CAPÍTULO XXXII. LA PRIMERA CARTA

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Ha llegado la hora de preguntar dónde estaba Paulina Mary. ¿Cómo iban mis relaciones con el suntuoso Hôtel Crécy? Se habían interrumpido por algún tiempo debido a la ausencia de monsieur de Bassompierre y su hija, que habían estado viajando varias semanas por Francia y su capital. Me enteré por casualidad de su regreso poco después de que tuviera lugar. Una tarde muy templada en que estaba paseando por un tranquilo bulevar, mientras disfrutaba del benigno sol de abril y de unos pensamientos bastante agradables, vi delante de mí a un grupo de jinetes que se detenían como si acabaran de encontrarse y se saludaban en medio de un camino ancho, uniforme y bordeado de tilos. Por un lado, un caballero de mediana edad y una joven dama; por otro, un hombre joven y atractivo. Los modales de la muchacha eran encantadores, su atuendo impecable, y su aspecto delicado y señorial. Al fijarme en ellos, me parecieron familiares y, acercándome un poco más, los reconocí: el conde Home de Bassompierre, su hija y el doctor Graham Bretton. ¡Cuánta animación había en el rostro de Graham! ¡Qué auténtica, desbordante y, al mismo tiempo, tímida parecía la alegría que expresaba! Aquella situación, aquella combinación de circunstancias era de las que mejor podía atraer y encadenar, someter y excitar al doctor John. La perla que admiraba tenía un gran valor y su pureza era extraordinaria, pero él no era un hombre que, al admirar la gema, olvidara su engaste. Si hubiera visto a Paulina con la misma juventud, belleza y encanto, pero a pie, sola, sin vigilancia, y vestida con sencillez —una trabajadora, una demi-grisette—, la habría considerado una hermosa criatura, y habría disfrutado contemplando su semblante y sus movimientos; pero se necesitaba algo más para conquistarlo y que se rindiera como ahora, para someterlo sin menoscabo de su honor masculino, sino todo lo contrario. Al doctor John le importaba mucho la opinión de los demás; no bastaba que él se sintiera satisfecho; la sociedad debía dar su beneplácito: el mundo debía admirar lo que él hacía; de lo contrario, consideraba sus actos equivocados y triviales. A su vencedora le exigía cuanto ahora era visible: la impronta de un gran refinamiento, la consagración de una cuidadosa y autoritaria protección, y los aditamentos que la Moda decreta, la Riqueza compra y el Gusto armoniza. Ésas eran las condiciones que su espíritu estipulaba antes de rendirse: en el caso que nos ocupa se cumplían con creces; y ahora, orgulloso, apasionado, y, sin embargo, temeroso, rendía homenaje a Paulina como su soberana. En cuanto a ella, una sonrisa sincera, más que de consciente poder, reposaba dulcemente en su mirada. Se despidieron. Él pasó galopando a mi lado, sin sentir apenas el suelo que rozaba, ni ver nada a su alrededor. Estaba muy guapo; derrochaba valor y determinación. 

—¡Papá, ahí está Lucy! —exclamó una voz musical y amistosa—. ¡Lucy, querida Lucy, acérquese! 

Me apresuré a ir junto a ella. Paulina retiró el velo de su rostro y se inclinó desde la silla para besarme. 

—Me disponía a visitarla mañana —aseguró—; pero ahora será usted quien venga a verme. 

Dijo la hora, y yo prometí complacerla. Al día siguiente, la luz del crepúsculo me encontró con ella, las dos solas en su cuarto. No la había visto desde aquella ocasión en que sus cualidades fueron comparadas con las de Ginevra Fanshawe, y cosecharon una rotunda victoria; tenía muchas cosas que contarme de su viaje. Conversaba con gran animación en nuestros tête-à-tête, y describía las cosas con enorme viveza; sin embargo, su dicción era tan clara y su voz tan dulce que nunca parecía hablar muy rápido ni decir demasiado. Creo que mi interés habría tardado en decaer, pero, poco después, tuve la impresión de que era ella quien necesitaba cambiar de tema; se apresuró a terminar en pocas palabras su relato. Pero el motivo de tanta concisión y laconismo tardó en manifestarse; siguió un silencio... un silencio inquieto, en el que no faltó cierto ensimismamiento. Luego se volvió hacia mí con voz tímida, medio suplicante: 

—Lucy... 

—Aquí estoy. 

—¿Sigue mi prima Ginevra en el internado de madame Beck? 

VILLETTEWhere stories live. Discover now