si se veía obligada a hacerlo, se deslizaba por la clase, recogiéndose la

falda, y rodeaba cautelosamente el imponente estrado, como un barco temeroso de los rompientes. En

cuanto a Rosine, la portera —sobre la que cada media hora recaía el espantoso deber de ir a buscar a

las alumnas que había en las distintas aulas para que fueran a clase de música en el oratorio, las salas

grande o pequeña, o cualquier otro lugar donde hubiera un piano—, después de un segundo o tercer

intento, su consternación era tan grande que con frecuencia no le salían las palabras; un sentimiento

inspirado por las indescriptibles miradas que le lanzaban cual dardos a través de un par de gafas.

Cierta mañana en que estaba sentada en el carré, terminando un bordado que una alumna había

dejado a medias, mientras mis dedos trabajaban en el bastidor, mis oídos se complacían escuchando

los crescendos y cadencias de una voz que arengaba a la clase vecina en un tono cada vez más

inquietante y agitado. Entre mí y la tormenta que se avecinaba había una buena pared, además de una

puerta de cristal por la que huir fácilmente al patio en caso de que ésta se desencadenara; así que me

temo que aquellos síntomas cada vez más claros me producían más regocijo que alarma. La pobre

Rosine no estaba tan a salvo: aquella bendita mañana había hecho cuatro veces el peligroso recorrido;

y ahora, por quinta vez, tenía el azaroso deber de llevarse a una alumna, como si fuera un leño de la

hoguera, en las narices de monsieur Paul.

—Mon Dieu! Mon Dieu! —repetía la portera—. Que vais-je devenir? Monsieur va me tuer, je suis

sure; car il est d'une colère!(Dios mío! ¡Dios mío! [...] ¿Qué va a ser de mí? Monsieur me matará, estoy segura; ¡está tan

furioso!)

Empujada por el valor que proporciona la desesperación, abrió la puerta.

—Mademoiselle La Malle au piano! —gritó.

Antes de que pudiera batirse en retirada o cerrar la puerta, se oyó en el interior del aula:

—Des ce moment, la classe est défendue. La première qui ouvrira cette porte, ou passera par cette

division, sera pendue... fut-ce Madame Beck elle même!(A partir de este momento, queda prohibido entrar en clase. La primera que abra esa puerta o que

entre en el aula, será colgada... ¡aunque sea la mismísima Beck!)

No habían pasado ni diez minutos desde que se promulgara aquel decreto cuando volvieron a oírse

por el pasillo las pantoufles francesas de Rosine.

—Mademoiselle —dijo—, no entraría otra vez en esa clase aunque me ofrecieran una moneda de

VILLETTEWhere stories live. Discover now