CAPÍTULO 4: MANZANA ENVENENADA

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Oh cielos, ¡qué frío! Llevo toda mi vida viviendo en Toronto y todavía no me acostumbro a sus inviernos. Canadá es un cubito de hielo y Toronto es una de sus ciudades más cálidas. Digamos que estoy situada en el extremo del cubito y aun así no puedo evitar sentir como mis pulmones tiemblan a causa del enorme escalofrío que recorre mis fosas nasales y mi tráquea congelándolas con intensidad... aunque claro, estábamos ya en pleno mes de noviembre y hace unos minutos que había comenzado a nevar en la ciudad. Las superficies de las calles se teñían de blanco y los coches comenzaban a agitar el limpiaparabrisas tratando de distinguir algunas siluetas tras el cristal. En momentos como estos era cuando agradecía no conducir. Estaba atravesando un callejón que no suelo transitar con asiduidad y lo cierto es que todo estaba atrapando mis sentidos. Las farolas ya estaban encendidas y la luz del sol cada vez era menos visible, me llamó la atención el cartel de una pequeña cafetería con una fachada hecha de paneles verdes muy elegantes: «Chocolate caliente por tan solo un dólar y medio», la gloria bendita y divina en forma de taza de chocolate. Cuánto daría por tener un poco de tiempo para sentarme con tranquilidad y bebérmelo en la mesa del fondo, al lado del radiador. Pero no, mi querido padre me había "exigido" que hiciese todo lo que estuviese en mi mano para que mañana mismo ese pirado estuviese firmando el contrato y trabajando con nosotros, de lo contrario me sentaré todos los días en la incómoda silla de recepción al lado de Peggy, la recepcionista con nariz de cerdita que no calla ni debajo del agua. La llamo Peggy porque, sinceramente, no sé su nombre ni quiero saberlo.

Y finalmente llegué al bloque de apartamentos en cuestión, tras unos cuantos minutos caminando desde mi casa. Pensé que estaba más cerca de lo que realmente resultó estar. Era un apartamento como otro cualquiera, y el portal estaba abierto con el conserje dentro de la garita haciendo de vigía mientras husmeaba una revista de Playboy con la portada de una mujer madurita con los senos a la vista de medio mundo. ¡Menudo viejo verde!

—Buenas tardes. —Murmuré tratando de parecer educada —Venía a ver a Scott Caprani. Tengo entendido que vive aquí y...

—Segundo piso, puerta A —Murmuró sin tan siquiera dejarme acabar y sin dirigirme la mirada el muy maleducado. Yo le dediqué una mirada de desdén que él ni siquiera advirtió y me dispuse a subir las escaleras con el ruido furioso de mis tacones resonando por todos los rellanos.

Finalmente llegué. El cartel de en medio del rellano decía que me encontraba en la segunda planta, y la puerta que tenía frente a mis narices era la A. No pude evitar el instinto que había adquirido tras años de experiencia viendo los programas del corazón y arrimé la oreja a la puerta tratando de distinguir algún sonido gutural o de asesinato, como si en el fondo esperase poder sacar algo a relucir para que aquel chico no entrase en la agencia. Y casi lo logré, solo que se escuchaba el sonido de un bebé llorar y no el de alguien siendo asesinado.

Se oían voces de fondo. Me acerqué un poco más y pegué mis manos sobre la puerta arrimando la oreja casi totalmente a la madera y oyendo una conversación distorsionada. Era una voz de hombre y otra de mujer, y el llanto del bebé sonaba de fondo entre los dos, como si éste fuese la causante de aquella discusión.

EL KARMA ME ODIAWhere stories live. Discover now