CAPÍTULO XLI. FAUBOURG CLOTILDE

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¿Tengo que dar cuenta, antes de terminar, de la Libertad y de la Renovación que conquisté en la

noche de la fête? ¿Tengo que explicar cómo yo y las dos fieles compañeras que llevé a casa desde el

parque iluminado aguantamos la experiencia de una relación íntima?

Las puse a prueba al día siguiente. Se habían jactado a voz en grito de su fuerza cuando me

reclamaron ante el amor y sus lazos, pero, al exigirles hechos, no palabras, alguna muestra de

consuelo, algún sentimiento de alivio, la Libertad se excusó, diciendo que, en aquel momento, era

demasiado pobre y endeble para ayudarme; la Renovación jamás despegó los labios; había muerto

súbitamente aquella noche.

Para soportar aquellas horas opresivas teñidas por el recuerdo distorsionado de los celos, sólo me

quedaba confiar secretamente en que mis conjeturas hubieran ido demasiado rápido, demasiado lejos.

Después de una lucha tan breve como inútil, el viejo tormento de la incertidumbre volvió a

convertirme en su prisionera, y me puso nuevamente sus grilletes.

¿Veré a monsieur antes de su marcha? ¿Se acordará de mí? ¿Tendrá intención de venir?

¿Aparecerá hoy? ¿Lo hará quizá dentro de una hora? ¿O he de seguir sufriendo el dolor lacerante de la

espera, la angustia cruel de la ruptura final, el dolor mudo y terrible que, al arrancar de raíz dudas y

esperanzas, sacuden todo mi ser; mientras la mano que desata la violencia no puede acariciarse para

inspirar lástima, pues la ausencia interpone su barrera?

Era el día de la Asunción; no había clase. Internas y profesoras, después de asistir a misa por la

mañana, fueron a dar un largo paseo por el campo, a fin de tomar su goûter o merienda en alguna

granja. No fui con ellas, pues sólo faltaban dos días para que el Paul et Virginie se hiciera a la vela, y

yo me aferraba a mi última oportunidad, al igual que un náufrago se aferra a la última balsa o al

último cabo.

Debían realizarse unos trabajos de carpintería en la clase de primero, algunos bancos o pupitres

que reparar; los días de fiesta se aprovechaban a menudo para esos menesteres, que no podían hacerse

con las aulas llenas de gente. Yo estaba sentada allí, solitaria —pensando en salir al jardín y dejar el

campo libre, pero demasiado apática para hacerlo—, cuando oí acercarse a los trabajadores.

Los artesanos y los criados extranjeros hacen todo por parejas: supongo que se necesitarían dos

carpinteros de Labassecour para poner un clavo. Al atarme el sombrero, que hasta entonces había

colgado de mi ociosa mano con ayuda de sus cintas, me sorprendió oír únicamente los pasos de un

ouvrier(obrero). Me di cuenta, asimismo —de igual modo que un prisionero en su calabozo mata el tiempo

escuchando cualquier nimiedad—, de que aquel hombre llevaba zapatos y no sabots(zuecos). Imaginé que

VILLETTEWhere stories live. Discover now