CAPÍTULO XL. LA PAREJA FELIZ

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El día que siguió a aquella memorable noche de verano, fue bastante singular. No quiero decir que

aparecieran signos en el cielo, ni que sucedieran cosas prodigiosas en la tierra; tampoco me refiero a

fenómenos meteorológicos, a tormentas, inundaciones o torbellinos. Por el contrario: el sol amaneció

alegre, con un rostro de julio. La mañana adornó su belleza con rubíes, y colocó tantas rosas en su

regazo que éstas cayeron como la lluvia, llenando su camino de un resplandor rojizo: las Horas se

despertaron frescas como ninfas y, vaciando en las madrugadoras colinas sus copas de rocío,

avanzaron con brío: sin sombras, azules y gloriosas, guiaron a los corceles del sol en una carrera

ardiente y sin nubes.

En pocas palabras, amaneció el día más hermoso del que un magnífico verano pueda

vanagloriarse: pero creo que fui la única habitante de la rue Fossette que se interesó o se acordó de

reparar en ese hecho tan agradable. Otros pensamientos ocupaban las demás cabezas; unos

pensamientos que yo también compartía, pero que, al no ser completamente nuevos para mí, ni

demasiado inesperados, ni encerrar un secreto tan inescrutable como para la mayoría de profesoras y

alumnas, me permitieron observar otras cosas y recibir otras impresiones.

No obstante, mientras paseaba por el jardín, disfrutando del sol y admirando las flores y las

plantas, reflexioné sobre el asunto que todo el pensionnat discutía.

¿Qué asunto?

Simplemente éste: cuando llegó la hora de la oración matinal, había un sitio vacío en la primera

fila de las internas. Cuando se sirvió el desayuno, sobró una taza de café. Cuando la criada hizo las

camas, encontró en una de ellas una almohada tendida a lo largo, vestida con un gorro de noche y un

camisón; y, cuando la profesora de música de Ginevra Fanshawe llegó, temprano como siempre, a

impartir su lección, aquella virtuosa y prometedora joven, su alumna, pareció haberse esfumado.

Se buscó a la señorita Fanshawe por todas partes; se registró hasta el último rincón de la casa; en

vano; ni un rastro, ni un indicio, ni siquiera una breve nota recompensaron la búsqueda; la ninfa había

desaparecido en medio de la noche, como una estrella fugaz tragada por la oscuridad.

La consternación de las profesoras encargadas de la vigilancia fue terrible, y peor aún la de la

directora, responsable del descuido. Jamás había visto a madame Beck tan pálida y afligida. Le habían

asestado un golpe donde más le dolía, en su punto débil; aquello perjudicaba sus intereses. ¿Cómo

había acaecido algo tan funesto? ¿Por dónde había levantado el vuelo la fugitiva? No se encontró

ninguna ventana abierta, ningún cristal roto; todas las puertas parecían cerradas con llave. Madame

Beck jamás logró esclarecer ese enigma; nadie lo hizo, si exceptuamos una persona, Lucy Snowe, que

no podía olvidar cómo, para facilitar cierta empresa, cierta puerta se había abierto y luego se había

VILLETTEWhere stories live. Discover now